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La poesía en voz baja de Juan Malpartida

‘Esta piedra es tu lengua’, lo último del poeta, es un libro bueno, exigente, ambicioso, grave, meditativo y sustancial

La poesía en voz baja de Juan Malpartida

Juan Malpartida. | Wikimedia Commons

Aquí, en este cine, me reencontré con Jiri Menzel, el director de Trenes rigurosamente vigilados, al que había conocido veinte años antes en un jardín de Praga. De hecho Menzel tiene en parte la culpa de que yo sea periodista, pues el primer trabajo que me dieron como becario en El Correo Catalán –me lo encargó Marcos Ordóñez, luego novelista y gran crítico teatral- fue ir a la Filmoteca de Barcelona, ver la película de un director checoslovaco del que nada se sabía, titulada Tijeretazos, y luego volver a la redacción y escribir una crítica.

Ahora bien, el caso es que Tijeretazos, inspirada en una novela de Bohumil Hrabal que cuenta la vida de su madre y su padrastro, me deslumbró, sobre todo porque a su madre la encarnaba una joven muy atractiva con una larga melena rubia –que se corta simbólicamente cuando se casa: de ahí lo de los Tijeretazos; el título original, Postřižiny, traducido con más precisión, sería «La tonsura»—que participaba alegremente en la matanza del cerdo empapándose las manos de sangre, bebía grandes jarras de cerveza e iba en bicicleta, riéndose de la admiración que provocaba a su paso.

Pensé que eso de ir al cine y luego contarlo por escrito era un trabajo espléndido. Y así caí en una trampa para osos de la que no he salido.

Años después volví a ver Tijeretazos y ni me gustó la película ni me gustó la rubia. Así son las cosas: el tiempo pasa, la gente cambia. Otras películas de Menzel tampoco me han gustado demasiado, pero al fin y al cabo es el autor de Trenes rigurosamente vigilados (también sobre una novela de Hrabal), que es magistral. Creo que le dieron el Oscar. Y como le dijo Orson Wells a Peter Bogdanovich, cuando éste le hizo observar que era raro que Orson fuese tan fan de Greta Garbo, pues al fin y al cabo la actriz sueca sólo había participado en dos o tres películas buenas de verdad: «You only need one». Con una es más que suficiente.

Recuerdo muy bien las cosas, a mi parecer valiosas, que me dijo Menzel en esas dos conversaciones, la primera en el jardín, la segunda, veinte años después, en el vestíbulo de la Filmoteca de Madrid, en la calle Santa Isabel; en otra ocasión quizá las cuente. El caso es que se proyectaba un ciclo de sus películas, rematado con la suntuosa producción de Yo, que serví al rey de Inglaterra. Cuando se volvieron a encender las luces, Menzel le dio al público un consejo muy raro, impropio de un artista, que son seres por lo general algo ególatras y vanidosos, defectos sin los que es muy difícil (aunque no imposible) hacer, en arte, nada que valga la pena: «Me alegra ver la sala llena, pero yo les recomendaría que no vieran mis películas, pierden el tiempo, harían mejor quedándose en casa a leer las novelas de Hrabal, en las que están basadas, y de las que sólo puedo meter en las películas una décima parte. ¡Se pierden ustedes un noventa por ciento!»

La calle Santa Isabel

Cierto que Menzel lo dijo en tono festivo y que se había tomado unas copas, pero aún así… Sólo a la pintora francesa Hélène Delprat le he oído decir algo tan autodeprecativo: «En mi estudio sólo tengo la obra que en ese momento estoy pintando. Las demás, las guardo escondidas, porque no me gusta mi pintura».

Desde que Menzel se murió, pasar por delante del cine de la calle Santa Isabel me baja el ánimo.

Aquí, a este restaurante de la misma calle, me llevó a comer cuscús Arturo Pina, al que también conocí en Praga, y al que debo muy buenos ratos. Era lo que se suele llamar «un solterón». Entonces me invitaba a su piso de la calle Štěpánská. Fuera hacía frío, pero en el piso la calefacción estaba a tope, y Arturo, que era el agregado comercial de España, consideraba indecoroso, impropio de su cargo, aflojarse la corbata o desabotonarse el chaleco ni mucho menos quitarse la chaqueta. Desde luego estaba elegantísimo, impecable en su tres piezas, pero el tremendo calor le ponía la cabeza purpúrea.

Cuando me vine a Madrid reanudamos la conversación, ahora en su piso de la calle Don Pedro, abarrotado de libros. Era un hombre culto, con la salud quebrada. Poco después de aquel cuscús en la calle Santa Isabel, la pandemia le arrebató.

Y aquí, en este portal de Santa Isabel, tercer piso, vivía Juan Malpartida, con el que tanto me gustaba conversar sobre literatura, pero ya no vive allí, se jubiló, después de dirigir durante muchos años los Cuadernos Iberoamericanos, y se ha ido a vivir a El Escorial. A veces me olvido de esto y al pasar por delante de su antigua casa pienso: «Voy a llamar al timbre de Juan… ¡ah, no!».

La calle de santa Isabel, tan animada con su mercado y sus bares y restaurantes, para mí es un baldío, un solar. Cuando voy al Reina Sofía, ahora elijo bajar por Atocha, aunque sea más ruidosa.

Por suerte, Malpartida escribe como un maniaco, en los últimos años alguna novela, dietarios, poesía y tres ensayos muy inteligentes y originales: Antonio Machado: vida y pensamiento de un poeta, Octavio Paz, un camino de convergencias y Mi vecino Montaigne.

Machado, Paz, Montaigne

Cuando leí estos ensayos los comentamos juntos y anoté en mi dietario algo de lo que me dijo sobre ellos. De Machado:

«Bueno, este librito lo he escrito para entenderlo mejor, y como profundo agradecimiento. Porque con él aprendí a leer poesía, y luego me he pasado la vida leyéndole y dialogando con él, y su Juan de Mairena me parece que es el personaje de la lengua española más inteligente que hayamos creado. Don Juan o el Quijote son únicos y geniales, pero no lúcidos. Siempre me interesó la alianza entre presencia y pensamiento en Antonio Machado».

Sobre Paz: «También le debo mucho. Con él aprendí a pensar y sentir con alguna lucidez. Ya ves que me gustan los poetas filósofos… Al final de mi adolescencia comencé a leer su poesía, e inmediatamente, sus ensayos, comenzando por El Arco y la lira. Tuve la suerte de que fuéramos amigos desde 1986. Creo que es una de las mentes creativas y reflexivas más penetrantes y bellas del siglo XX». 

Y sobre Montaigne: «Bueno, es un pensador magnífico, y muy amable, uno de los más amables que hayan existido. Fue un descubrimiento de madurez. Me pasé año y medio leyéndolo y releyéndolo, y hasta te diría que conviviendo con él, hasta el punto de que mi mujer a veces le ponía un cubierto a la hora de comer. También he leído los libros más importantes que se han escrito sobre él, pero Mi vecino Montaigne es un ensayo de un modo moderno, partiendo de sus Essais para hablar de muchas cosas del siglo XVI y de nuestro tiempo, aunque desde una torre, desde una perspectiva, muy personal».

Sigo la conversación con Malpartida mentalmente, releyéndole, y ahora me ha llegado su último libro, un poemario titulado Esta piedra es tu lengua (ed. Vaso Roto).

El título me recuerda un poema muy breve de Cirlot: «Encontré una piedra gris/ y le dije:/ “Tenemos que resucitar».

También me recuerda uno del cubano Agustín Acosta y empieza así: «Vengo a decirte adiós, piedra desnuda,/ Te quedas sola en medio de la noche…». Versos así no se pueden mejorar. Sublime señor Acosta, lamento su suerte, le envío desde aquí a la eternidad un respetuoso saludo.

Aunque no se incardine en el tipo de poesía un poco narrativa que yo prefiero, me gustan los versos de Esta piedra es tu lengua, un libro bueno, exigente, ambicioso, grave, meditativo y sustancial. En voz baja, libre de sentimentalismo, de confesionalidad, de lamentos y risas.

Íntima y distante

Más bien una celebración del ser sin alharacas ni exaltaciones, íntima y a la vez distante, como la torre de Montaigne que menciona párrafos arriba. Suenan ecos de Lucrecio: «Ni desdice ni contradice ni maldice. No le otorgues dones misteriosos: no hay muerte, sólo el acto de morir, y no tocará un acento de todo lo que fue bueno; no le entregues ni uno solo de tus instantes».

Y este otro supongo que está relacionado con Angelus Silesius y su «la rosa es porque sí»: «Frente al ruido de la calle ha brotado en el balcón una diminuta rosa. ¿Por qué? ¿Para qué? Está ahí y en este momento la estoy mirando y siento el grado absoluto que la mirada instaura, la flor, quien la mira, y el aire inesperado que pasa».

Me gustan ciertos versos sinestésicos: «De un lado a otro de la mente/ estas fugaces sombras de los chopos».

O «Alguien cruza la calle y es un recuerdo».

O «Estos vencejos de entonces, mi pelo ya blanco» que resume con elipsis magistral un tema no ya clásico sino eterno, y por consiguiente actual, como mi aversión a la calle de Santa Isabel.

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