Rafael Guastavino: el arquitecto desconocido que transformó Nueva York
El olvido del nombre Guastavino en España merece una seria reflexión y plantea algunas preguntas incómodas
Rafael Guastavino Moreno (1842-1908) ha pasado a la historia de la arquitectura por derecho propio, y es venerado en Estados Unidos, particularmente en Nueva York, donde sus bóvedas tabicadas adornan algunos de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Sin embargo, en su país natal, España, su legado ha sido sorprendentemente olvidado. ¿Cómo es posible que un arquitecto de tal calibre sea un completo desconocido en su tierra mientras se le admira en el extranjero?
Guastavino nació en Valencia y se trasladó a Barcelona en su juventud para estudiar arquitectura. En la Ciudad Condal, perfeccionó la técnica de la bóveda tabicada, un método constructivo que había sido utilizado en el Mediterráneo desde el siglo XIV y que había sido perfeccionado en Cataluña (la célebre volta catalana). Esta técnica, con un uso de un mortero mejorado de fraguado rápido permitía construir bóvedas ligeras sin el uso de cimbras, protegiendo la estructura del fuego. Además, era una técnica barata.
En 1881, buscando nuevas oportunidades y escapando de dificultades personales y económicas, el arquitecto emigró a Nueva York con su amante Paulina Roig, con las dos hijas de esta y con un hijo que había tenido con Paulina: Rafael. El escritor Javier Moro me hizo saber que fue él quien descubrió a través de la correspondencia en manos de la familia que Rafael Jr. (o Rafaelito) era en realidad hijo de Paulina Roig (y no de su primera esposa Pilar), tal y como plasmó en su novela ‘A prueba de fuego’. Guastavino llevaba 50 dólares en el bolsillo y no sabía hablar inglés, pero el arquitecto estaba dispuesto a vivir el sueño americano y, para ello, contaba con poder implantar su innovadora técnica.
Una vez en Nueva York, Guastavino no tardó en encontrar su nicho. Llegó justo en el momento adecuado, cuando el temor generado por el Gran Incendio de Chicago de 1871 había fomentado el uso de materiales de construcción a prueba de incendios. Guastavino aprovechó esa tendencia. En una ciudad en plena expansión y modernización, su sistema de construcción resultaba ideal para satisfacer la creciente demanda de edificios ignífugos y con grandes espacios diáfanos. Pronto, sus sensuales bóvedas tabicadas de inspiración bizantina con sus azulejos trenzados comenzaron a aparecer en edificios como la Biblioteca Pública de Boston, la Catedral de San Juan el Divino o la terminal de Grand Central.
El arquitecto se convirtió en un colaborador habitual de las principales firmas de arquitectura de la época, incluyendo a McKim, Mead & White, y su trabajo fue reconocido por su calidad y firmeza. A través de su empresa, Guastavino Fireproof Construction Company, que acabaría heredando su hijo Rafael, registró múltiples patentes que le aseguraron el control de su técnica y le permitieron construir más de mil edificios en Estados Unidos y otros países. También fue un prolífico escritor y ponente, divulgando sus ideas y métodos en diversas publicaciones y foros académicos.
Su método constructivo fue tan popular que, en los manuales especializados de la época, se lo denominó «Guastavino System». Este audaz esfuerzo por promover su trabajo consolidó su reputación y aseguró su legado en la historia de la arquitectura norteamericana. Tal fue su impacto que, tras fallecer en 1908, el periódico The New York Times lo bautizó como «El arquitecto de Nueva York». Su hijo se hizo cargo del negocio «con tanta fluidez que muchos desconocen la existencia de dos Rafael Guastavinos», escribió Ángela Giral en The Old World Builds the New. En 1997 hubo en la «ciudad que nunca duerme» dos muestras consecutivas sobre la figura y la obra de los Guastavino, padre e hijo.
En contraste, en España, su reconocimiento ha sido más bien marginal. A pesar de su participación en proyectos importantes como la fábrica Batlló en Barcelona y su influencia en el modernismo catalán, su nombre no suele figurar junto a otros nombres como Gaudí, Domènech i Montaner o Puig i Cadafalch. En su tierra natal, no se le ha estimado lo suficiente, probablemente por falta de documentación y por la limitada difusión de sus innovaciones técnicas fuera de los círculos especializados.
El profesor George R. Collins no dudó en expresar su asombro ante la poca atención que se había prestado a Guastavino en su país natal, pero no solo en España, pues se quejaba de que su técnica constructiva pasase desapercibida en los típicos manuales de arquitectura: «Todo este episodio ha merecido muy poca o ninguna atención en los textos sobre la historia de la arquitectura del siglo XX, lo que resulta curioso porque fue precisamente este sistema de abovedado el que hizo posible esos singulares efectos espaciales de algunos de los edificios más selectos diseñados por eminentes estudios de arquitectos norteamericanos entre los años 1880 y 1940». Collins (1917-1993) fue profesor de la Universidad de Columbia y miembro de la Hispanic Society of America, y es uno de los principales responsables de la revalorización de su obra, pues rescató los archivos de la empresa de Guastavino y publicó una serie de estudios que subrayaron la importancia de sus contribuciones a la arquitectura. El reconocimiento en Estados Unidos fue tardío, pero llegó.
Las obras de Guastavino en Nueva York son numerosas y variadas, y cada una de ellas es un testimonio de su genio arquitectónico. La Catedral de San Juan el Divino, con su imponente cúpula, los espacios abovedados bajo el Puente de Queensboro, la elegante Registry Room en Ellis Island o la célebre terminal de Grand Central, donde las bóvedas de Guastavino no solo son funcionales, sino también estéticamente impresionantes, creando un ambiente que aún hoy asombra a los visitantes. El Oyster Bar, en la misma terminal, lugar predilecto de James Bond en las novelas de Ian Fleming, lleva la firma del arquitecto valenciano. En la entrada al restaurante se encuentra la «galería de los susurros», famosa por permitir a dos personas hablar desde esquinas opuestas y escucharse claramente gracias a las propiedades acústicas de las bóvedas, como ocurre también en muchos otros viejos edificios europeos, como en las estancias laterales anexas de la Basílica del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
El legado de los Guastavino en Nueva York y otros lugares de Estados Unidos es indiscutible, y su impacto en la arquitectura moderna es profundo. Subraya Collins: «El prestigio de los edificios en los que intervinieron los Guastavino se ha mantenido a lo largo de los años. Por ejemplo, cuando en septiembre de 1967 la delegación de Nueva York del Instituto Norteamericano de Arquitectos (AIA), para celebrar su centenario con una exposición, hizo una selección de los 38 edificios más destacados de Manhattan en los cien años anteriores, de los 22 que se construyeron durante los años de actividad de Guastavino (es decir, antes de la Segunda Guerra Mundial), más de la mitad están en el inventario de la Compañía».
El olvido del nombre Guastavino en nuestro país merece una seria reflexión y plantea algunas preguntas incómodas sobre cómo preservamos los españoles nuestra propia historia, mientras, a menudo, nos quejamos de que fuera no nos quieren demasiado y no nos valoran nuestros logros en su justa medida.