La guerra de papel de Juan Ramón Jiménez
La editorial Athenaica publica una impecable edición de los escritos de poeta de Moguer sobre la tragedia española
Más que uno de los nombres principales de la historia de la literatura española, y aparte de una de las firmas fundamentales de la literatura universal del siglo XX, Juan Ramón Jiménez debería empezar a ser considerado en sí mismo como toda una asignatura en la carrera de Filología Hispánica, y no sólo por la alucinada calidad de sus poemas y sus prosas, sino por el fenomenal laberinto de papel que dejó tras de sí al morir en 1958. A pesar de lo mucho que él mismo destruyó (incluso intentó acabar con todos los ejemplares de sus primeros libros publicados…), o de lo que perdió, o de lo que le robaron… El inverosímil caudal de lo que a día de hoy anda depositado y más o menos catalogado en una sala de la Universidad de Puerto Rico explica que no dejen de aparecer inéditos, olvidos y sorpresas. Y es una gran paradoja: jamás una persona tan obsesivamente ordenada como Juan Ramón Jiménez habrá dado lugar a un caos textual tan grande, porque era un hombre de mentalidad cuadriculada en lo que respectaba a la ordenación de su obra, sí, pero lo malo es que cambiaba de cuadrícula y de plan varias veces cada día.
Alguien como el de Moguer exigía filólogos a su altura, profesores que se hicieran cargo de la complejidad de su literatura y que tuviesen una paciencia sobrenatural, aparte del tiempo que le faltó al propio poeta. Pero si decía arriba lo de la asignatura es porque además Jiménez es todo un desafío ecdótico a la hora de valorar versiones y variantes, de modo que quienes encontramos mucha más alegría en una nota al pie que en toda la historia de Eurovisión debemos al «andaluz universal» y en sus comentaristas todo un banquete.
Ya que se ha abordado la locura literaria de Juan Ramón desde tantos puntos de vista, creo que algún día habría que dedicar una monografía a «los juanramonianos», desde el primero de todos, el lealísimo Juan Guerrero Ruiz, pasando por los también fieles y despiertos Ricardo Gullón, Francisco Garfías, Graciela Palau de Nemes, Ángel Crespo o Antonio Campoamor González, y llegando a los actuales Antonio Sánchez Romeralo, Alfonso Alegre Heitzmann, José Antonio Expósito o Almudena del Olmo Iturriarte. «Maldito editor del futuro, que editará mis libros feamente», amenazó Juan Ramón en un aforismo tremendo, y eso ha podido ser verdad respecto a las tipografías y las calidades de los papeles, pero lo cierto es que en lo importante (esto es, la fijación de textos, las estructuras, los prólogos, las notas y las interpretaciones), creo que el Premio Nobel de 1956 debería estar bastante contento y sentirse bastante bien tratado, por notablemente bien comprendido.
A esa meritoria nómina de juanramonianos se unió con honores hace ya lustros la profesora Soledad González Ródenas, quien tras unas primeras aportaciones en forma de ponencias y artículos, se ocupó en 2009 de completar editorialmente un libro que Ángel Crespo ya había ofrecido en Seix Barral en 1985, pero que apareció dolorosamente reducido. Y reducir, en el caso de Juan Ramón, implica mutilar y deformar (e incluso censurar) mucho más que en el caso de otros autores.
Ese proyecto era Guerra en España (Athenaica), uno de los libros en los que Juan Ramón trabajó durante años (en paralelo a otras 30 o 40 carpetas…) y que, como tantos otros, estuvo a punto de entregar a la imprenta en alguna ocasión. En el sobre donde el poeta iba metiendo textos destinados a ese libro (o a veces confusas listas de artículos, poemas o cartas que tenían que acabar allí) se encuentran piezas que habían aparecido o han aparecido después en otros sitios, pero no por error sino porque de hecho en el corpus juanramoniano cada pieza forma parte de varios puzles distintos. Un aforismo, sin exageración, podría tener que publicarse en cinco libros diferentes, porque afectaba a los temas que esos proyectos trataban. Es seguramente por ello por lo que jamás ha podido acometerse en serio la publicación de la obra completa de Juan Ramón, asunto que a él le obsesionó desde joven: no el hacerlo, porque ya intuía con amargura que no le daría tiempo a verlo, sino cómo dejarlo preparado o encargado. Ni él mismo podía orientarse bien en su torrencial río de borradores y de esquemas, e incluso dejó proyectado un tomo final de Poesía no escrita que debía publicarse en blanco. Como locura, ésa es de las bonitas.
Un libro triste e imprescindble
Pero fue precisamente la guerra el primer revés que sufrió cualquier sueño o anhelo editorial, literario, filológico o intelectual, arrasado todo por la avidez de la violencia. Y de eso, precisamente, trata Guerra en España una vez que su autor pudo empezar a volver a plantearse, ya en el exilio, todo lo que él tenía que decir sobre el conflicto, sus antecedentes, su desarrollo, sus culpables, sus implicaciones o los fenómenos admirables o despreciables a los que dio lugar. Y eso se materializa, de un modo casi inevitable, en un libro misceláneo, pues Juan Ramón no era de sentarse y escribir por largo lo que pensaba sobre algo, sino más bien de recopilar, corregir y ordenar los papelitos que había escrito en su día sobre cada cosa, o recuperar cartas significativas a sus intereses, o reunir poemas relacionados con el tema en cuestión. Y así, en Guerra en España hay prosas, poemas, cartas, artículos, textos ajenos y hasta recortes de prensa comentados por el de Moguer, con «pies de foto» que recuerdan a los de los caprichos y disparates de su más o menos admirado Goya.
Como he adelantado arriba, ese libro frustrado fue recompuesto mal que bien por Ángel Crespo, que lo vio publicado en 1985, pero con lacerantes omisiones respecto a lo que él había entregado. En 2009, la editorial sevillana Point de Lunettes ofreció un libro en formato caja de zapatos que suponía una multiplicación por cuatro de lo que habíamos leído en Seix Barral. La editora fue Soledad González Ródenas, quien tampoco quedó completamente contenta con aquello («no satisfizo completamente a ninguno de los que participaron de cerca en su composición», dice exactamente), según explica ahora en la que, prensas de Athenaica mediante, supone por todo lo alto la tercera edición de Guerra en España, y que, a pesar de lo mal que se lleva con «lo definitivo» cualquier cosa que tenga que ver con Juan Ramón, comienza a acercarse a la impecabilidad o incluso a la perfección. Desde luego está todo reordenado, repensado y corregido, y por descontado aparecen aquí varios textos desconocidos, inéditos hasta hoy.
Lo que importa es que éste es, sencillamente, un libro insoslayable para comprender quién fue y qué hizo el poeta en aquellos trágicos, y por tanto, quién fue en general ese hombre extraordinario, un autorretrato poliédrico que conviene complementar con los diarios de su mujer, Zenobia Camprubí, y desde luego con el resto del corpus primario del autor, y muy especialmente, para estos asuntos, su epistolario.
Aquel que fue uno de los españoles que primero vieron la boca de lobo que suponía el fascismo (riñendo a Ramón Gómez de la Serna o Ernesto Giménez Caballero por la inconsciente y acrítica alegría con la que recibían toda supuesta novedad), y que tampoco compró un solo boleto en la criminal tómbola del comunismo, permaneció su vida entera alejado de todo fanatismo que no fuera el de la autonomía personal y el respeto a sí mismo. Cómo iba a vivir una guerra quien anduvo toda su vida obsesionado por la belleza, el recogimiento, el silencio o la inocencia, y cómo iba a afrontar el exilio quien sólo podía vivir rodeado por su idioma, asqueado por toda ideología (excepto esa Ideolojía donde acopió aforismos llenos de verdad, gracia e inteligencia: lo contrario de las balas).
Éste es, en fin, un libro de los imponentes, no por su volumen sino por su valor, e interesará tanto a amantes de la poesía y de la literatura como a historiadores, cronistas de aquellos años o biógrafos de los muchos implicados y aludidos. Y es al cabo, por supuesto, el libro más desoladoramente triste de su melancólico autor, un cajón donde un solo hombre habló por muchos, y donde el conflicto queda comprimido y traducido, si no a belleza, sí a la decencia civil que procedía de una mirada limpia en momentos sobrecogedores. Al fin y al cabo, el asco es un anagrama del caos.