Selva Almada explora la fragilidad del macho
La escritora argentina cierra su ‘trilogía de varones’ con la novela ‘No es un río’, finalista del Premio Booker 2024
De un tiempo a esta parte se ha vuelto habitual que los autores latinoamericanos, sobre todo las autoras, copen las listas de reconocimientos, también por sus traducciones a idiomas como el inglés. Nombres como Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, Claudia Piñeiro, Guadalupe Nettel, Fernanda Melchor, Mónica Ojeda, Ariana Harwicz o la reciente premio Pulitzer Cristina Rivera Garza prueban el gran momento de la literatura hispana. Entre ellas destaca asimismo la argentina Selva Almada (Entre Ríos, 1973), quizá no tan conocida en España. Con su última novela, No es un río (Random House, 2021), ha resultado finalista del prestigioso Premio Booker 2024, que tiene la particularidad, en su categoría internacional, de retribuir tanto al autor como a su traductor.
Leer a Selva Almada es una experiencia de inmersión: su prosa se lee con los ojos, pero se respira con todos los sentidos. Desde que se dio a conocer con el volumen de relatos Una chica de provincia (2007), se ha convertido en una de las autoras más leídas de Argentina con un corpus literario enmarcado en los parajes áridos de su tierra natal, con un estilo de una enorme riqueza expresiva y una naturaleza sensorial que evoca olores, sabores, texturas, ruidos. Incisiva, penetrante y siempre al servicio de la palabra exacta.
La editorial presenta esta novela como el cierre de una «trilogía de varones» que se inició con El viento que arrasa (2012) y continuó con Ladrilleros (2013). Son obras independientes que comparten el perfil protagónico: hombres curtidos, humildes, con el carácter áspero y circunspecto de quienes se han educado en el terruño, en los impulsos primarios y el instinto de supervivencia; pura vida sin maquillaje. Hombres que callan, que se guardan todo para sí; por eso aún tiene más mérito que la autora narre, ponga voz a su forma de estar en el mundo. En sus manos, el silencio, la vergüenza, la fragilidad reprimida del macho, se convierten en un material literario sensible y lleno de matices.
En No es un río, los protagonistas son Eusebio, Enero y el Negro, colegas de fatigas de juventud. Ahora, sin embargo, han pasado los años, Eusebio ya no está y los demás se llevan al hijo del amigo muerto a pescar. Con una narración de fragmentos breves que se mueven en diferentes tiempos con solvencia, como ya hizo en Ladrilleros, la autora va pintando un fresco de la amistad a lo largo del tiempo, de las experiencias iniciáticas (fiestas, mujeres, placeres) a la inevitable llamada del deber, el trabajo, la vida. Tres hombres desencantados, complejos, que parecen haber perdido la fiereza de sus años locos. Cómo gestionó cada uno la transición a la madurez, entre el apego y el alejamiento entre ellos, será la clave para entender la situación del presente.
Miseria y barbarie
Y no están solos: por mucho hincapié que se haga en su retrato masculino, Almada ya demostró en su narrativa breve y en los secundarios de sus novelas que domina por igual la psicología femenina. Porque, por supuesto, las chicas se cruzan en el camino de los protagonistas, son piezas fundamentales en su devenir. Como ellos, son fruto de ese entorno sucio y quieren disfrutar; pero, a diferencia de ellos, tienen otro sentido de la supervivencia, han aprendido lo que la sociedad espera de ellas, conocen su cuerpo, sus fortalezas y sus debilidades. Están, también, las madres, las que sufren en un silencio sin estridencias, otro perfil que Almada plasma con maestría y delicadeza: miedos, sacrificios, resignaciones; mujeres con el olfato práctico de quien no se puede permitir cavilar demasiado. La imagen de una madre sola, en la penumbra, derrotada pero sin lágrimas, que ya se ha quedado seca de tantas decepciones, es una de las evocaciones más crudas y hermosas del lado más cruel de una realidad inflexible.
No es un río comparte con sus predecesoras el ambiente sórdido, embrutecido, en el que la muerte se halla presente de un modo u otro. Almada no se recrea en la violencia, sino que está más bien se respira, atrapa a los personajes, hombres y mujeres, como una tela de araña que arrastran desde el nacimiento. Ahí palpitan Cormac McCarthy, William Faulkner, Flannery O’Connor; porque la miseria, la barbarie y el ardor no entienden de idiomas ni de fronteras. Esta novela en concreto acontece en una isla, lo que potencia más si cabe la sensación de poseer su propio microcosmos, limitado, donde todo se mueve, pero nada cambia, y los personajes parecen condenados a repetir los mismos patrones generación tras generación, sin opción de revertir la dinámica, de salir de ahí, porque ni siquiera se lo plantean. Como el río: «No es un río, es este río. Ha pasado más tiempo con él que con nadie» (p. 76). Eusebio, el amigo muerto, llegó nuevo, les abrió caminos, y ya vemos cómo termina («Hasta en morirse fue el primero. Ese misterio le fue revelado a él antes que a nadie», p. 92).
Todo ello, con un estilo aún más depurado, sutil e insinuante que en su obra previa, con una cadencia en el fraseo (esos puntos y aparte, esos «dijo» tan bien puestos) que hace que la narración fluya con musicalidad, rítmica, vibrante, una sobriedad poética que es marca de la casa y aquí brilla en todo su esplendor. Si Ladrilleros supuso un peldaño más con respecto a El viento que arrasa en la estructura y la experimentación lingüística, No es un río añade otro desafío en forma de mayor pluralidad, con un entramado de acercamientos y tensiones a lo largo del tiempo que arrastra al lector por sus páginas. Una novela de ruinas personales en un paraje enraizado en la naturaleza, pero también fruto de la ensoñación. Almada continúa en ascenso en su trayectoria sólida y coherente; solo cabe esperar cuál será su próximo desafío.