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Cultura

César Aira: un pasado al que pertenecer

«La literatura no se desarrolla tanto a lo largo como hacia lo hondo o hacia lo alto»

César Aira: un pasado al que pertenecer

César Aira: En El Pensamiento. | Cedida.

Hace mucho que se perdió la cuenta del número exacto de libros que ha publicado César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949), entre otras cosas porque no pocos de ellos han aparecido en sitios deliberadamente imposibles, pero esa abundancia y esa confusión son naturales en un proyecto literario que las contendría aunque estuviese formado por apenas tres o cuatro títulos. La literatura no se desarrolla tanto a lo largo como hacia lo hondo o hacia lo alto, y, por cronológico que obviamente tenga que ser, es un proceso más vertical que horizontal. 

Quiero decir que la obra de Aira no es sólo fecunda sino que cada uno de los libros, de apariencia y vocación ligera muchas veces, están como apretados, comprimen un montón de información, felicidad y talento, aparte de un humor singularísimo volcado en historias disparatadas que son reales o en historias muy cotidianas que pueden llegar a resultar delirantes. La que se publica ahora en España, En El Pensamiento, estaría próxima a esta última categoría, y si estuviésemos hablando de otro escritor podríamos referirnos a un libro memorialístico, pero tratándose de Aira hay que andarse con una cautela que siempre es muy divertida

Ya habíamos leído libros suyos más o menos «confesionales» o de balance personal (como el extraordinario Cumpleaños, uno de los que yo prefiero) u otros que, como este de hoy, dan cuenta de un pequeño fragmento de tiempo vivido por Aira tiempo atrás. De hecho,  ya nos había hablado de su niñez, pero nunca se había remontado tanto como aquí, pues ahora habla de ese año en el que él tenía sólo siete y vivían todavía en El Pensamiento, un mínimo pueblo construido en torno a una estación de ese ferrocarril inaugural que, eterno como un fantasma, algo tuvo que ver con algo así como una segunda fundación de Argentina, una articulación del espacio que fue decisiva no ya para conocer sino simplemente para concebir los confines del país. Aira habla en realidad de la década de los 50 del siglo XX, pero lo hace con un tono sonrientemente mítico y claramente anacrónico, como si hablase de los años de los pioneros, de los primeros raíles, de las imponentes locomotoras «de hierro y fuego»…,  sobre los que en todo caso también da información. 

Eso sí: en Aira esas categorías de «confesional», o las «memoir», así como los géneros (que también ha practicado) de la «novela histórica», la «biografía», la «parodia», el «roman à clef» o incluso la «traducción», son etiquetas que conviene estudiar con recursos distintos a los que aplicamos a obras afines o semejantes firmadas por otros nombres. Si la literatura funciona demasiadas veces por asimilación, cuando no por mímesis, la obra de Aira es un sistema literario en sí misma y, una vez más, no sólo por su extensión sino por su propia naturaleza, tan distinta, tan certera, tantas veces tan genial.

En Aira se puede pasar de lo ligerísimo y «costumbrista» a lo complejo y trascendental en el mismo sintagma, por breve que sea, y casi sin que uno se dé cuenta. Sus libros, y también éste, están llenos de apuntes, detalles, notas y pequeñas digresiones que lo convierten en alguien único, fácil y difícil a la vez, reconocible y a la vez estrafalario. De un detalle diminuto puede hacer una novela, en la cual un acontecimiento crucial para todos puede no merecer más de media línea de alusión. Él dice en esta nueva novela que «a veces se atesora lo inservible, y se ha perdido lo que se buscaba», pero no es sólo eso. Aira sobre-atribuye al azar lo que casi siempre depende directamente de su voluntad. A veces se deja llevar, de acuerdo, pero eso es también una decisión narrativa. Y no hace falta explicar que, si siempre hay que desconfiar de los recuerdos de los escritores, en Aira se multiplica la posibilidad de que todo sea una ficción, no algo que se reconstruye o se idealiza sino algo que se inventa por completo, una mínima trama urdida sobre un telón más o menos verdadero.

En El Pensamiento es un libro muy hermoso y muy bueno. La evocación de los padres, los apuntes del paisaje o de la inmovilidad («La luz cambió, sin dejar de ser la misma. Se oyó un silbo solitario. Siempre producía cierta inquietud dar por terminado un día, nadie garantizaba que pudiera haber otro»…), la aparición del romántico y lánguido preceptor que trajeron al pueblo para educarle (y el consiguiente abandono de la escuela y de la maestra), los constantes y boyantes negocios paternos y su complicada gestión, la ampliación de las propiedades, la prolongación aparentemente infinita del campo o la identidad de una pequeña población que sólo existe como enclave en el que para el ferrocarril («El tren propiamente dicho, el convoy de vagones tirado por una locomotora, no estaba casi nunca, a pesar de lo cual era la razón de ser de todo lo que sí estaba»)… Todo conspira para completar una delicia impecable, casi nada pero a la vez mucho.

Y sin ser en absoluto un libro de humor (aunque lo asuma casi como un secreto, de tan tácito), mientras iba leyendo mis hijos, o Carmen, me preguntaban todo el rato «¿de qué te ríes?». No era yo consciente de hasta qué punto siempre leo a Aira con una sonrisa continua, hecha de complicidad y de placer, pero no me extraña en absoluto.

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