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Jenny Erpenbeck disecciona el trauma de la Alemania dividida

La escritora alemana narra en ‘Kairós’, premio Booker 2024, una historia de amor en el contexto del fin de la RDA

Jenny Erpenbeck disecciona el trauma de la Alemania dividida

Jenny Erpenbeck. | Wikipedia

La relación entre un escritor maduro con una joven de 19 años en el marco de las últimas décadas de la RDA y la caída del Muro, le ha valido el Premio Man Booker Internacional 2024 a Jenny Erpenbeck (Berlín Este, 1967). La autora, que debutó en 1990 y se ha dedicado a la dirección escénica de ópera, se sirve de las vivencias de los personajes para proyectar un fresco de amplio alcance que ahonda en las tensiones contemporáneas y el pasado reciente. Si en Yo voy, tú vas, él va (2015) se centraba en la crisis de refugiados, en Kairós (2021; Anagrama, 2023, trad. Neila García Salgado) retrocede al siglo XX para adentrarse en el trauma de la Alemania dividida y la inseguridad ciudadana ante la unificación.

La narración parte del presente, cuando la relación ya concluyó y ella recibe la noticia de la muerte de él, lo que la empuja a recordar, a abrir las «cajas» de recuerdos. Él se llama Hans, está casado y tiene un hijo adolescente; es un hombre con más pasado que futuro. Ella, Katharina, trabaja en una editorial y está libre de ataduras; le espera una larga vida por delante. Corre el año 1986 cuando se conocen en Berlín Este. Hans no esconde su matrimonio ni sus otras amantes, tampoco hace promesas; Katharina se adapta a la clandestinidad, a la naturaleza esporádica de los encuentros, no le pide nada («Nos dan solo una parte de su vida, pero para nosotros lo son todo», p. 117). Adoptan por instinto los roles de mentor y alumna: él le habla de historia, de arte, alimenta su curiosidad porque sabe que, fuera del lecho, la sabiduría es lo único que puede ofrecerle («Mientras tenga preguntas para mí, su amor habrá de durar», p. 103).

Su pasión se nutre de la dependencia mutua: él sacia su sed de conocimiento, toma la iniciativa en lo íntimo y en lo intelectual; ella se deja llevar, disfruta el momento. Hay atracción, química, entendimiento; pero si la relación funciona es por el estímulo de lo prohibido, el deseo incrementado por la postergación de las citas, la consumación en pequeños sorbos, sin que la rutina lo empañe. Hans ejerce con Katharina el papel dominante del que carece en el hogar, donde es su esposa quien controla la economía para que él pueda dedicarse a escribir (se agradece que su cónyuge sea una mujer inteligente y con recursos, no la enésima ama de casa atrapada en la asfixia doméstica). Esa autoridad, sin embargo, es frágil, porque Katharina, si quisiera, podría destruirlo con solo abrir la boca. Bajo su apariencia dócil, posee un poder del que él es muy consciente; sus roles podrían revertirse en cualquier momento.

Katharina amplía horizontes con Hans, pero también con otras fuentes. La novela, que se vertebra en torno a los encuentros y los periodos de separación, es más interesante en los tramos de ella: mientras él permanece anclado a la rutina, Katharina sale al mundo, viaja con una amiga y cruza el Muro para visitar a una abuela que con la división se convirtió, de pronto y sin quererlo, en ciudadana del Oeste, lejos de su madre y de la existencia que había conocido hasta entonces. Los días en la RFA, explorando ese otro lado que solo conocía por la pantalla, serán un viaje iniciático. Todo viaje nos cambia, pero este, además, interroga el pasado, la lleva a preguntarse de dónde viene.

A través de la mirada de Katharina –una mirada que se deja deslumbrar, pero también detecta fisuras–, el lector descubre la sociedad capitalista con la extrañeza de un recién llegado: la uniformidad del espacio, la ausencia de naturaleza silvestre, las casas recién pintadas, la profusión de marcas que solo conocía por las películas («Mirar en una nevera de esas es como ir al cine», p. 89), los estragos de la droga, la importancia del correo («¿Habría habido también incontables cartas de no ser por el Muro? ¿Guardaba relación esa escritura con lo repentino de esa separación?», p. 82). El hallazgo de un sex-shop será perturbador, un elemento inédito en su educación sexual («De una sola vez ve todo cuanto ha visto nunca un ser humano», p. 90) no exento de crítica: «Cuando aquí satisfacer los deseos no es más que una cuestión de dinero, ¿se transforma entonces cada deseo en el deseo de tener dinero?» (p. 91).

Caída del Muro

Frente a la novedad, la normalidad de lo cotidiano, una vecina con bata arrancando hierbajos, como cualquier coetánea del Este; el ser humano se asemeja en lo esencial. Lo mismo ocurre con la guerra: Katharina, que no la vivió, observa sus fracturas, tanto materiales (el empaste de la catedral de Colonia) como personales. En el Este había visitado los antiguos campos de concentración, una excursión para escolares y familias, pero por primera vez se pregunta por sus antepasados. Crecer conlleva asumir la culpa, la vergüenza que arrastra el sentimiento colectivo del país. Se da cuenta de que podría haber sido otra, se inquieta ante la seducción y el miedo que le genera la cultura de mercado. Todo cambio asusta. Pero ya ha cambiado.

Y más que cambiará, porque, crónica de un derrumbe anunciado, con la caída del Muro se desmorona la RDA y la vida de quienes han echado raíces en ella. No lo vivirán igual los amantes: lo que para los jóvenes supone una oportunidad, para los mayores, incluido Hans, es un epílogo. Ni siquiera para las nuevas generaciones es sencillo; sus recuerdos felices de la infancia están asociados al Este. Erpenbeck cuestiona el relato triunfalista de Occidente, que obvia la confusión que sembró en los ciudadanos que solo conocían la vida bajo el paraguas, opaco pero protector, del comunismo. El sistema tuvo paradojas: pese al control férreo del régimen, este propulsó un florecimiento cultural; más tarde, quienes sobresalieron en aquella etapa, como Hans en la ficción, se vieron marginados. También se promovió la emancipación de las mujeres; chicas como Katharina ya no tenían que elegir entre trabajo o familia.

Kairós, de origen griego, se refiere al tiempo en el que acontece algo trascendental. El paralelismo entre los hechos históricos y la aventura amorosa de los protagonistas pone de relieve cómo las circunstancias sociopolíticas inciden en la forja del individuo y el curso de sus relaciones. Ahí está el núcleo, en esa conciencia de que lo personal es político, ninguna acción individual resulta independiente del contexto. Lo que en otras manos podría haber sido un romance manido, para Erpenbeck es un pretexto para ahondar en el concepto de frontera: el Muro con mayúsculas de Berlín, pero también el muro como barrera del amor prohibido, como el televisor desde el que asomarse al otro lado, como marcas de fabricación en serie y cortinas de sex-shop que encubren la identidad y camuflan las diferencias. Con ojo clínico de antropóloga, disecciona las fases del amor como un forense un corazón humano. Incisiva, con abundantes referencias artísticas y un armazón sofisticado, Kairós nos recuerda que «Solo tras una destrucción a conciencia puede llegar una resurrección» (p. 309), pero no todo resucita, ni el mundo ni aquello que fuimos.

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