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La poesía sin tabúes de Anne Sexton, icono de la literatura de Estados Unidos

Editorial Lumen publica la obra completa de una de las voces poéticas más íntimas, crudas y radicales del siglo XX

La poesía sin tabúes de Anne Sexton, icono de la literatura de Estados Unidos

Anne Sexton. | Penguin Libros

Fue una mujer bellísima. Tanto que de joven hizo de modelo para la Hart Agency. Creció en un barrio residencial de Boston en una familia acomodada. Se casó muy joven, antes de cumplir los 20, en 1948, y tuvo dos hijas. Parecía destinada a convertirse en la tópica ama de casa americana sonriente y coqueta de los años cincuenta del pasado siglo. Pero se interpuso su precaria salud mental: cada uno de los embarazos fue seguido de una depresión postparto que requirió el ingreso en un sanatorio. En el segundo ingreso, su terapeuta, el doctor Martin Orce, le recomendó apuntarse a un taller de poesía como terapia. Así nació una de las grandes voces poéticas del siglo XX en Estados Unidos: Anne Sexton (1928-1974), de la que este año se celebra el cincuentenario de su fallecimiento y de la que la editorial Lumen acaba de publicar su Poesía completa en una nueva traducción de Ana Mata Buil.

Su amiga Maxine Kumin recordaba así el día que la conoció: «Alta, de ojos azules, admirablemente delgada, con un adorno de flores en el estiloso pelo oscuro y el toque justo de maquillaje en la cara. (…) Pendientes y pulseras, perfume francés, brillo a juego en los labios y las uñas la engalanaban, un cúmulo de intimidantes sofisticaciones en medio del ambiente de fundas de zapatos mojadas y manchadas de tiza del Centro de Formación para Adultos de Boston, donde nos habíamos inscrito en un taller literario que impartía John Holmes». Y añade: «Los hechos de la turbulenta y caótica vida de Anne Sexton son de sobras conocidos: ningún otro poeta estadounidense de nuestra época ha proclamado a los cuatro vientos tantos detalles privados».

Feminismo

En efecto, Sexton es una de las figuras fundamentales de lo que se bautizó como poesía confesional. La corriente la inauguró otro de sus mentores, Robert Lowell, con un libro seminal, Estudios del natural (1959), en cuyos versos abordaba los problemas mentales que también él tenía, sus problemas con el alcohol y los altibajos de su matrimonio. Lowell ejerció de figura tutelar en las tres grandes poetas de esta generación: Elizabeth Bishop, Sylvia Plath y Anne Sexton. Las dos últimas se conocieron en persona en sus años formativos y tuvieron el mismo final suicida, tras el cual devinieron iconos del feminismo. La obra de ambas comparte la exuberancia expresiva y las metáforas audaces, un lenguaje poético explosivo y descarnado, aunque Sexton es más cruda y directa al desvelar su intimidad. Frente a ellas dos, Bishop, con toda probabilidad la más brillante de las tres, era más velada a la hora de filtrar las experiencias personales en su literatura.

En la poesía norteamericana del siglo XX hay un libro crucial en la desinhibida liberación del lenguaje y en el tratamiento de temas considerados no poéticos y hasta tabú: Aullido (1956) de Allen Ginsberg, que fue retirado de la venta y llevado a juicio por pornográfico, aunque acabó ganando el pleito y pudo volver a las librerías. Anne Sexton escribió en su estela, con el ingrediente escandaloso añadido de ser mujer. Los títulos de algunos de sus poemas dejan bien claro que no se andaba con rodeos: La balada de la masturbadora solitaria, Paseo a mediodía por el jardín del psiquiátrico, El aborto, Mujer con faja, Ama de casa, Menstruación a los cuarenta, En celebración de mi útero, A mi amante, que regresa con su esposa

Hago un apunte importante para evitar la posible confusión del lector sobresaltado por estos títulos: la obra de Sexton es visceral, sí, pero no primaria y meramente testimonial. Hay en su voz poética una elaboración radical del lenguaje, una búsqueda formal para expresar temas que hasta entonces no formaban parte del imaginario de la poesía. Es más, no siempre hay que interpretar sus versos como directamente confesionales, en ocasiones se camufla tras un personaje poético ficticio para tomar distancia.

Suicidio

Su primer libro, inspirado en las estancias hospitalarias por las depresiones postparto, tenía un título contundente: Al manicomio y casi de vuelta (1960). Le siguieron otros poemarios de similar contundencia: Todos mis tesoros (1962); Vive o muere (1966), con el que ganó el Pulitzer, e Historias de amor (1969), acaso su obra maestra. Con Transformaciones (1971) su poesía se hace más recargada, enfática y pretenciosa. En sus páginas proponía relecturas nada ingenuas de cuentos clásicos como Blancanieves, La cenicienta o Caperucita roja, y su editorial fue muy reticente a publicarlo, aunque al final cedió. Le siguieron El libro de la locura (1972), Los cuadernos de la muerte (1974) y ya póstumos El horrible remar hacia Dios (1975), Calle de la Piedad, 45 (1976) y otros.

En sus poemas habla de sus amantes -los tuvo masculinos y también alguna femenina-, de la complicada relación con sus hijas (destaca aquí una de sus cumbres La doble imagen en el que se dirige en tono confesional a su segunda hija), de su cuerpo y el paso del tiempo, de sus problemas mentales y de sus tentativas de suicidio. Hubo varias, pero se le adelantó Sylvia Plath (a la que le dedica el poema La muerte de Sylvia). Finalmente, también ella lo logró: el 4 de octubre de 1974 se tomó un par de vodkas; se puso el abrigo de pieles heredado de su madre; se quitó todos los anillos, incluido uno de platino, también herencia materna, que nunca se quitaba, y con una tercera copa de vodka en la mano se dirigió al garaje y encendió el motor del coche.

Sus poemas pueden hechizar o incomodar, pero nunca dejan indiferente. Aquellos tiempos, evocación de su infancia, arranca así: «A los seis, / vivía en un cementerio lleno de muñecas, / huyendo de mí misma, / de mi cuerpo, ese sospechoso, / en su grotesca casa». El beso tiene un inicio arrollador: «Mi boca se abre como un corte. / Me he sentido maltratada todo el año, tediosas / noches, nada salvo ariscos codos en ellas / y delicadas cajas de kleenex gritando: ¡llorica/llorica, tontaina!».

En Para mi amante, que regresa con su esposa, sus versos finales dicen: «Ella, tan desnuda y singular. / Ella es la suma de tu ser y tu sueño. / Sube por ella como un monumento, paso tras paso. / Ella es sólida. / En cuanto a mí, soy una acuarela. / Me diluyo».

Pero no todo es desgarro y dolor en Anne Sexton. Hay también celebración de la vida, del instante de felicidad que se nos escapa entre los dedos, como en el bellísimo Nadar desnudos, en el que evoca un viaje a Italia y arranca así: «En la parte suroeste de Capri / encontramos una pequeña gruta ignota / donde no había nadie y nosotros / entramos hasta el fondo / y dejamos que nuestros cuerpos / perdieran la soledad». Y concluye: «Las paredes de esta gruta / eran de un azul multicolor y / me dijiste: ‘¡Mira! Tus ojos / son del color del mar. ¡Mira! Tus ojos / son del color del cielo’. Y mis ojos / se cerraron como si de pronto / se avergonzaran».

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