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'El buen italiano': Salvatore Todaro, ¿fascista o héroe?

El film de Edoardo de Angelis, basado en un hecho real, es una rareza dentro del subgénero del cine bélico de submarinos

‘El buen italiano’: Salvatore Todaro, ¿fascista o héroe?

'El buen italiano'.

Cuando inauguró el pasado Festival de Venecia, El buen italiano de Edoardo de Angelis fue recibida con notable hostilidad y hasta hubo quien la acusó de hacer apología del fascismo. Que no cunda el pánico, no veo tal apología por ningún lado; como mucho, cierto patrioterismo un poco trasnochado en algunas escenas. Pese a esto y a algunos problemas de ritmo., la cinta, cuyo título original -acaso más exaltadamente patriótico- es Comandante, tiene abundantes puntos de interés.

Rescata del olvido la figura de Salvatore Todaro (1908-1942), oficial al mando del submarino Cappellini de la Marina italiana durante la Segunda Guerra Mundial, es decir bajo el mando de Mussolini. Si se lo reivindica no es -obviamente- por fascista, sino porque, además de por sus muchas hazañas bélicas, fue un héroe por un gesto noble y humano que protagonizó, contraviniendo las órdenes de sus superiores. La noche del 16 de octubre de 1940, durante una misión en el Atlántico, avistaron al carguero Kabalo, de bandera belga, un país entonces todavía neutral, aunque entraría en la guerra unos días después. Al descubrir que contaba en un cañón montado en la cubierta para protegerse, sospecharon que transportaba armas para los británicos y eso lo convertía en objetivo militar. Lo hundieron y, pasado un rato, vieron aproximarse un bote con supervivientes.

Las órdenes, siguiendo las directrices de los alemanes comandados por el almirante Dönitz, eran que se abandonara a los náufragos a su suerte. Sin embargo, Todaro antepuso a la disciplina militar la ley del mar y decidió rescatarlos. Su intención era arrastrarlos en su bote atado con una cuerda al submarino hasta la isla de Madeira, a 700 millas náuticas. La operación ponía en riesgo a su propia tripulación, porque debían navegar en superficie y quedaban por tanto expuestos a los aviones enemigos. Pero la situación empeoró cuando el bote de los supervivientes se partió y hubo que subirlos a bordo. Aun apretados como sardinas, no cabían todos en el interior, de modo que algunos, por turnos, tenían que ir en la torreta, a la intemperie. Si sufrían un ataque y debían sumergirse de inmediato, los que estaban en el exterior morirían ahogados.

Dentro del subgénero bélico de las películas de submarinos El buen italiano es una rareza. No estamos ante la típica cinta de tensión claustrofóbica, cargas de profundidad y juego del gato y el ratón con los destructores enemigos. En esa liga competía -y muy bien, por cierto- el taquillazo alemán de 1981 El submarino (Das Boot) de Wolfgang Petersen. En ese caso, pese a estar protagonizada por la tripulación de un U-Boat nazi, no levantó polémica alguna porque se centraba en la adrenalina y pasaba de puntillas sobre las espinosas cuestiones políticas. En cambio, a De Angelis la adrenalina le interesa más bien poco y opta por un tono poético que da como resultado imágenes muy cuidadas como las de las delicadas escenas de intimidad del comandante con su esposa -con una iluminación digna de los lienzos de Vermeer- o la casi onírica del marinero que debe salir del submarino sumergido inundando una escotilla para cortar la cadena de una mina con la que han quedado enganchados.

El centro de la película es Todaro, un militar que a resultas de un accidente aéreo se había roto la columna, llevaba un corsé metálico ajustado al pecho y combatía los constantes dolores con morfina y con la práctica del yoga. La cinta además lo dota de un aura trágica y casi mística: tiene la certeza de que su destino es morir y que no llegará a conocer a la hija que acaba de nacer en su ausencia. Además, posee un instinto cercano a las dotes adivinatorias, porque antes de zarpar decide dejar en tierra a un marinero, que unos días después sufre una peritonitis, de modo que su intuición le salva la vida, porque de haberle sucedido en alta mar habría muerto. Con todo, Todaro era un militar leal al Duce y un guerrero dispuesto a matar a sus enemigos sin temblarle el pulso, pero también un militar regido por un código de honorfair play, dirían los británicos- que le impedía abandonar a su suerte a los adversarios una vez vencidos.

Excesos patrióticos

En torno a esta figura se concentran los mayores logros y algunas de las flaquezas del largometraje, porque en ocasiones se echa en falta profundizar más en sus paradojas y en el peso moral de la decisión de salvar a sus enemigos, aun poniendo en riesgo a su propia tripulación. Justamente la tripulación -en la que están representadas las diversas regiones de Italia- da pie a algunos de los excesos patrióticos de la película, incluida una emotiva canción con mandolina y un duelo gastronómico que enfrenta la rica tradición culinaria italiana con el plato nacional que los rescatados belgas se empeñan en enseñarles a cocinar: ¡patatas fritas!

En la batalla culinaria sí que el orgullo italiano queda en lo más alto, cosa que no sucedió en lo referente a su participación en la guerra en el bando equivocado. Por momentos parece que la cinta -en la que ha colaborado la Armada italiana- trata de dignificar esa etapa oscura a través del gesto de Todaro. Pensemos que, partisanos aparte –Paisá de Rosellini-, la obra maestra del cine italiano sobre este periodo es la tragicomedia de 1960 Todos a casa de Luigi Comencini, con Alberto Sordi en el papel de un oficial del ejercito fascista que, tras la rendición, intenta volver a su casa en medio del caos y la desbandada general.

Frente a ese antihéroe, el protagonista de El buen italiano levanta el orgullo patrio cuando una vez desembarcados los belgas en Madeira, el capitán del mercante le pregunta por qué los ha salvado y Todaro responde: «Porque somos italianos». En la realidad al parecer dijo «porque soy un hombre de mar como usted y estoy convencido de que usted habría hecho lo mismo», que es más fraternal y más universal.

Orgullo siciliano

Pese a estos arrebatos patrióticos, no veo apología del fascismo. Tampoco una alegoría sobre el deber humanitario de asistir a las pateras en el Mediterráneo, tal como ha insinuado el coguionista Sandro Veronesi, porque esta interpretación es igualmente peregrina. Por cierto, en paralelo al trabajo conjunto en el guion del largometraje, el novelista Veronesi (autor de Caos calmo y Colibrí) y el cineasta Edoardo de Angelis escribieron a cuatro manos un interesante libro titulado Comandante (que acaba de publicar Anagrama). No se trata de una novelización de la película, sino un proyecto literario diferenciado. Cuenta la misma historia, pero con un planteamiento muy distinto: mediante una sucesión de voces que se van alternando -Todaro, sus oficiales, los marineros del submarino, la esposa que espera en casa, el capitán del barco belga…- y conforman un coro que suma perspectivas.

Les apunto, para terminar, algunos datos más sobre Salvatore Todaro: los belgas le confirmaron que, en efecto, transportaban armas para los ingleses, de forma que el carguero era un lícito objetivo militar. Tras el episodio del Kabalo, el comandante italiano se convirtió en un mito y circularon sobre él diversas historias, tal vez reales, tal vez apócrifas. Se dice que Dönitz lo consideraba un buen soldado, pero se quejó de que no podía convertirse en un Quijote del mar, a lo que Todaro, un orgulloso siciliano, respondió, para justificar su actitud, que «los demás no tienen como yo dos mil años de civilización sobre sus hombros». Como dicen los italianos, si non è vero è ven trovato.

Todaro murió en batalla, cerca de la costa de Túnez, abatido en la torreta de su submarino por los disparos de un Spitfire británico. Acabada la guerra, los oficiales del barco belga viajaron a Messina, de donde era oriundo, para saludar a su esposa y rendir homenaje al hombre que les había salvado la vida.

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