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La penúltima lección del juez Del Arco

El rotundo y conmovedor libro ‘No juzguéis’ profundiza en la literatura judicial

La penúltima lección del juez Del Arco

El libro 'No juzguéis'. | Cedida

En 1972 Jonh Huston dirigió The Life and Times of Judge Roy Bean, una película que, cuando se estrenó en España, lució el sensacionalista título de El juez de la horca. Mi trabajadísima ignorancia cinematográfica me impide saber si es o no una película muy conocida o valorada, pero sí sé muy bien que cuando yo la vi, hace ya varios años, me emocionó, y me pareció una de esas películas del Oeste que realmente aciertan a recoger una épica general que, a su vez, habla de la grandeza y la miseria de la vida, de sus enormes posibilidades y de sus inevitables límites, del poco margen y el insuficiente tiempo que en verdad tenemos para conquistar cosas valiosas en esta vida y para dar ejemplo de nobleza a quienes nos sucedan, pero también de lo divertido y ejemplar que puede llegar a ser merodear esas opciones con originalidad y valentía, y de las geniales y significativas locuras que produce el hacerlo desde un punto de vista nuevo, original y osado, o de las ventajas que tiene el lanzarse a ello siendo un pobre diablo sin absolutamente nada que perder.

Tanto es así que estoy íntimamente seguro de que El juez de la horca es una versión tan secreta como sublime de El hombre que pudo reinar, de Kipling (también llevada al cine por Huston sólo tres años después, en 1975), pero el caso es que yo la vi por consejo, casi por encargo, del juez granadino Miguel Ángel del Arco Torres, quien, entre otras muchas cosas, fue el fundador de la editorial Comares. En cuanto lo conocí, se me hizo evidente que no entendería mucho de este curioso hombre sin pasar antes por la historia del juez Roy Bean, una historia que obsesiona a Del Arco de tal forma que ha habido temporadas de su vida en que veía la película todos los días, estudiándola y pensándola fotograma a fotograma.

Creo que fue Andrés Trapiello quien, sirviéndose de la casi homofonía que hay entre El juez de la horca y el juez Del Arco, le puso un sobrenombre que ya le ha acompañado de una manera que es casi una identidad, una segunda piel que él lleva a conciencia, muy metido en un personaje que no es tal, no es una impostura sino algo así como un destino. El caso es que cuando Trapiello conoció a Miguel Ángel del Arco (algo que ocurrió exactamente en la página 87 de El tejado de vidrio, aunque ya había habido una llamada telefónica cuatro páginas atrás) crearon juntos esa maravillosa colección de libros que es La Veleta, y es en ella donde nuestro buen y bondadoso juez ha ido publicando las tres entregas de sus memorias, un proyecto narrativo insólito y magnífico que acaba de culminar con la aparición del volumen que cierra esa trilogía.

Primero fue La Audiencia va de caza. Andanzas de un juez de pueblo, una obra maestra en la que Del Arco contaba sus años de formación, todavía bajo la dictadura, y sus primeros pasos como juez en Huelma (Jaén), un lugar que, dicho sea como elogio, es algo así como una versión andaluza de Twin Peaks, como pude comprobar cuando Del Arco me invitó a pasar una mañana con él por allí, caminando por sus vacías calles y saludando a sus pocos y huidizos vecinos. Luego llegó La jauría judicial. Diario de un juzgado de guardia, donde el autor contaba sus décadas de servicio como magistrado titular del Juzgado de Instrucción número 6 de la Audiencia Provincial de Granada, ya en democracia. Lo que este segundo tomo perdía en humor, sorpresa y elogio sincero de lo popular (que jamás devenía celebración de lo vulgar) lo ganaba en solidez teórica, en reflexión ensayística sobre la institución de la Justicia, en general, y sobre sus corrupciones, sus incoherencias o sus fracasos, sin negar por ello su necesidad.

En este tomo que ahora culmina el asunto, titulado de forma rotunda y conmovedora No juzguéis, Del Arco hace una especie de recapitulación general de todo lo adelantado o insinuado en las entregas anteriores, pero también profundiza, matiza y completa, para acabar ofreciendo un tomo que contiene anécdotas y situaciones grotescas, sí, pero que sobre todo constituye una aportación verdadera a la literatura judicial (no demasiado practicada en España) por sus digresiones, sus arrepentimientos personales, sus angustiosas dudas sobre algunas sentencias de antaño… Si comenzó hablando de la Justicia como realidad social jerarquizada, como poder del Estado, ha acabado meditando sobre la justicia en un sentido casi filosófico, por no decir metafísico, lo cual lo lleva, de nuevo, a unas conclusiones agridulces, donde lo trágico de algunas constataciones convive con lo estrafalario y desternillante de algunos personajes o recuerdos. En ese sentido, del mismo modo que la película contenía minutos nítidamente buñuelescos, por surrealistas y casi inexplicables (usando este adjetivo en su sentido histórico y primero, y no en el de uso tan abusivo de hoy), el libro, siendo una crónica creíble y un testimonio muy real, se permite fragmentos o capítulos que no por distorsionados o descacharrantes son menos locuaces y exactos.

Y no se puede ocultar, sobre todo si se contempla la cubierta (que reproduce la famosa perra enferma de José Gutiérrez Solana), que al cabo todo este pequeño monumento literario es un gran homenaje a los desprotegidos, una declaración de amor a los débiles, los indefensos, los sometidos, los asustados, los desesperados y los pobres… Aquí se trata de la visión del desamparo y del ejercicio de la piedad a lo largo de más de medio siglo, pues no se puede empezar a hablar de la justicia sin ser conscientes, mucho antes, de todas las injusticias que nos han asediado, nos acosan y nos atosigarán.

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