Notas y neuronas: la ciencia de la música
RBA publica un fascinante ensayo de Daniel Levitin sobre la relación entre cerebro, memoria y experiencia artística
Su nombre es Daniel Levitin y es músico profesional desde que, a principios de los ochenta, fundó una banda y la bautizó con el irónico nombre de Judy Garland. El primer estudio de grabación que abrió sus puertas al grupo estaba en la bahía de San Francisco. Era un local acogedor y de precio asequible. Eso era lo que Levitin sabía de aquel recinto. Eso, y el hecho de que utilizarían una grabadora Ampex de 24 pistas, capaz de aportar una dosis extra de sonoridad a las piezas que se disponían a interpretar.
Aquella experiencia despertó en él una afición con visos profesionales: en lugar de tocar el piano, el bajo o el saxo ‒tres de sus especialidades‒, podía intervenir en la mezcla final de cualquier tema. Mientras los demás músicos se drogaban o soñaban con vender dos millones de copias, él sería capaz de atravesar las ondas con una tecnología cada vez más poderosa y versátil.
Durante los siguientes diez años, aprendió de los veteranos, hasta que finalmente, como el piloto que emprende el vuelo en un caza de combate, se sintió capaz de manejar los infinitos botones y regletas de una mesas de mezclas Neve 8058, un artilugio imprescindible en la industria musical de aquellos años.
Mientras se movía en la farándula de San Francisco, dos cosas atraían la atención de Levitin: los estudios de grabación -obviamente- y las tiendas de discos. Pero su curiosidad y su ambición rebasaban todos los cálculos. ¿Quién podía imaginar que, además de producir discos, quisiese destacar el mundo universitario? Arrastrando sus maletas, pasó de estudiar matemáticas en el MIT a frecuentar las aulas de psicología cognitiva y neurociencia de la Universidad de Stanford. Una cosa llevó a la otra, y acabó dirigiendo el Laboratorio de Percepción, Conocimiento y Dominio de la Música de la Universidad McGill, en Montreal.
En su faceta musical le fue todavía mejor. Colaboró con el guitarrista Carlos Santana, con Sting y con la mítica banda Steely Dan. Trabajó como productor y técnico de sonido en álbumes de Blue Öyster Cult, Chris Isaak y el guitarrista Joe Satriani. Incluso participó en las grabaciones de un grupo de la era dorada de folk-rock y la psicodelia, The Grateful Dead. No solo eso: otra leyenda, Stevie Wonder, le pidió ayuda para producir un álbum recopilatorio, Song Review. A Greatest Hits Collection (1996). «Quería que alguien se sentara a su lado -cuenta el científico- y revisara todo su repertorio grabado y decidiera qué canciones incluirían en esta antología. No se suponía que fuera un LP de grandes éxitos, sino una panorámica de toda su carrera». Aunque Levitin solo figura en los créditos del álbum como consultor, en este caso, una vez más, su misión era la típica de un productor.
La chispa del talento comercial, el dominio tecnológico y la sensibilidad artística, unidas a su dominio de la neurociencia, afloran en el libro donde Levitin resumió algunos de sus hallazgos más vanguardistas sobre las relaciones entre música y cerebro.
Pasados varios años desde su primera edición, este ensayo, Tu cerebro y la música, no solo ha vendido ya millones de ejemplares, sino que forma parte de las lecturas obligatorias en los departamentos de psicología en Harvard. Para los especialistas, es uno de los dos títulos básicos sobre neurociencia musical. El otro, sin duda, es el amenísimo Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro (Anagrama, 2009), de Oliver Sacks.
Los Beatles y un equipo estéreo
No es casual que Daniel Levitin incluya en el primer capítulo de Tu cerebro y la música «la extraordinaria tenacidad de la memoria musical» de la que nos habla en su libro Oliver Sacks. En el verano de 1969, cuando tenía 11 años, con el dinero que había ganado limpiando los jardines del vecindario, Levitin compró un equipo estéreo. «Pasé largas tardes en mi habitación, escuchando discos. No los ponía demasiado altos, pero el ruido era excesivo para mis padres». Para evitar molestias, le regalaron unos cascos. Fue así como empezó a apreciar la sutileza de la mezcla estéreo. «Aquellos auriculares cambiaron para siempre mi forma de escuchar música».
Tu cerebro y la música responde a las preguntas que empezó a formular el autor a partir de esa experiencia tan reveladora. A su primera duda ‒¿Por qué una canción como ‘Love Me Do’, de los Beatles, estaba tan ligada a sus recuerdos?‒ le siguieron otras. ¿Por qué la música nos resulta importante? ¿Cómo la categorizamos a nivel neuronal? ¿Qué se necesita para ser músico? ¿Por qué la música nos invita a movernos… o incluso a bailar?
Música, redes neuronales y discotecas
La conclusión científica que obtuvo Levitin parece desconcertante: el gran misterio de la música es que no existe fuera de nuestra mente. El oído convierte una vibración en el aire (el sonido) en impulsos nerviosos que viajan al cerebro. Allí son catalogados y deconstruidos de forma precisa y compleja. De ese modo, la letra, el ritmo y melodía van activando distintas áreas de la constelación neuronal hasta poner en marcha ese milagro al que llamamos música.
La razón de su inagotable atractivo es que abarca un rango muy amplio de vivencias: desde el desconcertante paisaje sonoro que traza la Sinfonía n.º 94, en sol mayor, de Haydn ‒también conocida como ‘sinfonía Sorpresa’‒ a la simple liberación de dopamina en una verbena, en la pista de la discoteca o en mitad de un encuentro rave. Dicho en términos más sutiles: gracias a la capacidad plástica del tejido nervioso, la música modifica la estructura misma del cerebro.
En clave evolutiva, Levitin considera que este es, además, un indicador muy fiel de nuestro bienestar cognitivo, emocional y físico. De una forma u otra, la vida humana siempre tiene una banda sonora, y eso ayuda a entender la música como un vínculo social muy firme. Lo mismo le pone ritmo a una época que invita a iniciar una conversación. Al final, va creando patrones de imaginación y escucha para consolidarse como el lenguaje universal de las emociones.
Leyendas sexuales del ‘rock and roll’
Recordamos la música como oyentes, reviviendo viejos sueños, y también como intérpretes, estudiando partituras o tocando instrumentos. Y esto sucede gracias a un admirable proceso de asimilación y consolidación de experiencias en el tejido neuronal.
Propulsados por esa misma energía, incluso llegamos a identificar la música como un factor de atracción sexual. «Darwin ‒escribe Levitin‒ creía que la música había precedido al lenguaje como medio de cortejo, y la equiparaba a la cola del pavo real».
Inadvertidamente, hemos heredado ese factor que hace que un individuo que produce música resulte atractivo como portador de genes. Un punto a favor de las estrellas del rock y del pop, convertidas en iconos sexy. ¿Quieren un ejemplo? Levitin rememora el caso de Jimi Hendrix. Tuvo relaciones íntimas con centenares de groupies y seguidoras. Al mismo tiempo, el guitarrista consolidaba dos parejas estables y engendró, al menos, tres hijos en distintos países. Lo que, en realidad, tiene todo el sentido del mundo. Podemos considerar que la música es una ventaja evolutiva, pero en la práctica, también es un afrodisíaco.
¿Y el talento musical con mayúsculas sigue existiendo o es cosa del pasado? El libro de Daniel Levitin no responde a esa inquietud, pero está claro que los grandes intérpretes están de su lado. Pete Townshend, de los Who, recomendó Tu cerebro y la música en su sitio web. Paul McCartney lo leyó, al igual que Roger Waters, uno de los miembros de Pink Floyd. Stevie Wonder fue más allá en sus elogios: «Dan tiene un conocimiento enciclopédico de la música popular, un gran oído y un gran corazón». Pero acaso el mayor fan de Levitin sea Sting, que llegó a protagonizar junto al científico un interesante documental inspirado en el libro: The Musical Brain, dirigido en 2009 por Christina Pochmursky.