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'La última sesión de Freud': razón contra fe bajo las bombas

La película plantea un debate sobre Dios entre el psicoanalista, interpretado por Anthony Hopkins, y el escritor C.S.Lewis

‘La última sesión de Freud’: razón contra fe bajo las bombas

'La última sesión de Freud'.

En mayo de 1938 Sigmund Freud abandonó Viena con destino a Londres. El fundador del psicoanálisis se había mostrado muy reticente a abandonar su ciudad natal, pero desde la anexión de Austria al Reich alemán sus libros habían ardido en piras públicas y el hostigamiento a su entorno iba en aumento. La detención durante un día de su hijo Martin y el interrogatorio de la Gestapo a su hija Anna lo convencieron de que debía marcharse. La huida familiar se desarrolló por etapas, con la ayuda de dos discípulos extranjeros del doctor: Marie Bonaparte y Ernest Jones. Cuatro de las cinco hermanas del psicoanalista permanecieron en Viena y acabaron asesinadas en los campos de exterminio. 

Freud llegó a Londres ya enfermo de un cáncer de boca que le obligaba a tomar morfina para combatir los dolores. En septiembre de 1938 se instaló en el número 20 de Maresfield Gardens, en el barrio de Hampstead, donde tenía la vivienda y la consulta, con el imprescindible diván. Hoy el edificio es la Casa Museo Freud de Londres y se mantiene tal como estaba cuando falleció el 23 de septiembre de 1939. 

Entre las anotaciones de sus últimos días de vida hay un apunte que indica que recibió la visita de un «joven profesor de Oxford». No se sabe con certeza de quién se trataba, pero el dramaturgo Mark St. Germain imaginó que pudiera ser C.S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, y en 2009 escribió una obra teatral de cámara para dos actores titulada La última sesión de Freud. Llega ahora a las pantallas la adaptación al cine, dirigida por Matt Brown, con el gran Anthony Hopkins en el papel de Sigmund y Matthew Goode en el de C. S. Lewis. La acción se sitúa el día que Hitler ha invadido Polonia, Chamberlain declara la guerra y en Londres empiezan a sonar las primeras alarmas antiaéreas. 

Es en este contexto de un mundo abocado al abismo y a pocos días de que el viejo Freud fallezca, se desarrolla la conversación de altos vuelos entre dos posturas enfrentadas sobre si Dios existe y sobre cómo es posible que, en caso afirmativo, permita tanto horror y sufrimiento. El anciano doctor -que une a su exilio y enfermedad la pérdida de una hija por la gripe y de un nieto por la tuberculosis- representa la postura del científico ateo al que la idea de lo divino y la religión le parecen una engañifa para incautos. Frente a él, C. S. Lewis es el joven católico que no concibe la vida sin creer en algo superior y sagrado. 

La fe de Lewis ya se había puesto a prueba cuando luchó en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, perdió a su mejor amigo y sufrió estrés postraumático. Y volvería a ponerse a prueba años más tarde, cuando se casó tardíamente con la escritora norteamericana Joy Gresham, que falleció poco después de un cáncer. A resultas de esta experiencia, escribió un librito desgarrador y bellísimo, Una pena en observación, y esa truncada historia de amor fue retratada de forma exquisita en la película Tierras de penumbra, en la que, por cierto, a C.S. Lewis, entonces ya maduro, lo interpretaba… Anthony Hopkins. 

El psicoanalista y su hija

En la conversación sobre Dios, el viejo psicoanalista trata de explicar la fe de Lewis cómo una respuesta a sus miedos e inseguridades y hurga en la peculiar relación que este mantiene con la madre de su amigo muerto en las trincheras, como si tratara de expiar la culpa por haber sobrevivido. 

La película utiliza las argucias habituales para disimular el origen teatral y evitar el escenario único: hay salidas al jardín, una salida de la casa hasta una iglesia cercana para acudir a un refugio antiaéreo y un buen número de flashbacks. Pero el cambio más interesante es la incorporación de una subtrama que no está en la pieza escénica. 

La versión cinematográfica añade el personaje de Anna Freud, la hija de Sigmund, que debe buscar a la desesperada morfina, porque su padre se ha quedado sin reservas. La incorporación de Anna (interpretada por Liv Lisa Fries) permite introducir dos temas relevantes. Por un lado, la compleja relación de mutua dependencia entre ella y su padre, digna de una buena terapia con diván. Y por otro, los recelos de este, tan pretendidamente progresista, hacia la relación que su hija mantiene con la estadounidense divorciada Dorothy Burlingham (a la que da vida Jodi Balfour). Ambas mujeres eran psicoanalistas infantiles y convivieron toda su vida en una relación amorosa llevada con suma discreción. 

Al añadirse Anna y Dorothy a la trama, se dan nuevos matices al personaje de Freud, señalando sus flaquezas humanas frente a su solemne discurso científico. En cuanto a Lewis, a su fe se une la vocación literaria y la idea de que las narraciones también contribuyen a salvar el alma. El autor de Las crónicas de Narnia formó parte del legendario grupo de profesores cristianos de Oxford que se autodenominaron The Inklings y se reunían en el pub Eagle and Child. El otro miembro ilustre era nada menos que J.R.R. Tolkien, con el que Lewis compartía el interés por la literatura fantástica y los mundos de inspiración medieval. 

La última sesión de Freud confronta la razón frente a la fe a través de un joven idealista y un anciano moribundo. Entre alarmas antiaéreas, el psicoanalista y el profesor de Oxford hablan de lo divino y lo humano, de dos maneras de entender el mundo y de enfrentarse al dolor. Un par de siglos antes, ya habían confrontado estas dos posturas Leibniz y Voltaire a través de sus obras. Leibniz en el Ensayo de Teodicea. Acerca de la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal llegó a la conclusión de que el nuestro era el «mejor de los mundos posibles». Justificaba la existencia del mal y el sufrimiento en un mundo creado por Dios, porque este, en su infinita sabiduría, optó por el mejor de los posibles con unos equilibrios en los que debía tener cabida lo negativo. A esta teoría respondió con sarcasmo Voltaire por medio de la novela satírica Cándido, en la que el personaje del pazguato erudito Dr. Pangloss se ha interpretado como una parodia de Leibniz. En uno de los capítulos, el devastador terremoto de Lisboa de 1755, le llevaba a preguntarse cómo era posible que Dios permitiera tanto horror. 

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