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Balada de las chicas tristes

En sus descarnadas memorias, Françoise Hardy decidió revelar, más por terapia que por venganza, muchos momentos duros de su biografía

Balada de las chicas tristes

La cantante Françoise Hardy | Archivo

“Mi pasado se esfuma y hago sitio al silencio”. Con estos versos termina el poema Notre vie, incluido en el libro Derniers poèmes d’amour (1963) de Paul Éluard. Y con estos mismo versos quiso despedir, hace unos días, el fotógrafo Jean-Marie Périer a la que fuera su novia y su musa en los años 60, Françoise Hardy, fallecida el pasado 11 de junio a los 80 años tras una larga enfermedad.

Mientras que Lennon, Jagger o Dylan soñaban con seducir a esta jovencita pizpireta que se había convertido en leyenda tras interpretar Tous les garçons et les filles (1962) en la televisión francesa la noche en que Georges Pompidou ganó las elecciones legislativas, el que fuera ayudante de Daniel Filipacchi y fundador de la revista musical Salut les copains! mantenía una relación sentimental con ella, al tiempo que la enseñaba a posar para el papel cuché.  

“Françoise odiaba que la fotografiaran y no era consciente de su belleza. Nunca he visto una persona más atractiva”, recordaba el fotógrafo en una entrevista de 2013. Ambos tenían en común un pasado familiar que les atormentaba: él, hijo ilegítimo del cantante Henri Salvador y de la actriz Jacqueline Porel, no conoció a su verdadero progenitor hasta la edad adulta; ella, hija de madre soltera y con un padre que le asustaba cada noche que se presentaba sin avisar pateando violentamente la puerta y sin lograr entrar.

Lo relataba sin adornos la propia Françoise en sus descarnadas memorias Le désespoir des singes et autres bagatelles (2008), en las que decidió revelar –más por terapia que por venganza– muchos momentos duros de su biografía: desde la esquizofrenia y las tendencias suicidas de su hermana Michèle hasta sus complicadas relaciones afectivas con un compañero y después marido (el dandi calavera Jaques Dutronc) que la engañó durante lustros y llegó a tildarla de frígida. Y luego alguien se preguntará por qué esta chica cantaba canciones tan tristes…

“Para Françoise Hardy / en la orilla del Sena / una sombra gigante de Notre-Dame / trata de agarrarme el pie / estudiantes de la Sorbona

pasan en delgadas bicicletas”, escribió Bob Dylan en su Poem Nº2 incluido en el libreto de Another Side of Bob Dylan (1964). Nuestra protagonista tenía ya bastantes éxitos en su haber (Le premier bonheur du jour, Je n’attends plus personne, Mon amie la rose, Ce petit coeur, La maison oú j’ai grandi, Peut-être que je t’aime…), todos en clave de pop taciturno o afligido, pero el autor de Blowin’ in the Wind se había fijado en ella al verla en Paris-Match fotografiada por Périer y vestida con un insinuante traje de láminas de acero firmado por Paco Rabanne. En mayo de 1966, entusiasmado por conocerla, aceptó actuar en la Sala Olympia, pero aquel encuentro fue algo soso, con los dos mirándose de soslayo y casi sin hablar. Así que el cantautor terminó yendo a quemar la noche parisina en el descapotable de Johnny Hallyday. 

En cuanto a Périer, su melancólica novia le daría boleto poco tiempo después, tras quedar prendada de Jacques Dutronc, atractivo director artístico de la compañía discográfica Vogue, donde la chica grababa, y que había escrito para ella el hit Le temps de l’amour. Para despedirse del fotógrafo, Françoise compuso Comment te dire adieu? (1968), un medio tiempo lánguido donde se interrogaba sobre el mejor modo de cortar con su novio. 

El origen de dicho tema era un standard de los estadounidenses Arnold Goland y Jack Gold, titulado It Hurts to Say Goodbye, que le había gustado por pegadizo. En plena separación y sin ganar de hacer la traducción de la letra, su agente Lionel Roc le propuso encargársela a Serge Gainsbourg, letrista y compositor ascendente que por aquel entonces vivía un romance con Brigitte Bardot. En el mismo lote, Gainsbarre le ofreció una canción inédita, L’Anamour, que ella incluiría igualmente en aquel noveno álbum de estudio, considerado como uno de los mayores hitos de su carrera.

Todo el disco parecía un canto al desamor, con una track-list integrada por versiones de Phil Ochs, Tom Jobim, Ricky Nelson (Lonesome Town), Leonard Cohen (Suzanne), algún corte de su propia autoría y una revisión del Il n’y a pas d’amour heureux, legendario poema de Louis Aragon, musicado en 1953 por el gran Georges Brassens. Sin embargo, Françoise parecía haber encontrado su media naranja en el citado Jacques Dutronc, el cual se acostó con ella la primera vez para ganar una apuesta y siguió ejerciendo de novio esquivo, siempre dispuesto a cambiarla por una noche de parranda con sus colegas.

¡Pobre Françoise! En sus vaivenes amorosos tuvo la mejor inspiración para ese repertorio inmortal, formado por medios tiempos afligidos y baladas nostálgicas alusivas a la niñez, que terminaría convirtiéndose en la banda sonora sentimental de aquella Francia que vivía una época de bonanza bajo el mandato del General De Gaulle.  

Como punta de lanza de aquella generación de cantantes francesas (France Gall, Sylvie Vartan…) que cultivaban un sex-appeal frágil e inocente, tuvo a sus pies al todo París, ejerciendo de modelo para couturiers legendarios como André Courrèges, Yves Saint Laurent o el citado Rabanne, e incluso actuando en películas de Roger Vadim, Clive Donner, Jean-Luc Godard o John Frankenheimer. Pero lo suyo no eran las fiestas mundanas, sino todas esas canciones que parecen escritas en la soledad de una casa vacía mientras fuera anochece y cae la lluvia.

Aquella fórmula genuina de estrofas híper-sensibles y vocalización casi llorosa terminaría influyendo artísticamente a muchas cantautoras lánguidas de décadas posteriores. Un atractivo (y lucrativo) sub-género, descrito recientemente por Lucy Morgan en la edición británica de la revista Glamour, como el de las chicas tristes.

“Igual que hay películas para llorar existen, obviamente, canciones que te apetece escuchar en los peores momentos. La playlist de la chica triste pone banda sonora a sus rupturas, a sus discusiones familiares, a sus crisis existenciales, a sus arrebatos de nostalgia o de soledad y, muchas veces, más de las que le gustaría, a las tardes de domingo”, explica Morgan. “Esa lista de reproducción empieza con el disco de Joni Mitchell con el que el personaje de Emma Thompson se retira a su habitación a derrumbarse en Love Actually y acaba con el reconocimiento de todas las artistas especialistas en el género que triunfaron en los premios Grammy 2024. Corren buenos tiempos para la lírica”, prosigue dicho artículo.

Sin necesidad de remontarnos a pioneras como Billie Holiday, Abbey Lincoln, Sheila Jordan, June Christy, Anne Phillips, Shiley Bassey o Helen Merrill, las sad girls más brillantes de la historia del pop se inspiran sin duda en la imagen de Audrey Hepburn cantando Moon River en el filme Desayuno con Diamantes (1961), sin olvidar a profesionales de la congoja retro como Julie London (Cry Me a River, 1955), Brenda Lee (I’m Sorry, 1960), Patsy Cline (I Love You So Much It Hurts, 1961), Marianne Faithfull (As Tears Goes By, 1964), Peggy Lee (Me and My Shadow, 1969) o a féminas cantando en otros idiomas como la brasileña Astrid Gilberto o la italiana Ornella Vanoni. Pero, por encima de todas, se hallan los 30 álbumes de estudio que grabó entre 1962 y 2018 François Hardy, la chica triste y vulnerable por excelencia.

Los fanáticos de la era yeyé destacan siempre sus grabaciones de los 60 para el sello Vogue como su época dorada –y no les falta razón–, pero a mí me gusta reivindicar también obras de madurez como La question (1971) y Message personnel (1973) o discos más crepusculares como Le Danger (1996), Parenthèses (2006) o La pluie Sans Parapluis (2010). En todas ellas se perciben amargura sin autocompasión, añoranza sin pena, quizá por el hecho de saberse una leyenda en vida, copiada durante el siglo XXI por ingentes francesitas de voz quebradiza (Berry, Clarika, Elsa Kopf, Keren Ann, Coralie Clément, Mélanie Pain, Suzanne Lindon), reivindicada por Blur o Air –que la llamaron para grabar con ellos– y hasta por nuestro adorado Wes Anderson en una escena inolvidable de Moonrise Kingdom (2012).  

Ahora que Françoise se ha nos ha ido, a los admiradores del modelo chica triste siempre nos quedarán las discografías completas –en inglés, eso sí– de Nico, Joni Mitchell, Rickie Lee Jones, Patti Smith, Tracy Chapman, Lucinda Williams, Aimee Mann, Tori Amos, P. J. Harvey, Fiona Apple, Cat Power y, por supuesto, Lana del Rey, a quien las nuevas hornadas de oyentes devotos de la sad girl music idolatran por encima de cualquiera. 

“Creo que muchas artistas femeninas no estarían donde están y no tendrían la inspiración que tienen si no fuera por el trabajo que ella ha hecho”, ha dicho de ella la mismísima Taylor Swift, una sad girl en toda regla, salvada por el mainstream y los estadios. “Soy una chica triste / soy una chica triste / soy una chica triste”, cantaba la susodicha en el tema confesional Sad Girl, incluido en su álbum imprescindible Ultraviolence (2014). Y, tras sus pasos, los oyentes curiosos pueden explorar las plataformas de streaming habitual buscando las píldoras agridulces que fabrican nuevas estrellas anglosajonas como Mitski, Lucy Dacus o Phoebe Bridgers, que parecen destinadas a aportar sus estribillos malheridos a la próxima producción cinematográfica de Sofia Coppola.

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