José Carlos Llop y la elegía de todos los Mediterráneos
El escritor mallorquín repasa su biografía íntima en el libro ‘Si una mañana de verano, un viajero’
Vivimos encadenados a ciertos lugares del mismo modo que a veces nos sentimos atados para siempre a personas concretas, ya sean próximas o unas absolutas desconocidas. No es porque elijamos de verdad, en serio, los espacios en los que vamos a habitar o podamos seleccionar con libertad las almas que nos corromperán, justo después de habernos hecho felices, sino porque no existe una vida que no incluya la búsqueda persistente de un refugio. Tampoco son verdaderas todas las familias emparentadas por los lazos de la sangre. Existen otras: las que creamos a través del afecto anónimo o gracias a la imaginación, las lecturas y las vivencias.
El escritor mallorquín José Carlos Llop (Palma,1956) es un ejemplo. No lo conocemos de nada y, sin embargo, cada vez que lo leemos tenemos una extraña sensación de familiaridad. Como si compartiéramos con él ese viaje interior, plástico y sensorial, cargado de sugerencias, que ha hecho por algunos de los escenarios de su vida en Si una mañana de verano, un viajero (Alfaguara), un libro que puede entenderse como un hermoso cuaderno de recuerdos, una gavilla de testimonios familiares o una colección íntima de desahogos –acaso también el borrador adelantado de unas hipotéticas memorias– pero que, además de todas estas cosas, es un ejercicio de sanación. Una forma de consuelo ante la gran herida: el paso del tiempo.
Llop, en cuya bibliografía destacan los poemarios –la colección Vandalia de la Fundación Lara, a cargo de Ignacio Garmendia, editó hace ahora dos años Mediterráneos (2001-2021), una integral de sus libros de poemas más recientes que sucedió a una recopilación anterior: Poesía (1974-2001), publicada en el sello Península– y las narraciones de viajes, sobre todo En la ciudad sumergida (RBA), practica una literatura de nítida inspiración clásica, con clara tendencia culturalista, fiel a esa estirpe que dibujaron los azares de Durrell, Chatwin, Rilke, Kavafis o Leigh Fermor. De todos ellos, autores de su predilección, en los que se reconoce, se recrea y ha acabado convirtiendo en sus predecesores, ha aprendido a crear una prosa carnal, descriptiva, plena de sugerencias y con indudable capacidad de evocación.
Estos mismos atributos son también los pilares de esta última elegía, dedicada a la pérdida de la casa donde Llop ha pasado 33 estíos, y en la que –así lo confiesa– escribió buena parte de su obra. La casa, obviamente, no es un mero espacio físico. Es una atmósfera. Una geografía sentimental. Una metáfora que enuncia la condensación de un tiempo extinguido. Con su historia Llop levanta acta de su geografía cultural. Al mismo tiempo, esboza una poética sobre la escritura, la única identidad que, en este mundo de regreso a los tribalismos, parece tener algún sentido. Se trata de un libro fragmentario, a ratos se diría que caprichoso, con tendencia a la digresión (siempre contenida, ya que está concebido como una suma de estampas impresionistas o meditaciones) y lleno de meandros secretos. Una bitácora deliciosa.
El escritor mallorquín, bibliotecario de oficio, ensaya en él su particular poesía de las cosas, articula una filosofía sobre los objetos, compone una galería de olores, paisajes naturales, caminos rurales, monumentos discretos, mujeres y amigos. Y traza una genealogía libresca –la escena en la que desmonta la biblioteca de la casa, mientras suenan los Nocturnos de Fauré, es muy hermosa– que lo define y resume los frutos de una larga vida junto al mar. Llop es fiel a sus elecciones: el Norte, bello y agreste, de Mallorca; la experiencia de manejar a capricho un reloj de arena, ese simulacro que, como si fuéramos dioses, nos hace pensar que está en nuestra mano el privilegio de administrar el tiempo, o esa costumbre (tan mallorquina, según él) de no hablar de lo que uno hace o tiene, sino de lo que hicimos, fuimos y tuvimos. Estas memorias, pautadas igual que una partitura, están consagradas a celebrar (desde la primera esquina del sendero crepuscular) el gozo infinito de una vida sencilla, hecha en la orilla (pero con el Mediterráneo siempre de fondo) y que evita caer en el error de la nostalgia.
La redención de la escritura
Llop es un hombre que cree en la redención de la escritura, esa «manera de pesar el tiempo e impedir la disolución de nuestra experiencia». A ella se encomienda desde su presente, en cuya cima se otea su pasado solar y vitalista. Decide así huir del vacío de los días para convertir sus mejores horas en dones sagrados. Acaso esta obstinación por sacralizar el telar doméstico, igual que han hecho tantos antiguos poetas, explique la fascinación que tiene por los ermitaños. Seres ascéticos que todavía rezan a los dioses (lares) y nos parecen los herederos inmateriales de un mundo silencioso y discreto que ya se nos antoja prehistórico, regido por el paso natural de las estaciones y consagrado al cultivo de la interioridad.
Llop no tiene aspecto de ser un monje, pero en su poesía, y en esta colección de recuerdos en particular, sí se encuentra una filosofía sobre la existencia. No bajo la forma de una teología, sino como una cosmogonía: estrellas en una noche ardiente de verano, los ciclos agrarios, el destino marítimo, las algas y su humedad, el calor, el cantar de las chicharras, los vientos (cambiantes) de la costa, el salitre, los inesperados regalos del mar y la poderosísima luz de Grecia, que parece la misma en Valldemosa o en Corfú, en Rodas o en el archipiélago de las Islas Cícladas. El poeta pasea sin abandonar nunca de este paisaje, donde encuentra la razón de todo su existir. Un territorio que es a la vez individual y ajeno, mineral y vaporoso. Y cuya belleza no es geográfica, sino el resultado (figurado) de una forma exacta de mirar el mundo.
«En la vida» –escribe el escritor– «los hay que se rodean de arte y otros que de sus días hacen una obra de arte». Llop –nos parece a nosotros– está en un punto intermedio entre ambos estados. Seducido por la herencia del mundo clásico –Atenas, Ítaca, Bizancio, Roma– y capaz de disfrutar (sin envidiar nunca nada a nadie, como aconsejaba Josep Pla) de la contemplación del fuego y el mar, esas dos maneras de resumir la furia de la vida y el ansia de sosiego del hombre. El escritor aspira a quedarse para siempre en su paraíso, pero también sabe –porque lo presintió– que su inevitable destino es la pérdida, la expulsión, esa ardua tarea de tener que levantar un día la casa. Este ritual, al que todos nos veremos obligados varias veces a lo largo de nuestra existencia –con la muerte de nuestros padres, el adiós definitivo a la infancia o un cambio de familia o de trabajo–, nos alerta sobre la fragilidad de nuestras propias epifanías.
El poeta mallorquín intenta salvar de la corrupción el milagro de haber pisado la Tierra. Lo hace gracias a la escritura, «ese presente donde caben el pasado y el futuro». En su intento nos regala pasajes memorables, como cuando tras la pandemia, en un extraño febrero insular, la nieve hace desaparecer de pronto de su vista el paisaje íntegro de sus recuerdos, borrando las estaciones –con sus veranos– y sumiendo su memoria y sus sueños en un denso silencio blanco. «Todo Finis Terrae nos sitúa frente a nosotros mismos y nos aboca también a nuestro propio vacío. Sin pasado no somos y en el pasado habita aquel que seremos. La imposibilidad de despedirse del pasado duele a veces más que la despedida en sí», anota.
La nieve quizás sea el fracaso del memorialista, pero también anuncia el triunfo postrero del poeta, que a modo de colofón del libro reproduce uno de los poemas compuestos en la casa desaparecida: «Perder a las personas y las cosas / incide en nuestro mapa genético / hasta modificar la vida tal cual es / y una puesta de sol o es una sinfonía / o es música de cámara, gracias a Dios, / que nos regala un final digno al día. / Y el destino está en asumir / que por razón que tengas / jamás te va a servir de nada, / Y es el Tiempo quien concede / los plazos de lo que es verdad / y lo que no en la mente de los hombres / Fumarse un puro con todo eso / también es filosofía». Encendemos un habano como señal de respeto hacia el poeta mientras esperamos, sin ansias ni prisas, que el clima de este inminente estío (tan cruel) nos derrote.