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Cultura

'Las señoritas': retrato de interiores femeninos

El escritor Enrique Andrés Ruiz traza en su último libro un fresco social de la posguerra protagonizado por tres mujeres

‘Las señoritas’: retrato de interiores femeninos

Enrique Andrés Ruiz. | Periférica

Después de una larga trayectoria como poeta, ensayista, crítico y comisario de arte contemporáneo, Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961) debutó en la narrativa con Los montes antiguos (Periférica, 2021), una novela cocida a fuego lento que llevaba al protagonista a una localización rural para hablarnos de la memoria y las pequeñas historias de la gente corriente. En Las señoritas (Periférica, 2024), su nuevo libro, cambia el pueblo por el escenario urbano de la ciudad de provincias, pero, coherente con su proyecto, sigue poniendo el foco en lo cotidiano, lo minúsculo en apariencia, pues sabe que a través de lo más sencillo se llega a lo universal.

Como bien sugiere el título, esta es una obra coral de ambiente femenino (justificado): en plena posguerra, muchos hombres han muerto en la contienda y ellas se ocupan de mantener la casa en pie. Las principales son tres hermanas de familia «con posibles»: Mercedes, la mayor, es una mujer un tanto arisca, recta, con fuerte sentido práctico y conservador; Emi, la del medio, más calmada, parece envuelta en un halo de ligereza que choca con la hermana, que la acusa de pensar «en las musarañas» (p. 25); con todo, será Dedi, la menor, el personaje más destacado, una joven con sensibilidad artística, de apariencia cándida al lado de Mercedes, que va creciendo sin perder su esencia («La magia de su ser es inconsciente, no es obra suya: es un don de la naturaleza. […] Su encanto pertenece al instante que pasa», p. 19).

Dedi, perseverante y fiel a sus principios, será la que rompa el molde, la que deje atrás la provincia, donde los planes de vida están prefigurados, para marcharse a la ciudad a estudiar. Se hace amiga de Charo, una mujer intrépida y resolutiva, con el pelo rapado, que «se parecía al tiempo vivo, a la luz del momento» (p. 21). No se produce, no obstante, un cambio radical en Dedi, no se convierte de la noche a la mañana en una guerrera. El autor, siempre sutil, siempre elegante, sabe que la rebelión tiene muchas caras, y a menudo las más eficientes se llevan a cabo en voz baja, sin estridencias. Hay muchas formas de ser independiente, y para Dedi la libertad se asocia a «seguir desapercibida, libre, sin función. Lo otro –los puestos celebrados y codiciados, las altas determinaciones personales, matrimonios incluidos– sólo eran […] la condena que pesaba sobre los actores y las actrices, sobre los reyes y sus papeles en la obra» (p. 77).

Está también la prima Mila, con la que Dedi había sido uña y carne, pero desde que la primera se casó ambas se han distanciado. O, más exacto, el matrimonio ha cambiado a Mila y ha cambiado la naturaleza de su relación con las amigas («La vida amenaza con separarlas; ellas no quieren, pero tampoco se resisten», p. 30). Conocemos a estas «señoritas» en su juventud, cuando, tras la muerte del padre, empiezan a vivir por sí mismas, a tomar sus decisiones, afrontando desafíos, renuncias, separaciones y nuevos encuentros. Viven una época de cambios, en lo íntimo y en lo colectivo. Después de los duros años de posguerra, llegan unas décadas con atisbos de apertura, al menos para las privilegiadas, las que han podido formarse, conocer otra alternativa, aunque las losas anquilosadas nunca se van del todo, ni siquiera para ellas.

Heridas de la guerra

Completa el cuadro otra mujer, que no señorita: Avelina, la criada de toda la vida, que encarna el vínculo con el pasado, con los que ya no están, el mundo que ya no existe: «Era de otra especie, pertenecía a otro movimiento del tiempo. […] Sentía una especie de respeto por el recuerdo, pero ninguna veneración por los restos del pasado», p. 70). Una figura que, de manera inevitable, está unida a la casa como si fuera una parte de ella, una casa que es memoria viva («La casa, según ella, había llorado mucho. La guerra, y después», p. 68); por oposición, quienes la abandonan, como los jóvenes, constituyen el cambio, el movimiento, la voluntad de superar las heridas de la guerra.

El autor traza un fresco social de un periodo de cambios y continuidades, reflejados en la diversidad de los personajes y sus caminos, porque no hubo un único modelo de mujer entonces, como no lo hay ahora. De estructura episódica, no es un relato estrictamente lineal, sino que cada capítulo-escena es como un brochazo de encuentros, conversaciones que se complementan, pero sin seguir un hilo causal; en conjunto, todos componen el cuadro y corresponde al lector rellenar los huecos que dejan las elipsis.

De ritmo pausado, con una prosa cuidada, que integra la imagen poética con naturalidad, la novela navega entre los grandes temas, como la muerte, y la cháchara cotidiana. Conocemos a los personajes por ellos mismos y por lo que perciben los demás de ellos; es en el detalle donde anida el significado. Este retrato de interiores, domésticos e íntimos, respira cierto aire a Entre visillos (1958), de Carmen Martín Gaite; un aire añejo, que no rancio. El aire de quien ha leído, y ha leído bien, y evoca a unas mujeres de ayer con preguntas y sueños y miedos y nostalgias que, sí, también nos atañen hoy.

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