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Cultura

Manuel Vicent y los cuadros de una vida

El escritor condensa sus vivencias en ‘Una historia particular’, libro de estampas que es también una crónica de España

Manuel Vicent y los cuadros de una vida

Manuel Vicent | Europa Press.

Los hechos son sagrados y las opiniones, libres. Esta vieja ley del periodismo moderno, nacida en un momento en el que este oficio, últimamente devastado, parecía ser capaz de enunciar una teoría propia sobre sí mismo, que es lo que hacen las artes que han alcanzado el punto exacto de madurez, no rige en el ámbito sagrado de la memoria. Recordamos lo que queremos, incluso aunque no nos propongamos tal cosa; nos olvidamos (piadosamente) del resto y así vamos destilando el licor de nuestra vida, como quien cultiva vino. Odres nuevos para caldos y alcoholes antiguos. Manuel Vicent (1936), el escritor español que más ha hecho por mantener encendida la llama del saber vivir de los clásicos, ha abordado este ejercicio de selección existencial en Una historia particular (Alfaguara), un libro de estampas y postrimerías que llega a las librerías como una recapitulación de instantes, experiencias y, por extensión, una crónica lateral de la España que discurre desde la posguerra hasta el presente.

No es la primera vez que Vicent se adentra en el sendero del relato autobiográfico: en paralelo a sus colecciones artículos, la parte más conocida de su literatura, y a sus gloriosos retratos de época (El anarquista coronado de adelfas, Aguirre, el Magnífico, El azar de la mujer rubia, Ava en la noche), Vicent ha ido componiendo una serie de novelas –desde Pascua y Naranjas y Contra Paraíso a Tranvía a la Malvarrosa, pasando por el Jardín de Villa Valeria, Son de mar, Verás el cielo abierto o León de ojos verdes– donde ensaya con la fabulación de estirpe biográfica. A través de narradores interpuestos, en estos libros se evocan los años en los que fue arrojado al mundo –en el Levante ibérico, entre un omnímodo sol cenital y la abstracción austera de quienes únicamente poseen su propia sensibilidad como patrimonio–, su etapa universitaria (fue estudiante de leyes y brevemente de filosofía), el final de la infancia y el principio de esa juventud que todos quisiéramos que no se extinguiera nunca.

En Una historia particular retorna a todas estas horas, tamizadas por una vida que se extiende durante casi nueve décadas. Acaso no sería necesario decirlo, porque estas cosas saltan a la vista, pero es obligado tratándose de una evocación de experiencias: con el pie casi en el estribo –«estoy llegando al final», escribe– la percepción del pasado tiene una importancia distinta. Capital. El porvenir se acorta y el pretérito se ensancha. De ahí que la sustancia sensorial que el escritor valenciano recoge en estas hermosas memorias se nos presente como una sucesión de afiches, al modo de una exposición de cuadros imaginados, donde la verdad de las cosas no importa demasiado porque lo sustantivo es la mirada. La perspectiva del lienzo.

Vicent, epicúreo de vocación, no descubre en su recorrido nada sorprendente –a excepción de su discreta confesión sobre el pasajero demonio de la ludopatía– ni se recrea, al contrario que otros escritores de su misma generación, en jalonar las épocas de su vida situando en la cima de cada cordillera una bandera. Su relato, sucesivo y fragmentario, ágil y desnudo, es como un álbum de fogonazos y sentidos, que es lo que a uno le queda después de las calamidades y las alegrías: una colección de atmósferas. La exactitud de las estampas, su condición testimonial, pasa, pues, a un segundo plano para dejar todo el espacio al estilo. Vicent, por decirlo del mismo modo que César González-Ruano, se confiesa no tanto a medias, sino desde adentro.

Cronista elegante

Lo hace a través de imágenes cargadas de sensibilidad –el niño del tiovivo en una feria de pueblo, el pequeño lector de tebeos y novelas de aventuras, el melómano sentimental, el ateo panteísta, el monaguillo que amaba a los perros, el miliciano sin entusiasmo, el cineasta frustrado, el progre de provincias que emigra (¡para triunfar!) al Madrid gris y fuera de escala del tardofranquismo, el cronista elegante de la Santa Transición– que humanizan los azares de la Fortuna, tornándolos inefables. Para ser considerado un escritor barroco, sedimentado, un poeta que escribe en prosa, Vicent muestra una honda admiración por el escéptico Baroja, el quietista Azorín y el rotundo Ortega y Gasset, gran pensador de las selectas minorías; también están su afición por los coches o sus comienzos como articulista, primero en las revistas de humor –La Codorniz, Por favor, Hermano Lobo–, después en el diario Madrid –volado desde sus mismos cimientos por el franquismo– y, al final, en El País, donde se instalaría, igual que Camba en el Palace, como inquilino de larga estancia. Hasta el presente.

«Con el tiempo todo desaparece, olvidamos el rostro, olvidamos la voz de aquella a la que amábamos y buscábamos bajo la lluvia». En estas memorias de Vicent hay nostalgia, aunque no exactamente melancolía. Al contrario que sus coetáneos, muchos de los cuales se traicionaron a sí mismos –es magistral su caracterización de los socialdemócratas hirsutos, amantes de la tortilla de patatas antes de convertirse en gourmets neoliberales–, o a escritores como Umbral, encerrados en su drama particular, la vida que resucita el escritor valenciano está surcada por una felicidad razonable, no tanto absoluta, sino más bien tácita. Con todas sus luces y todas sus sombras, entre ellas la rutina marital y la certeza de los propios límites.

Vicent ha vivido los mismos hechos históricos que la mayoría de su generación, desde la ilusión (política) al desencanto (existencial), pasando por el colorista y huero diorama de la Movida, pero conjura los fantasmas de todos estos años en el telar de su prosa, que se recrea con los viajes y el gozo de las altas noches en el pub Santa Bárbara o en el Bocaccio, con un cóctel en la mano, la revista Triunfo abierta por el editorial de Eduardo Haro Tecglen y un libro de Pavese en la otra: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Cuando ocurra –es inevitable– Vicent se reencontrará con el niño que lleva su mismo nombre. Y el círculo del tiempo, hermoso y perfecto, se habrá cerrado para siempre. Las mejores obras de arte también tienen un final. Eso es lo que las convierte en historias memorables.

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