THE OBJECTIVE
Manual de buenas maneras

Las celestes protuberancias

«El desaliño actual lo llena todo (en verano más aún) y casi nadie piensa si es elegante o no ir guarrete»

Las celestes protuberancias

Personas con sobrepeso. | EP

Esto es como hablar de lo bonito feo. Decir que hay cosas tradicionalmente poco o nada bellas, pero que igual no es así o no es para tanto. Recuerdo un caso que triunfó en publicidad y gusto del público, sino de obra de dicho. En 1982, el modisto gallego Adolfo Domínguez lanzó la campaña «La arruga es bella». Creo que convirtió un antiguo dictum dedicado a elogiar la vejez -nada importan las arrugas del rostro, incluso pueden resultar interesantes- en una paremia sobre la tela y los trajes. El lino, por ejemplo, tela de calidad, se arruga muy rápido y muy fácil. No importa, un pantalón o una falda arrugados pueden ser incluso más seductores que exhibiendo plancha. Todo esto entraba, en aquellos venturosos años, donde la gente aún intentaba aprender y ponerse guapa, dentro de una corriente minoritaria y con presunta elegancia: el dirty chic, lo sucio con clase, o como dije en una locución más generosa «la estética del desgalichamiento». Ir desarreglado, pero con mucha atención al detalle y mucho espejo, sin duda era una seña de identidad atrayente. Pero enseguida llegó lo que ya vivimos en plenitud de bochorno: el desarreglo vestimentario ya no se estudia ni usa modales más o menos propios, el desarreglo o desaliño actual llanamente es. Lo llena todo (en verano más aún) y casi nadie piensa si es elegante o no ir guarrete -¿qué es la elegancia?- se va como se va, de cualquier modo, porque les sale a unas y a otros del guano. Ahí empieza y acaba todo en nombre de una libertad de actuar que no se entiende bien, porque nunca cuenta con el vecino, con el prójimo. Con sobaquina o sin sobaquina, ¡que le zurzan! Ahí andamos. 

En este mundo (generalizo, pero poco) del «todo vale», que trataremos de ir analizando en textos sucesivos, «la arruga es bella» es mera historia, algo pasado. Porque hoy se ha puesto de moda (¿?) exhibir con orgullo lo que antes con ligero pudor se ocultaba. La gordura mórbida va en aumento y hay múltiples razones alimentarias para ello. Uno no es exactamente culpable de esa gordura, muy poco estética, entonces ¿se cela cautamente o se exhibe en plenitud como un trono de arcángeles? Venga un recuerdo de una escritora norteamericana, judía, rica y simpática, que anduvo haciendo travesuras antifranquistas en lo más lóbrego de la España de Franco, Bárbara Probst Solomon (1928-2019) a la que conocí cuando vino a presentar la traducción de su libro de memorias Los felices cuarenta, ya en la Transición. Barbarita -como se le llamaba- era muy gruesa, tema que ni le molestaba ni realzaba. Un amigo contaba que, al ir con ella, en Nueva York, a una piscina privada, cuando la gentil escritora se lanzó al agua, pareció que el líquido de la piscina desbordaba, pues se había arrojado de cabeza. No le importaba ser muy gruesa, pero tampoco lo pregonaba, y hablo de las ropas. Hasta no hace mucho las excesivas gorduras, las protuberancias varias o las adiposidades, se disimulaban con tules discretos. Las mujeres propenden, por naturaleza, a caderas y culos redondos y grandes y a grandes pechos, pero esto es menos general. Una señora culona (excusemos la expresión) que llevara pantalones que ceñían su cárnico esplendor -a muchos hombres les encanta- solían llevar blusones anchos que tapaban o velaban el trasero imperial, del que pocas se enorgullecían. Una poeta muy querida oculta siempre con batones o blusas ese «pandero» que dijo sin mala intención un amigo. Esto también ocurre entre hombres, pero menos por pura fisiología. Los hombres disimulaban otras partes que hoy, si pueden, también promocionan.

Basta salir a la calle, y más en estos tórridos veranos: pantalones cortos que llegan hasta la misma ingle, vaqueros ceñidos al máximo en toda edad, y así vemos culos gigantescos, orondos, senos que desbordan (aquí aún vive algo el pudor, si puedo llamarlo así) y todo tipo de excrecencias y protuberancias que se ven con naturalidad. Naturales lo son, sin duda -salvo en colombianas operadas, pues allá es moda- el tema está en mostrarlo o poner telas, velos de cierto disimulo. ¿Es elegante acotar, adornar para disimular o nada importa nada porque mi culazo es mío y punto final? Volvemos al meollo: ¿estilo, voluntad de finura natural o todo vale? Esto último está ganando por goleada y la calle es el gran reino de la exhibición total, incluidos sudores. Cuando yo era adolescente, a los chicos se nos decía o insinuaba que no era bonito (ni elegante) mostrar paquete en el pantalón. Eso quedaba para el chulapón Pichi, «luciendo todo lo que Dios le dio». Pero hoy ese bulto es timbre de gloria viril, y todo el que puede lo marca, lo comenta o lo ensalza, como al saltador francés de pértiga, descalificado por puro paquetón. El culote femenino. La adiposidad es bella, la protuberancia maravillosa, la carencia de línea o estilo pura gloria. Vivimos el parque temático de las adiposidades enormes como adorno. La arruga bella quedó lejos. Bello-feo o feo-bello (no se distingue) da todo lo mismo. Y este es nuestro mundo ignorante: todo da lo mismo. ¿Feo? A mí me parece lindo, y lloren los cánones de Mirón o Praxíteles… (Hablo de lo público, obvio que privado debe de ser total libertad).

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