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Alfonso Reyes en Madrid: la década española del gran intelectual mexicano

Editorial Debate publica una antología de sus textos periodísticos y ensayísticos titulada ‘Yo me quedé allá para siempre’

Alfonso Reyes en Madrid: la década española del gran intelectual mexicano

Alfonso Reyes. | Wikipedia

Ante la pregunta de quién ha sido el intelectual mexicano más influyente del siglo XX, la respuesta casi unánime sería Octavio Paz. Y digo casi unánime porque hay un sector políticamente sesgado que jamás no le ha perdonado ser un latinoamericano liberal. Paz fue trascendental no solo por su magna obra poética y ensayística, sino también por las publicaciones que impulsó y como mentor de escritores hoy relevantes que crecieron bajo su tutela. Hay sin embargo, en la generación anterior a la suya, una figura -hoy bastante olvidada, al menos en España- que estaría en disposición de disputarle el cetro: Alfonso Reyes (1889-1959). 

Con la doble intención de reivindicarlo y poner en valor sus lazos con España, Debate ha publicado una estupenda antología de sus textos periodísticos y ensayísticos titulada Yo me quedé allá para siempre. La ha preparado el mexicano Jordi Soler que, como su nombre y apellido indican, es hijo de exiliados republicanos catalanes (como Roger Bartra, de quien, por cierto, Anagrama va a publicar en otoño un precioso libro sobre la melancolía en la música). 

Para quien no conozca a Alfonso Reyes este volumen es una inmejorable puerta de entrada, ya que muestra la amplitud de sus inquietudes y saberes, y la excelencia y vigencia de su escritura. Además, permite adentrarse lo que el subtítulo del libro llama su década española, es decir los diez años que pasó en Madrid, entre 1914 y 1924.

Su padre, el general Bernardo Reyes, se levantó en armas contra Madero y fue abatido por una ráfaga de ametralladora frente al Palacio Nacional, después de que sus aliados lo liberaran de la cárcel. La familia quedó en una situación difícil y para huir del caos de la revolución mexicana, el joven Alfonso marchó con su esposa y su hijo a Europa, donde lo esperaba en 1913 un puesto en la embajada de su país de París. Pero no tardó en reaparecer la violencia armada en forma de Primera Guerra Mundial y el escritor se trasladó a España, sin trabajo y con una familia a la que mantener (que incluía a una criada bretona que viajó con ellos). 

Hizo de la necesidad virtud y se puso a colaborar en la prensa y a traducir a destajo, de modo que los años madrileños acabaron siendo muy productivos. Una auténtica década prodigiosa, no solo por lo mucho que escribió, sino porque se integró en la vida cultural madrileña, se enamoró de España y siempre recordaría con emoción esa etapa de su vida. Así lo expresaba en una carta a Enrique Díez-Canedo: «Madrid es una etapa central de mi vida, un peso definitivo en mi conciencia, lo mejor que me ha dado la tierra después de los años de mi infancia junto a mis padres». Y en otra añade: «Yo quiero volver, yo necesito volver, yo me quedé allá para siempre», frase que da título al libro. 

Celos de Ortega

Las dos figuras clave en sus años madrileños fueron primero su amigo Díez-Canedo, que lo introdujo en los círculos intelectuales del Ateneo, y después Ortega y Gasset, que le ofreció las páginas de sus publicaciones: los diarios El Imparcial y El Sol y la Revista de Occidente. Sin embargo, con el tiempo la relación entre ellos se fue tensando y Ortega acabó desarrollando una suerte de celos enfermizos hacia Reyes, que desembocaron años después en algunos episodios bochornosos cuando coincidieron en Buenos Aires y en algunos comentarios despectivos del filósofo español, refiriéndose a «los insignificantes textos aldeanos» de Reyes. 

En Madrid el escritor mexicano se codeó con lo más granado de la intelectualidad española, y entre las piezas seleccionadas en el libro hay retratos memorables. Por ejemplo, de Valle Inclán, que en un encuentro le suelta: «Usted, Reyes, es tomasiano. Yo soy místico, es decir, hereje». En otra perfila con agudeza a Juan Ramón: «Es pariente espiritual de Góngora. Sus rasgos lo recuerdan. A veces sonríe, pero hay en su sonrisa algo terrible, como una amenaza de mordisco. Juan Ramón es implacable y puro. No soporta lo que no es perfecto. Se aleja de los hombres a los que no estima plenamente. Cuando da la mano, parece una sentencia de aprobación. Prefiere la soledad de oro. Y es un sacerdote del silencio». 

De Azorín apunta: «Todas las formas de timidez, dicen, él las padece. Titubea en la conversación. En dos ocasiones me ha dejado hablar casi sin despegar él los labios, aunque no sin calarme con su mirada perspicaz. De tanto en tanto, con monosílabos, le ponía una coma a mis frases, un acento, una diéresis a mis palabras». Y sobre Mariano de Cavia: «Era un viejo de café. Pertenecía a ese Madrid que va pasando. Los solitarios juntan sus soledades en torno a la mesa de mármol». 

En aquel entonces, el café intelectual por antonomasia era «la Sagrada Cripta de Pombo», donde ejercía de sumo pontífice Ramón Gómez de la Serna. Dice Reyes: «Pombo es uno de esos cafés honrados a los que pueden concurrir señoras solas (pero no solo las señoras, que sería otra suerte de inmoralidad)… Este es el recinto nocturno de Gómez de la Serna. Aquí ha organizado y celebra desde tiempo inmemorial su tertulia del sábado… El nombre de Pombo figura en sus tarjetas, y un dibujo sutilizado de la araña de gas de Pombo aparece en su papel de cartas. Se le puede escribir a Pombo, enviarle a Pombo aguinaldos de Navidad o los padrinos para un duelo».

Pionero crítico de cine

También habla de otro lugar emblemático del Madrid de aquel entonces, la Residencia de Estudiantes, que describe así: «Morada de estudiantes en paz, aseada casa con comodidad de baños abundantes, conforte de calefacción y chimeneas, salones de conferencias y bibliotecas. ¡Oxford y Cambridge en Madrid!» Y de las conferencias que se celebran, a cargo de grandes figuras internacionales -pasaron por allí Bergson, H. G Wells y el mismísimo Einstein– dice que «son, acaso, para Madrid, el primer ensayo de combinación entre lo mundano y lo intelectual». 

Asoma también en los textos seleccionados el Reyes erudito que aborda a figuras como Quevedo, Garcilaso, Calderón, Lope, Nebrija y Galdós. Y el pionero crítico de cine, que escribía en el semanario España con el seudónimo de Fósforo, mostrando una precoz inquietud intelectual por el séptimo arte: «Creo que nuestra pequeña sección cinematográfica inauguró prácticamente la crítica del género en lengua española y acaso fue uno de los primeros ensayos en el camino que hoy está abierto a todos».

Entre los textos del volumen hay artículos deliciosos, que demuestran la modernidad de la escritura de Reyes, dado el jugueteo, como en El ramonismo en la actual literatura española, en el que repasa a todos los ramones de las letras. También destacan la sucesión de elucubraciones sobre La sonrisa, los listados de diversos Temperamentos de escritor y una reflexión sobre la maledicencia en Los orígenes de la guerra literaria en España. Este último, empieza así: «La aparición de la maledicencia literaria es una etapa de la cultura tan significativa como la fijación de la lengua en los albores de la poesía vernácula. Ella indica una temperatura social sin la cual sería imposible explicarse la producción de ciertos géneros y aun de ciertos módulos mentales. ¿En qué momento de la literatura española aparece la maledicencia? En cierto modo, convive con la profesión de escribir: el peor enemigo, el de tu oficio».

Colegio de México

Cuando en 1924 dejó Madrid, sus amigos le ofrecieron un banquete de despedida en Lhardy. Entre los asistentes figuraban Díez-Canedo, Azaña, Azorín, Gómez de la Serna, Cipriano Rivas Cherif y Edgar Neville. Tras su marcha, siguió con su carrera diplomática y fue embajador en Argentina -donde conoció a Borges, que dijo de él: «Reyes es uno de los mayores escritores de las diversas literaturas cuyo instrumento es el español»- y Brasil. 

Finalmente, en 1939, regresó a México, donde se construyó una casa con biblioteca para sus muchos libros, o más bien una biblioteca con casa. Es lo que se conoce como la capilla alfonsina -el término se le atribuye a Díez-Canedo-, que fue punto de reunión de la intelectualidad de la época y hoy es un museo. También fue uno de los fundadores de la Casa de España en México, institución apadrinada por el presidente Lázaro Cárdenas, cuya finalidad era acoger a los intelectuales y artistas republicanos españoles exiliados tras la guerra civil y que hoy es el Colegio de México. Reyes respondió de este modo a la cálida acogida que se le había dispensado en Madrid en 1914. 

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