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'Un caballero en Moscú': el infierno soviético visto desde el encierro de un hotel

La miniserie protagonizada por Ewan McGregor está basada en la excelente y conmovedora novela de Amor Towles

‘Un caballero en Moscú’: el infierno soviético visto desde el encierro de un hotel

'Un caballero en Moscú'. | Paramount

¿Qué lleva a un director financiero de Wall Street a escribir sobre un conde ruso condenado por el estalinismo a vivir recluido de por vida? Y no cuatro palabras, no: una novela de 500 páginas. Amor Towles (Boston, 1964), que dejó su cargo para dedicarse a la escritura, es de los que crecen con cada obra: tras debutar en 2011 con Normas de cortesía, sobre dos amigas en la Nueva York de entreguerras, emprendió Un caballero en Moscú (2016; Salamandra, 2018, trad. Gemma Rovira), inspirado por las penas de confinamiento domiciliario que ejecutó el régimen bolchevique y por su experiencia como huésped en hoteles de lujo. Porque el conde se aloja nada menos que en el Hotel Metropol de Moscú, en los años veinte, codeándose con la flor y la nata de la sociedad. El libro se convirtió en un éxito y Paramount+ la ha llevado a la pantalla con Ewan McGregor como protagonista.

En 1922, al conde Aleksandr Rostov, juzgado por un poema subversivo que escribió diez años atrás, le conmutan la pena máxima por el encierro domiciliario, práctica habitual del régimen: «El exilio era tan antiguo como la humanidad. Pero los rusos fueron los artífices de otro concepto más sofisticado: el de exiliar a un hombre en su propio país» (p. 189). Treintañero, culto y elegante, encarna los valores de la aristocracia caída en desgracia. Ha perdido a su familia y le arrebatan sus bienes, pero dispone de recursos para afrontar este periplo. En su reducto, una habitación que deviene «la suma de todo lo que ha ocurrido en ella» (p. 366), atesora libros, un escritorio y piezas de orfebrería que ya no revisten la distinción de antaño. Con un impulso espiritual heredero de Tolstói, lee a Montaigne para mantenerse cuerdo, fiel a sí mismo, humano; la cultura como resistencia pacífica frente a la barbarie. Hay alusiones veladas a los grandes escritores rusos, un linaje que conoce bien las represalias con las que los sucesivos sistemas han tratado de silenciarlos. Y su cuarto no es tan minúsculo como parece: como en los misterios tradicionales, no falta una cámara secreta.

Modales impecables

Pero el ser humano es un animal social; entrenar la mente no basta para conservar la serenidad. El conde se mueve por el hotel y se relaciona con los empleados, con modales impecables. La amabilidad es su otro recurso: pese a su infortunio, escucha a los demás, atento, generoso, sin quejarse, discreto; hace de la gentileza su modus vivendi. La imagen de este hombre irreprochable, encerrado a perpetuidad, pone de relieve, no solo la crueldad estalinista, sino el peligro de dividir la sociedad, cualquier sociedad, en buenos y malos, el peligro de enfrentar a la población en dos bandos por motivos de clase, creencias o etnia. La realidad, sobra decirlo, es mucho más compleja, la Historia no es lineal, sino cíclica, se asemeja más a un péndulo que a una recta ascendente. Y esos vaivenes se ven en la novela: a medida que transcurren las décadas, el conde asiste a las transformaciones de la Unión Soviética, sus conflictos internos, los periodos de inestabilidad. Unos cambios que se reflejan en el elenco: la fortuna gira a favor de unos u otros según soplen los vientos políticos.

El conde, por lo tanto, no está solo. Lo acompaña el personal del hotel, que pasa de dispensarle un trato reverencial a considerarlo uno más. Con la revolución se alteran los grupos sociales: al perder su estatus, el noble se iguala con los camareros, la costurera, el barbero, que en otra época habrían sido sus subordinados; juntos hacen del Metropol un hogar. Por otra parte, están los huéspedes, algunos recurrentes, lo que le permite establecer relaciones sostenidas a lo largo de los años, con sus idas y venidas; una suerte de círculo social. Son su contacto con el exterior, a través de ellos está al corriente de lo que ocurre en el continente. Destacan Mishka, un amigo escritor que se enfrentará a la censura; Nina, una chiquilla curiosa a la que ve crecer, que no lo juzga porque aún no ha descubierto la cara más siniestra del ser humano; y Anna, actriz de cine mudo que padecerá los imprevistos de la irrupción del sonido, una mujer que para él será más que una miga. Cada uno desempeña un rol en la existencia del conde; y todos, sin excepción, evolucionan y rebosan humanidad.

Paso del tiempo

Este planteamiento –recorrer la historia de la Unión Soviética desde la mirada de un personaje confinado, a la vez que despliega un fresco de la rutina del hotel y sostiene los hilos de quienes entran y salen– entraña no pocas dificultades que Amor Towles solventa con eficacia, como el arquitecto que no empieza a construir hasta que tiene los planos bien atados. Hay mucha arquitectura en la estructura, en varios niveles. Está el paso del tiempo, que va de la lupa a los prismáticos: siguiendo un orden cronológico deudor de la narrativa decimonónica, se recrea en las primeras jornadas para a continuación dar saltos cada vez mayores. Elipsis empleadas con inteligencia, sin perder continuidad ni ritmo, sin empobrecer las tramas. Esto es importante: Un caballero en Moscú se lee con la pasión de un clásico, con esa sed de pasar páginas, disfrutar de los giros argumentales y encariñarse de los personajes. Porque, sí, el conde Rostov es uno de los escasos caracteres de la literatura reciente que llega a ser realmente carismático y, por qué no, incluso «memorable».

Viktor Frankl, el psiquiatra austríaco que sobrevivió a los campos de concentración nazis, sostuvo en sus célebres memorias, El hombre en busca de sentido (1946), que «al hombre se le puede arrebatar todo salvo la última de las libertades humanas: la elección de la actitud personal ante las circunstancias». Esto, en su mejor sentido, lo representa el conde Rostov con su bondad, su abnegación, su cortesía, su devoción por la cultura y la contemplación. Valores que hoy, en esta sociedad hiperconectada, apresurada, polarizada y crispada, vuelven a reivindicarse. No es que al conde le salga todo bien, también sufre decepciones, pero demuestra que desde la quietud, con el cultivo del jardín interior, hasta la existencia más limitada puede expandirse.

En consonancia con este espíritu, Amor Towles escribe una novela de ritmo pausado, pero que mantiene la tensión narrativa, con un estilo pulcro, fluido y sin artificios, humor suave y gusto por los guiños y la descripción minuciosa. Las estancias, el mobiliario y los objetos conllevan un cuidado diseño de interiores, adquieren significado más allá de su uso. Todo está perfilado al milímetro, sin perder el latido, sin perder aquello que cautiva, que conmueve al lector. Ya en la recta final, reflexiona que «lo que importa en la vida no es si recibimos un aplauso, lo que importa es si tenemos el valor necesario para subir al escenario pese a la incertidumbre del éxito» (p. 426). Él decidió subir al andamio de la escritura y el resultado es una obra luminosa, cálida, viva. Sin duda, se lleva el aplauso.

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