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Cultura

Lecturas para el maratón olímpico

Jean Echenoz y Haruki Murakami ofrecen en su obra miradas complementarias sobre las pruebas de fondo del atletismo

Lecturas para el maratón olímpico

Emil Zátopek, el atleta checoslovaco cuya historia narra Jean Echenoz en 'Correr'. | Keystone Pictures USA (Zuma Press)

Llega el solomillo de los Juegos Olímpicos. Para algunos, el atletismo es, de hecho, el único deporte verdaderamente olímpico, su esencia. Va por gustos. En cualquier caso, el citius, altius, fortius va a saturar nuestros televisores hasta dar en el clímax del maratón olímpico del domingo. Inevitable: correr está en la genética humana. Una circunstancia que, pasando por el devenir cultural de la épica, llega a la literatura en forma de reflexión.

Elegimos en este momento extraño de tal proceso, ya avanzado el siglo XXI, dos libros que expresan dos formas paradójicas de entender el fenómeno. El francés Jean Echenoz nos recuerda con Correr (Anagrama) las implicaciones espurias del deporte, encarnadas en la peripecia del checoslovaco Emil Zátopek. El japonés Haruki Murakami, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2023 y eterno aspirante al Nobel, ofrece en De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets) una visión completamente distinta, personal y anticompetitiva, íntima incluso.

La politización del deporte se hunde en los orígenes de su historia: la prueba del maratón, de hecho, se basa en la glorificación de una victoria militar, la de los griegos frente a los persas. Su presencia en París 2024 la evidencia el peso de una ausencia. Rusia ha sido expulsada de la «familia olímpica» por la invasión de Ucrania. A los que tenemos una edad nos retrotrae a las tiranteces del final de la Guerra Fría, el veto de las democracias liberales a Moscú 80 y la venganza de los regímenes comunistas en Los Ángeles 84. 

En Correr, Echenoz se adentra en los momentos más duros de aquella competición tan poco olímpica a través de la biografía de Emil Zátopek. El que sería coronado en el atletismo de los años 50 con el apelativo de «la locomotora checa» nació en 1922 en Kopřivnice, una pequeña ciudad de la región de Moravia-Silesia. La geografía, en este caso, no es un detalle coyuntural, como veremos más adelante.  

Echenoz comienza describiendo el desprecio del Emil niño y adolescente hacia el deporte. Paradójicamente, cuando comenzó a trabajar, a los 16 años, «el taller adonde lo destinan al principio produce cada día dos mil doscientos pares de zapatillas de tenis con suelas de crepé, y el primer trabajo de Emil consiste en troquelar esas suelas con una rueda dentada». Para colmo, lo obligan a correr «una carrera pedestre denominada Circuito de Zlin en la que deben participar todos los estudiantes de la escuela profesional, ataviados con la camiseta que ostenta la sigla de la empresa. Y eso Emil lo odia. Le horroriza el deporte, en cualquiera de sus formas».

Batir todos los récords

Queda segundo y descubre cierto placer en la experiencia. La repite cada vez con mayor entusiasmo mientras a su alrededor se extienden las tinieblas: los nazis invaden la región. Cuando el Ejército Rojo de la URSS la libera, Emil ya está en la veintena. En 1945 se alista en el ejército, que le permite concentrarse en su carrera deportiva, un escaparate ideal para el márketing comunista tan caro al Gobierno checo, títere del soviético.

Emil se siente a gusto en el ejército y comienza a forjar una carrera deportiva mítica en la que «rebasa los límites humanos, transmuta las normas de las posibilidades físicas, resulta inaccesible para todos, nadie ha llegado tan lejos». Con un estilo poco ortodoxo -«gesticulando y muequeando diabólicamente»-, bate todos los récords de su país y en 1948 se consagra en los JJ OO de Londres, donde gana la prueba de los 10.000 metros y queda segundo en los 5.000.

Continúa su carrera hacia la gloria batiendo récords del mundo en diferentes categorías sin inmutarse hasta que su rendimiento parece empezar a caer. «Se hablaba ya de declive, pero ahora la gente cae en la cuenta: Emil se preparaba para distancias que nunca había acariciado hasta entonces». En los Juegos de Helsinki de 1952, «en vez de limitarse a correr dos pruebas de fondo, Emil sorprende a todo el mundo decidiendo finalmente apuntarse a las tres, cinco mil metros, diez mil metros y maratón». Lo gana todo. Aún hoy sigue siendo el único en hacerlo en unos mismos JJOO.

Pero, matiza Echenoz, «entretanto, en el teatro de los procesos políticos, nunca se había llegado tampoco tan lejos». Mientras saca todo el rendimiento que puede a su Héroe del Pueblo, el régimen comunista checo también bate récords, en su caso de paranoia y represión. Al gran Zátopek «se le exhibe de fábrica en fábrica por todo el país para que la gente vea que es de verdad, que existe, que no se lo han inventado, o mejor dicho sí, que el comunismo en marcha lo ha inventado». Pero «no se le permitirá volver a participar en competición alguna que se celebre fuera de las fronteras de la Europa oriental». Por si acaso.

Primavera de Praga y degradación

Emil se muestra indiferente a la política y sigue a lo suyo. Sin embargo, los Juegos de Melbourne en 1956, a los que su Gobierno no tiene más remedio que dejarle ir, evidencian la decadencia, y decide retirarse de la competición el año siguiente. Echenoz describe la naturalidad del proceso. Zátopek sigue siendo un personaje público importante y su carácter sencillo asimila perfectamente su nueva y tranquila vida ceñida a la rutina de la burocracia militar, en la que prospera hasta el rango de coronel.

Pero el tiempo pasa y «de democracia popular, Checoslovaquia ha pasado a ser república socialista». Tras la locura estalinista, el nuevo presidente Dubček «quiere una nueva etiqueta» y declara que «el país debe abrirse a Europa. Lo cual, a dos mil kilómetros al nordeste de Praga, hace fruncir una primera ceja a la hermana mayor del socialismo». Emil lo apoya y, cuando las tropas soviéticas aplastan la Primavera de Praga, insta al ejército a respetar una tregua olímpica, «comoquiera que los próximos Juegos Olímpicos se celebrarán dentro de unas semanas en México». 

El resultado de su ingenuidad es demoledor: «Se le envía con el cargo de responsable de mantenimiento a las minas de uranio de Jáchymov», hasta que a alguna luminaria del Gobierno se le ocurre una forma más brillante de degradación: «Deciden que Emil regrese a la capital, pues se les ha ocurrido la idea de ascenderlo y convertirlo en basurero». Grave error. «Sus compañeros de trabajo se niegan a que él recoja la basura, se limita a correr a pequeñas zancadas, en medio de los gritos de aliento como antes. Todas las mañanas, a su paso, los habitantes del barrio donde le toca trabajar a su equipo bajan a la calle para aplaudirle, vaciando ellos mismos su cubo en el camión». 

Así que «acaban facturándolo al campo, donde hay menos gente que en la ciudad, donde esperan que llame menos la atención y donde se le destina a labores de explanación». No puede ni visitar a su mujer en la capital. Finalmente, Emil quiebra y firma su autocrítica, «qué otra cosa va a hacer para vivir en paz». Recibe el perdón y le asignan un puesto en Praga… en el sótano del Centro de Información de los Deportes.

Rehabilitado por Havel

En 1990, pasada la pesadilla comunista, Václav Havel lo rehabilita, y el 21 de noviembre de 2000 muere tras un derrame cerebral. En su funeral, celebrado en el Teatro Nacional de Praga, el pueblo checo y el deporte internacional desagravió su figura. Los funcionarios que utilizaron sus medallas para darle lustre a un régimen despótico y absurdo, habitan o el olvido o las páginas más turbias de la historia.

Frente a las mezquindades de la política en el peor sentido de la palabra, Haruki Murakami afronta el atletismo desde una primerísima persona fascinante. Su historia es de lo más curiosa. Incluso extravagante. Nacido en 1949 en Tokio, en 1982, tras el éxito creciente de sus primeras novelas, deja el local de jazz del que ha vivido hasta entonces para dedicarse exclusivamente a escribir… y correr.   

Aunque no lo ha hecho hasta entonces, arranca con tal entusiasmo que el año siguiente ilustra un reportaje para una revista corriendo en solitario el trayecto que separa Atenas de Maratón. En De qué hablo cuando hablo de correr cuenta hasta qué punto sufrió para terminarlo. Pero, lejos de arrepentirse, decide hacer de ello una de sus principales pasiones.

Cruzado ya el umbral del siglo XXI, ha acumulado experiencia suficiente como para escribir este peculiar libro en el que los detalles de su férrea disciplina atlética y los retos de carreras cada vez más duras enmarcan una especie de autobiografía de encantadora dispersión. Algo así como los diarios de un runner que por una afortunada casualidad es uno de los mejores escritores del mundo. 

Estampas vitales

Desde el primer momento, Murakami explica que «aunque este libro trate sobre el hecho de correr, no trata sobre métodos para la conservación de la salud. No pretendo aquí promocionar ideas del tipo: ‘Venga, salgamos todos a correr cada día y llevemos una vida saludable’». Por eso pide que se lea «tomándolo como una especie de ‘memorias’ que giran en torno al hecho de correr».

Lo que define como algo así como un compendio «de reglas de experiencia» se prolonga en una miríada de estampas vitales que el lector contempla con una cercanía entrañable precisamente por su ambición minimalista. «Tal vez no sean gran cosa, pero, al menos, son lo que he aprendido, a título estrictamente personal, a través de ese sufrimiento opcional derivado de haber puesto en funcionamiento mi cuerpo».

A veces hay reflexiones filosóficas interesantes en un fértil cruce de caminos entre atletismo, literatura y peripecia personal. «Creo que Ernest Hemingway también escribió algo parecido, del estilo ‘continuar es no romper el ritmo’. Para los proyectos a largo plazo, eso es lo más importante. Una vez que ajustas tu ritmo, lo demás viene por sí solo».  

En otras muchas ocasiones, encontramos perlas de introspección: «La razón principal por la que ya no podía correr con suficiente diligencia y entusiasmo fue que, a partir de cierto momento, empecé a sentirme algo hastiado del hecho de ‘correr’. Había empezado a correr en el otoño de 1982 y, desde entonces, había corrido sin interrupción durante casi veintitrés años”.

Carreras de fondo

Y epifanías varias que se resumen en una: «Simplemente, disfrutaba corriendo». 

Ahí está la clave de De qué hablo cuando hablo de correr y, se diría, de la vida de Murakami. De la vida misma. «En este y en otros ámbitos, no me preocupa en exceso si gano o me ganan. Me interesa más ver si soy o no capaz de superar los parámetros que doy por buenos. Y, en este sentido, las carreras de fondo encajaban perfectamente con mi mentalidad. Si uno prueba a correr un maratón se da cuenta de ello: a los corredores de fondo no les importa demasiado que otro corredor les supere o superar a otro durante la carrera». 

Por supuesto, «si uno llega a ser un corredor de élite de los que aspiran a la victoria, entonces superar al rival que se tiene delante cobra mucha importancia», pero «en general, para los que no formamos parte de esa élite, una victoria o una derrota en particular no es crucial». Correr tiene que significar algo más que la gloria, siempre efímera. Que se lo digan a Emil Zátopek… En ese sentido sostiene Murakami que «escribir novelas se parece a correr un maratón. Por explicarlo de un modo básico, para un creador la motivación se halla, silenciosa, en su interior, de modo que no precisa buscar en el exterior ni formas ni criterios».

El libro salta, gozosamente caótico, hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, entre carreras, entrenamientos y libros trufados con acontecimientos biográficos. Todo pautado por capítulos intercalados con las impresiones sobre el maratón que Murakami está preparando en el momento de escribir el libro. Las mencionadas reflexiones y la interesante ventana a la vida y obra del autor, entre otras cosas, hacen que De qué hablo cuando hablo de correr merezca, y mucho, la pena. Pero su verdadera esencia quizá resida en frases como esta: «Durante el mes que falta para la carrera, voy a ir domando estas nuevas zapatillas para adaptarlas poco a poco a mis pies».

No se me ocurre mayor elogio de la épica.

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