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Cultura

Una casa propia: el nuevo libro de Florencia del Campo

Este libro sobre testimonial sobre la búsqueda de un lugar donde vivir es un largo viaje con final sereno, una odisea que acaba en calma

Una casa propia: el nuevo libro de Florencia del Campo

Imagen del libro. | Cedida

En su momento (es decir, en 2019), leí la premiada novela La versión extranjera, que me gustó poco, y después he recorrido los poemarios titulados Las casas se caen en verano (2022) y, muy recientemente, El hombre del padre (2024), que no me han gustado mucho. Y, sin embargo, esa escasa convicción mía ante esos tres títulos no apartó a su autora, Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982), de mis futuras intenciones lectoras, ya que había en todos ellos algo bien intuido aunque no bien tratado, un estimulante mundo propio que no tardaría, pensaba yo, en producir algún libro sobresaliente.

Ese libro acaba de ser publicado por Candaya, se titula Que tenga una casa, y recoge temas, obsesiones y hasta posiblemente traumas que han ido apareciendo en novelas, poemas y artículos de Del Campo y que se adivinaban ya en los títulos citados (y también en los de aquellos que no he leído: La huésped, Madre mía, Las hijas ajenas…): la extranjería y por extensión la pertenencia, la filiación y en general la familia, o, muy especialmente, la domesticidad sin domesticación, el afán de que la propia identidad y una amplia libertad necesaria se vean protegidas (de una forma más simbólica que real) por una casa propia, la ilusión (en los dos sentidos) de poseer un espacio de seguridad, el poder dejar de dar tumbos o el emprender por fin, valga el oxímoron, un proceso de estabilidad. 

Aunque a ratos flirtea a conciencia con la ficción e introduce párrafos en tercera persona, el libro, necesariamente, está escrito en primera, con una implicación y una intimidad muy hondas. Como acaba de hacer la también argentina Sofía Balbuena en el también excelente Borracha menor, aquí Florencia del Campo se expone, se arriesga, se entrega al texto (que no a los lectores), se cuenta y hasta se exhibe para comprenderse. Y a partir de la dolorosa certeza de que «Mi casa de la infancia no tenía la capacidad de convertirse en algo que refugiara», despliega una buena crónica personal e incluso confidencial de sus movimientos en busca de la famosa «zona de confort», entendida esta no como territorio de crecimiento y expansión, sino como lugar de cierto recogimiento y descanso, no como sitio intuitivo en el que sentirse cómoda y saberse a salvo sino de un modo literal y físico, como un recinto simple resguardado por un techo elemental.

Esta de la vivienda es una justificable obsesión generacional, pero Del Campo apenas tira por lo social o lo político e insiste en que su búsqueda es privada, algo suyo que resolver y que está plenamente relacionado con la construcción del resto de aspectos de su vida. Pero lo explica muy bien (y de un modo que muchos suscribiríamos): «yo solo quería una casa. Una casa no tanto para estar siempre en ella, pero que mis cosas sí estén allí. Un lugar adonde volver mucho más que un lugar donde estar. Un lugar simbólico que ordene el desorden, que sane algo, que compense. […] Porque me crie huyendo y de eso no se huye, excepto que se pueda empezar a pensar en la posibilidad no tanto de fuga sin retorno como de retorno sin fuga». 

Pero, claro, el tema de la casa está relacionado con el asunto del dinero, y el del dinero con el del trabajo. Y, por otro lado, no se puede afrontar la toma de decisiones respecto a dónde vivir (sobre todo si se plantea como destino definitivo) sin decidir antes cómo hacerlo, y con quién, y si se desea o no la convivencia. En el caso de este libro, el dinero procede de una herencia que a su vez es resultado de la venta de la casa familiar tras la muerte de la madre, con todas las posibilidades narrativas que eso despierta. Y además la narradora es alguien que decidió emigrar, y además eligió irse a Madrid, con todas las peculiaridades habitacionales que eso trae…

Pero insisto en que lo crematístico o lo municipal pesan en esta, digamos, novela, mucho menos que lo íntimo. Aquí lo que se arrastra dentro condiciona mucho más que las circunstancias de fuera, por tiránicas, injustas y frustrantes que puedan ser. Y, por otra parte, es un libro abierto a la sorpresa, a lo imprevisto, tanto en lo laboral como en lo sentimental como en lo metaliterario. Los pequeños apuntes eróticos o directamente sexuales tienen muchísima fuerza, y también los pasajes en los que la narradora reflexiona sobre la escritora que quiere ser, y sobre dónde poder llegar a convertirse en ella, dónde lograr reafirmar aquello que se siente como más propio, de modo que al final la búsqueda de casa (o, después, cuando se encuentra, las reformas acometidas) se plantea también como un proyecto literario. 

Sea como sea, en esta aventura en busca de una llave a la que aferrarse se dedican más páginas al rastreo que al hallazgo, más a las dudas que a las reformas, aunque constantemente, atravesando las páginas, sobrevuela cierta «filosofía del hogar», meditaciones desabrigadas sobre aquello a lo que se desea acceder, sobre aquello que con tanta desazón se necesita por fin merecer. En cierto sentido, Que tenga una casa es una odisea que anhela ser una Ilíada, un libro en transición y a la intemperie que aspira a convertirse en un conflicto en un espacio determinado, cerrado, concreto. Hay en él más geografía que bricolaje, pero la sensación final (tanto para la narradora como para el lector) es la de haber llegado.

Sucede además que por allí aparece recorrido, o al menos mencionado, el barrio madrileño de Legazpi, donde la narradora vivió (y donde estoy ahora escribiendo esta página), y también salen inesperadamente nombrados Dionisio Ridruejo y Rafael Sánchez Mazas. Confiando en que no suene demasiado mal, todo lo que implique a la literatura falangista me atrae irremediablemente: dediqué mi tesis doctoral a las letras de color azul mahón, y aunque lo cierto es que las referencias a otros escritores no acaban de explicarse bien ni a funcionar en Que tenga una casa (sí las citas encartadas sobre casas, pero no las pequeñas digresiones extemporáneas sobre Dalí, Pla o Cercas), que se mencione a señores como aquellos, vengan o no a cuento, hace que se multiplique automáticamente mi curiosidad y mi interés, y que yo mismo sienta que estoy volviendo a casa.

Lo cierto es que buscar palabras relacionadas con «las casas en la literatura» es como buscar sal en el mar, agujas en un pajar en el que todo sean agujas, pero no están de más, ya que Florencia del Campo no abusa de las comillas, apenas se trata de un puñado de excursiones a otras obras con las que saltea la suya. Más extraño es lo de Ridruejo y compañía, que, aparte de alguna casualidad relativa, no especialmente sorprendente ni desde luego epifánica, chirrían un tanto en este libro, como lo haría un caramelo en una paella. 

Al margen de eso (y de algunas erratas, no muchas, pero muy feas: «Se plantaron en la cuidad de Ávila»: p. 44; «sin embrago»: p. 51; «No se pude hacer una obra de construcción con escombros»: p. 81; «la que ya va siendo mi casa, la que puede que tanga»: p. 145…), Que tenga una casa es un libro muy conseguido, un largo viaje con un final más o menos apacible, si no feliz. Aquí, siquiera provisionalmente, se resuelve una carencia que ha estado activa durante años, y queda cosida una herida antigua, no sabemos si para siempre en lo que respecta a la autora, pero sí en lo que se refiere al pequeño mundo, recién pintado, que en este libro se crea.

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Que tenga una casa
Candaya
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