Salman Rushdie: la vida después del cuchillo
El autor estadounidense plasma la experiencia personal de intentar ser asesinado y su nuevo concepto de «felicidad»
«Todavía veo el momento a cámara lenta. Sigo con la mirada al hombre que se destaca de entre el público y corre hacia mí. Veo cada paso de su precipitada carrera. Me veo a mí mismo poniéndome de pie y volviéndome hacia él. (Continúo de cara a él. En ningún momento le doy la espalda. No tengo ninguna herida en la espalda). Levanto la mano izquierda en un gesto de defensa. Él me hunde el cuchillo en la mano. Después de eso me asesta varias cuchilladas más, en el cuello, el pecho, en un ojo, en todas partes. Noto que me fallan las rodillas y me desplomo».
El autor de este relato espeluznante en primera persona es Salman Rushdie y sobre él se estructura su último libro, llamado, justamente, Cuchillo, el cual, desde nuestro punto de vista, pretende responder dos grandes interrogantes. El primero es el por qué de la agresión, el sentido último que tuvo el agresor; y el segundo, de carácter más general y representativo de todo aquel al que le haya tocado vivir un episodio de gran conmoción en su vida: ¿se puede volver a ser feliz después de un hecho así?
Como usted recordará, hace exactamente dos años, el 12 de agosto de 2022, en Chautauqua, Estados Unidos, un viernes soleado, Salman Rushdie, el autor de Los Versos Satánicos, se disponía a dar una conferencia en el marco del proyecto Ciudad Asilo de Pittsburgh que brinda refugio a escritores cuya seguridad corre peligro.
Allí fue agredido a cuchillazos por un joven que lo esperaba mezclado entre el público y que se abalanzó sobre el escritor de la manera que se acaba de relatar. Hasta que sus colegas y asistentes pudieron reducir al agresor, pasaron veintisiete segundos y unas quince puñaladas que le hicieron perder un ojo, le cercenaron los tendones y casi todos los nervios de la mano izquierda, y le infringieron heridas en el cuello, el pecho, la cabeza, la boca y el muslo. Sí, si de paradojas estamos hablando, se trata de la paradoja perfecta.
Tras estar en el quirófano durante ocho horas, Rushdie recién pudo volver a casa más de seis semanas después con veinticinco kilos menos. Es que con un ojo salido de la cuenca, una mano que todos daban por inutilizable de por vida, el corazón «magullado», el hígado afectado y la extirpación de parte del intestino, la recuperación no sería fácil.
La descripción que hace Rushdie de lo que fue el proceso de recuperación ocupa buena parte del libro y el solo hecho de transcribirlo ya genera angustia. Con todo, el autor de Ciudad Victoria no ahorra detalles acerca de cómo fue sobrevivir a las anestesias en la zona del ojo, los catéteres en el pene o las bolsas adosadas a distintos órganos de su cuerpo para drenar el líquido. Más que un regocijo del padecimiento parece un intento de transmitir el nivel de daño que un «asno», como el propio Rushdie llama a su agresor, puede ocasionar. Por cierto, si de paradojas hablamos, el atacante fue identificado como Hadi Matar.
Aunque nadie lo esperaba y Rushdie vivía una vida «normal» en Nueva York desde el año 2000, lo cierto es que este episodio viene a cerrar una persecución demencial que se inició allá por el año 89 cuando el ayatolá Jomeini pronunciara su tristemente recordada Fetua:
«Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos –libro contra el islam, el Profeta y el Corán- y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido, están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren».
Aunque apenas publicado el libro ya había generado diversos tipos de incidentes, como bien describe Rushdie en su autobiografía, Joseph Anton, tras la publicación de la fetua llegó el terror. Esto incluyó no solo que las librerías retiraran de la venta el libro, sino también un conflicto diplomático entre Irán y la Comunidad Europea, explosiones en una librería de California y manifestaciones contra Rushdie en distintas partes del mundo donde el condenado a muerte era graficado como una criatura satánica, con cuernos y ahorcado con la lengua colgando.
Mientras Rushdie permanecía en Londres con guardia permanente (así estuvo durante más de diez años), el ayatolá ofrecía tres y luego seis millones de dólares a quien asesine a nuestro autor, y los atentados contra distintas personas conectadas con el libro se sucedían. Así, entre el año 91 y 97, es agredido con arma blanca el traductor de la novela al italiano, hay un intento de asesinato al editor noruego de la novela, matan al traductor al japonés y hubo un atentado contra el traductor turco en el que murieron treinta y siete personas. Si al menos el ayatolá hubiera leído el libro…
A propósito de lecturas, o de la falta de las mismas, tomar conocimiento de las primeras declaraciones del agresor es vivido por Rushdie más como un síntoma que como una decepción, en el sentido de que el agresor ni siquiera es un gran ideólogo o un fanático, al menos, tal como seguramente lo estamos imaginando. Se trata de un muchacho de origen musulmán, residente en New Jersey, con problemas de socialización, relativamente comunes en jóvenes, que pasaba horas recluido en su habitación mirando Netflix, jugando videojuegos y viendo videos en Youtube de un líder religioso. Cuando se le preguntó por qué cometió la agresión respondió que sintió la necesidad de hacerlo porque Rushdie era un farsante. Además, admitió que fue condición suficiente para el intento de asesinato haber leído dos páginas de su obra y ver algunos de sus videos en Youtube.
Ante este escenario, en uno de los últimos capítulos del libro, Rushdie establece un diálogo imaginario con su agresor en el que le espeta lo siguiente:
«Al soltero forzoso le cabrea ser virgen. Tú estás cabreado. Seis mil millones de enemigos, ni un solo amigo, amantes menos de cero. Furioso. Un montón de rencores. Me pregunto a quién tratabas de matar en realidad. ¿A una chica que se te quitó de encima? ¿A un chico que conociste en el gimnasio o en la frontera con Israel? ¿A tu madre, quizá? (…) ¿Fui una víctima por delegación? ¿Qué cara estabas viendo mientras te dedicabas a acuchillarme?»
Asumido el sinsentido del ataque, Rushdie intenta responder ahora a la segunda cuestión que atraviesa el libro desde el inicio. Me refiero a la cuestión de la posibilidad de ser felices después de un daño de esta magnitud o, lo que en este contexto es casi lo mismo, la pregunta acerca de si se puede recuperar la felicidad previa al evento.
«Si bien la felicidad perfecta es inviable, también lo es la infelicidad perfecta»
Una pista de la respuesta la ofrece el epígrafe de Beckett elegido para iniciar el libro: «Somos otros, ya no lo que éramos antes de la desgracia de ayer». Se trata de una cita que podría matizarse con una más consoladora de Primo Levi en Si esto es el hombre y que Rushdie también menciona al pasar. Me refiero a aquella que indica que si bien la felicidad perfecta es inviable también lo es la infelicidad perfecta.
Con todo, debemos aguardar las últimas líneas del libro, las que describen el momento en que, junto a su mujer, Eliza, aquella que lo apoyó sacrificialmente desde el primer momento, regresa al escenario de la agresión, el anfiteatro donde el ‘asno’ iniciaba «su precipitada carrera».
Allí, antes de abrazar a Eliza y dar un cierre simbólico a meses y meses de un padecimiento con secuelas visibles, Rushdie afirma que, aun una felicidad herida, es una de las formas de la felicidad y, sobre todo, lo más importante, es una felicidad que basta.