Las infancias nada inocentes de Cristina Sánchez-Andrade
La editorial La Navaja Suiza recupera la novela con la que se dio a conocer la autora gallega hace 25 años
Suele ser interesante volver a las primeras obras de un escritor cuando este ya cuenta con una trayectoria más o menos larga. En la ópera prima está la semilla de lo que ha desarrollado después, a menudo con una frescura que no siempre se mantiene con el paso del tiempo. Es ahora el turno de la gallega Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968): La Navaja Suiza recupera Las lagartijas huelen a hierba, la novela con la que se dio a conocer en 1999. En su caso, la coherencia de su proyecto narrativo es indudable: ya en este libro, que poco tiene de mera tentativa, se pone de relieve su inclinación por la narración de las historias «pequeñas» del campo, del pueblo, con su folclore, su lenguaje coloquial, su cercanía al realismo mágico, contadas una voz lírica y personal que se distingue de la mayoría de sus coetáneos españoles.
Fernanda y Luisito son dos hermanos que se entretienen durante uno de esos veranos interminables de la infancia. Ella está entrando en la pubertad; es una muchacha lista, una hermana guía y protectora. Luisito, por su parte, conserva la mirada del asombro que aún no se ha corrompido; rebosa ternura y candidez a pesar de que solo Nanda lo trata con afecto. Porque la infancia de los dos hermanos dista mucho de ser apacible: tras la extraña desaparición de su madre, viven con dos viejas hermanas, dos abuelas que no actúan como abuelas, sino como las brujas del cuento. Una de ellas es la madre de su madre, y guarda con celo el secreto de lo que le ocurrió. Luisito pregunta por ella, pero a Nanda le duele demasiado recordarla. En la ausencia de la madre, en el silencio en torno a ella, se halla el misterio, la raíz de todo.
Entre las viejas (se las llama así, «las viejas») y los niños se establece un paralelismo: dos parejas de hermanos, cómplices entre ellos, que, sin embargo, habitan los márgenes de la minúscula sociedad en la que se mueven. Los chiquillos, la naturaleza, libre y en expansión, con olor a hierba, colores vivos, luz del sol, brisa cálida y lagartijas que no les dan asco, que se deslizan por el campo sin ser pisoteadas. El reino natural despierta la imaginación de los hermanos, alimenta sus juegos y encarna una suerte de libertad, renovación, limpieza, aunque allí también descubran la muerte, la perversión inherente al curso de la vida. Es un mundo desconocido e incierto, pero lo exploran sin miedo.
El espacio de las viejas, en cambio, se encuentra de puertas adentro: la casa, la cocina en particular, donde ellas, en una vejez que aparece como un retorno al estado infantil, se dejan llevar, juegan a juegos más crueles que los de ellos. En segundo lugar, ocupan la iglesia: la religión, con su hipocresía y sus creencias arraigadas, el pecado, el temor al diablo. El párroco, una de sus escasas relaciones, no se corresponde al arquetipo rancio habitual en otras novelas que se desarrollan en entornos similares: este desafía a las viejas y escucha a los niños, lanza preguntas incisivas y responde a las incómodas. El escenario físico y simbólico que habitan las ancianas, en contraste con el universo imaginativo y asilvestrado de los chicos, huele a cerrado, tiene colores desvaídos y se fundamenta en lo conocido, lo que les parece seguro; un mundo en descomposición, como ellas mismas, en el que las lagartijas mueren a golpes de escoba.
Sensibilidad y simbolismo
Las viejas, más que malas, son tristes: dos hermanas que se llaman entre ellas «viejas», resignadas en su rutina gris, que ni siquiera recuerdan haber sido niñas: «¿Recuerdas? La seda. ¿Cuándo fue el primer día que te empecé a llamar vieja? Cuando guardamos la seda y nos hicimos los moños» (p. 146). Aisladas, por fuera y por fuera, van siempre juntas, como los hermanos; la comunidad los rechaza. Prejuicios, tabú, estigma; una sociedad católica en la que los niños pagan por los pecados de los adultos. Sin piedad. El conflicto se dará cuando las circunstancias separen a cada pareja: sin el apoyo de su único compañero leal, niños y viejas pierden su punto de equilibrio. Sin esa pérdida, no obstante, sería imposible el avance, sería imposible que los niños crecieran y que se percibiera cierta humanidad en las mujeres.
La novela termina con la llegada del invierno; un ciclo que se cierra. La fecha tiene tanto connotaciones religiosas, por la Navidad, como paganas, por el solsticio, una nueva estación con su promesa de cambio. A lo largo del libro, ambas concepciones dialogan, representadas por cada pareja, con sus uniones y sus choques. Todo esto, que puede sonar a historia rural mil veces contada, brilla gracias al estilo de la autora, un lenguaje sensorial, dúctil y juguetón, que fluye con tensión creciente y se nutre de la imaginería de la naturaleza y lo doméstico (colores, aromas, texturas, comida) para crear imágenes cargadas de simbolismo sobre la lujuria, lo prohibido, la muerte. Y con sensualidad, afinidad por los instintos primarios; nada corrompe más que lo que en teoría no debería integrar las vidas de niños y ancianas. La mejor descripción de la obra se encuentra en sus páginas: «Todo esto es bello aunque se trate de una belleza distinta» (p. 123).
Con una voz personal, heredera de los grandes narradores de la infancia, como Ana María Matute, con algo del Gustavo Martín Garzo más onírico, la autora evoca lo turbio, la violencia, el desgarro, con ese estilo tan vivo, sonoro y poético que hace piruetas (pero nunca en exceso) para narrar de forma luminosa el aprendizaje de unos y la decrepitud de las otras. Por la época en la que se publicó, bien puede emparentarse con otro debut, Irlanda (1998), de Espido Freire. La Sánchez-Andrade primeriza derrochaba talento, se alejaba de la tendencia realista y de la prosa «intelectualizada» para impregnarse del territorio de lo mítico, con una fuerte voluntad creativa. No es una novela de la que uno diga «algún día esta chica escribirá algo bueno». No, ya lo es. Y lo sigue siendo, todavía hoy emana ese aire fresco (de hecho, conecta con las generaciones que han recuperado lo rural en su narrativa, como muchas autoras latinoamericanas). Las lagartijas huelen a hierba es una novela encantadora sobre niños inocentes que viven infancias nada inocentes. Ninguna infancia lo es, al fin y al cabo.