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'Hillbilly', unas memorias que valen un billete para la Casa Blanca

El éxito del relato de su vida impulsa a J. D. Vance hasta ser elegido por Trump como su candidato a vicepresidente

‘Hillbilly’, unas memorias que valen un billete para la Casa Blanca

Cartel de la película inspirada por la obra de J. D. Vance, dirigida por Ron Howard. | Netflix España

Resulta complicado traducir el término «hillbilly». Demasiado estadounidense. En sentido estricto, describe a la población de una zona geográfica, la de los Apalaches. Más ampliamente, significa algo así como garrulo de las montañas. Un perdedor nato que Los Simpsons, esa enciclopedia de arquetipos made in USA, ilustra con la familia de Cletus Spuckler: primitivos, malhablados, dados al incesto y al whisky de garrafa. Pero la rueda ha girado. J. D. Vance (Middletown, Ohio, 1984) ha sido elegido por Donald Trump como candidato a la vicepresidencia en su ticket electoral, lleva a gala su pertenencia a esa cultura.

Es más, la popularidad que le ha llevado a tales alturas se cimenta en su libro Hillbilly, una elegía rural (Deusto), que lleva vendidas más de 1,6 millones de copias desde su publicación en 2016. El subtítulo, Memorias de una familia y una cultura en crisis, describe el doble propósito del libro. Su columna vertebral se estructura a partir de la biografía de Vance: la infancia y adolescencia a medio camino entre el Ohio industrial de su vida diaria y el Kentucky ancestral de las vacaciones y los fines de semana; la maduración en el ejército y la universidad, y el improbable éxito desde el que escribe. Alrededor, un intento por comprender cómo diablos ha conseguido «algo que al J. D. Vance de 13 años le habría parecido absurdo».

Aunque el texto aparece trufado de sociología, con citas de estudios académicos y manuales, lo que lo convirtió en un best seller fue su músculo narrativo. «La gran novela americana del año no es una novela», reza en la solapa de una de sus ediciones. Ya explicamos por aquí la importancia del concepto de Gran Novela Americana para los estadounidenses. Desde mediados del siglo pasado, su eficacia popular se incrementa, además, por las adaptaciones audiovisuales. En este caso, se ha encargado Netflix, que sacó en 2020 una película con nada menos que Ron Howard a los mandos y Glen Close en el papel estelar de la abuela de J.D.

El núcleo argumental de la historia tiene que ver, por supuesto, con el sueño americano. Pero visto desde el otro lado: el de quienes ya apenas creen en él. «Yo crecí siendo pobre en el Cinturón del Óxido, en un pueblo acerero de Ohio que ha estado perdiendo puestos de trabajo y esperanzas desde que tengo memoria. Por decirlo suavemente, tengo una relación compleja con mis padres, y mi madre ha luchado contra las adicciones durante casi toda mi vida. Mis abuelos, ninguno de los cuales acabó la educación secundaria, me educaron, y sólo algunos parientes lejanos fueron a la universidad. Las estadísticas dicen que los chicos como yo tienen un futuro lúgubre; que si tienen buena suerte lograrán no depender de las prestaciones sociales, y que si tienen mala suerte morirán de una sobredosis de heroína».

A los hillbillies se les suele encuadrar en otra categoría más amplia de americanos, la «white trash». Este término, más fácilmente traducible como «basura blanca», bebe básicamente de la idea de que no hay nada más humillante que ser blanco y pobre: no tienes la excusa de ser negro. Aunque no sea muy políticamente correcto reconocerlo, eso, en EE UU, te hunde. Normal que quienes conviven con el sanbenito tengan la susceptibilidad a flor de piel. Normal que se indignaran cuando la entonces candidata (supuestamente) de izquierdas Hillary Clinton aprovechó un hueco entre sus millonarias reuniones con los banqueros y los cócteles con la progresía intelectual para llamarlos «deplorables» por pasar de ella hasta el punto de apoyar a un tipo como Donald Trump.

Una historia de superación

Vance explica que sus raíces están en los Apalaches, depauperada cuna de los hillbillys de la que sus abuelos, como tantos otros, huyeron hacia el norte industrial. Allí encontraron algo de prosperidad, pero no dejaron atrás el legado cultural de esa civilización de una autenticidad a veces excesiva, violenta, con la lealtad y un rudimentario sentido del honor como estandartes de doble filo. Para colmo, la industria tradicional de su tierra de adopción se hundió, con lo que el chaval Vance vio cómo el sanbenito de white trash le perseguía como una maldición.

Pero nada tan americano como una historia de superación. Con una madre desquiciada y una sucesión incesante de padres fugaces, la adolescencia de Vance estuvo al borde del abismo: «Estuve a punto de cagarla hasta que un puñado de gente que me quería me rescató». A la cabeza, su abuela, a la que llama por el término entrañablemente hillbillys de mamaw. Admiradora de Terminator, un tremendo plano de la película muestra su bolso de abuelita lleno de artículos femeninos… y una pistola de generoso calibre.  

Mamaw se llevó a J.D. a vivir con ella cuando la situación era ya insostenible. No solo aseguraba un plato sobre la mesa y un cariño rudo pero evidente. También proveía de soluciones radicales a problemas radicales. «Cuando estaba en séptimo, muchos de mis amigos del barrio ya fumaban hierba. Mamaw descubrió quiénes eran y me prohibió verlos. Soy consciente de que la mayoría de los niños ignora instrucciones como ésas, pero la mayoría de los niños no las reciben de gente como Bonnie Vance. Me prometió que si me veía en compañía de cualquier persona que estuviese en la lista de prohibidos, la atropellaría con el coche. ‘Nadie lo descubrirá nunca’, susurró amenazadoramente».

Aunque la mejor proeza de Mamaw, o la más espectacular, tiene que ver con el tan de modo asunto de la identidad sexual: «Le confesé que era gay y que me preocupaba arder en el infierno. Ella dijo: ‘No seas idiota, ¿cómo demonios vas a saber si eres gay?’. Le expliqué cómo había llegado a esa conclusión. Mamaw soltó una risotada y pareció pensar cómo explicárselo a un niño de mi edad. Finalmente, me preguntó: ‘J. D., ¿quieres chupar pollas?’. Yo me quedé estupefacto. ¿Por qué iba alguien a hacer algo así? Ella lo repitió y yo dije: ‘¡Claro que no!’. ‘Entonces —dijo—, no eres gay. Y aunque quisieras chupar pollas, no pasaría nada. Dios te querría igual».

De los marines a la élite

Vance recondujo su vida. Lo admitieron en la Universidad de Ohio State, de prestigio dentro de las de segunda fila, pero prefirió alistarse a los marines para poder afrontar la matrícula y, sobre todo, asegura él, encarar la experiencia con madurez. De su paso por el ejército solo tiene palabras de agradecimiento. Más allá de las oportunidades económicas que se le abrieron, recuerda que, «en los marines, darlo todo era una forma de vida». Y ahí está el corazón de su libro y, probablemente, de su mensaje electoral: «Cuando la gente me pregunta qué es lo que más me gustaría cambiar en la clase trabajadora blanca, digo: ‘La sensación de que nuestras decisiones no tienen importancia’. El cuerpo de marines me extrajo esa sensación del mismo modo que un cirujano extrae un tumor».

Licenciado del ejército, entró en la facultad de Derecho de Ohio State, y de ahí saltó a la de Yale, puro Ivy League. La llegada a la élite absoluta marca el reto más duro del sueño americano: mantenerse en las alturas. «Pese a la obsesión de la Ivy League por la diversidad, prácticamente todo el mundo —negros, blancos, judíos, musulmanes, lo que fuera— procedía de familias intactas que nunca se tenían que preocupar por el dinero».

En Yale se dio cuenta de la importancia del concepto de «capital social»: la semana de entrevistas para conseguir prácticas de verano le mostró que «la gente con éxito juega a algo completamente distinto. No inundan el mercado de trabajo con currículums con la esperanza de que alguna empresa le haga el favor de hacerle una entrevista. Hacen contactos». Nada demasiado diferente de la lealtad hillbilly, pero en otro nivel y, sobre todo, con otros resultados. 

En el momento más dramático de las memorias, Vance casi pierde la oportunidad laboral de su vida por ayudar a su madre tras su penúltima sobredosis. Comprende que tiene que perdonarla para seguir adelante, y así lo hace, pero entiende también que tiene que soltar su mano en un momento especialmente dramático de la versión cinematográfica por lo visual: «Amo a esa gente, incluso a aquellos con los que, para mantener la cordura, no me hablo», escribe en el libro, ampliando el espectro a esos «blancos de clase trabajadora» que «son el grupo más pesimista de Estados Unidos». Porque, recuerda, «estamos más aislados socialmente que nunca y transmitimos ese aislamiento a nuestros hijos». Él quiere acabar con eso.

Desconfianza conservadora

Y Donald Trump y la maquinaria republicana sabe que ese empuje puede ser muy útil en las próximas elecciones. Dice Vance, por ejemplo: «Fue la reorientación política de los Grandes Apalaches, de demócratas a republicanos, lo que redefinió la política estadounidense después de Nixon. Y es en los Grandes Apalaches donde la fortuna de la clase trabajadora parece más sombría. De la escasa movilidad social a la pobreza, pasando por el divorcio y la adicción a las drogas, mi pueblo es un foco de desesperación». Traducido a la intimidad del votante: «Para papaw y mamaw no toda la gente rica era mala, pero toda la gente mala era rica». O más claro todavía: «‘Nunca me gustó mucho Reagan —me contó más tarde papaw—. Pero odiaba a ese hijo de puta de Mondale’. El oponente demócrata de Reagan, un progresista culto del nordeste, contrastaba cruelmente con mi papaw hillbilly desde un punto de vista cultural».

Mientras trabajaba, de adolescente, en un supermercado, J.D. descubrió «cómo la gente hacía trampas al estado del bienestar». Mamaw le disparó a un tipo que intentó robarle una vaca: «No hay peor que un pobre robándole a otro pobre». Conclusión: «Empezamos a mirar con desconfianza a muchos de nuestros correligionarios de la clase trabajadora». Hay mucha miga política ahí. 

Vance afronta la situación con la clásica desconfianza conservadora (y, en el fondo, estadounidense en general) hacia el intervencionismo del Estado. Pero lo hace sin los aspavientos de un libertario radical. «Yo leía libros sobre las políticas sociales y los trabajadores pobres», dice, y los define como «reveladores», pero «ninguno de estos libros respondía a las preguntas que me acosaban». Porque «nuestra elegía es sociológica, sí, pero también tiene que ver con la psicología, la comunidad, la cultura y la fe». 

Lo ilustra planteándose qué hubiera pasado si en vez de caer en las redes de su mamaw se hubieran encargado de él los servicios sociales. «Parte del problema es la manera en que las leyes estatales definen la familia. En familias como la mía —así como en la de muchos negros e hispanos— los abuelos, los primos, las tías y los tíos juegan un papel desproporcionado. Los servicios infantiles, muchas veces, los eliminan del cuadro, como hicieron en mi caso». En ese sentido, no le sorprende, por ejemplo, que «la Utah mormona —con su fuerte iglesia, unas comunidades integradas y las familias intactas— superara por mucho al Ohio del Cinturón del Óxido».

El gobierno no es culpable

Vance endosa parte de la responsabilidad a esa élite que conoció en Yale y de la que, no nos engañemos, ahora forma parte como parte de una millonaria firma de inversión: «La clase alta puede promover el ascenso social no sólo apostando por las buenas políticas públicas, sino también abriendo sus corazones y sus mentes a los recién llegados que se sienten fuera de lugar».

Pero sobre todo apunta a los suyos: «Los hillbillies somos la gente más jodidamente dura del mundo […] ¿Somos tan duros como para mirarnos a nosotros mismos en el espejo y reconocer que nuestra conducta daña a nuestros hijos? Las políticas públicas pueden ayudar, pero no hay ningún gobierno que pueda solventar esos problemas por nosotros». Porque esos problemas «no los creaban los gobiernos, las empresas ni cualquier otro. Los creábamos nosotros y sólo nosotros podemos arreglarlos […] No sé cuál es la respuesta exacta, pero sé que empieza cuando dejamos de culpar a Obama o a Bush o a empresas sin rostro y nos preguntamos qué podemos hacer nosotros para mejorar las cosas».

Y ese «nosotros» ahora incluye el partido que lo quiere de vicepresidente: «Lo que separa a los exitosos de los no exitosos son las expectativas que tenían sobre sus propias vidas. Pero el mensaje de la derecha es cada vez más: no es culpa tuya que seas un fracasado, es culpa del gobierno». Ojo. 

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