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El otro lado del espacio

Unamuno supo mirar el abismo, sin apartar los ojos, y entendió perfectamente el nihilismo de nuestro tiempo

El otro lado del espacio

Ilustración que muestra a Miguel de Unamuno contemplando la infinitud del firmamento. | Jesús Ferrero

Le gustaba ir al lago de Sanabria para sentir la presencia del agua y la templanza de la noche. La atmósfera oscura, los frondosos castaños que no dejaban pasar la luz, el rumor del lago tan parecido al silencio, le llenaban la cabeza de dudas acerca de la naturaleza del mundo y la naturaleza de Dios, y Unamuno se convertía en un ateo inmensamente trágico, porque percibía su situación de descreído como un martirio y como una maldición.

A veces don Miguel tenía miedo de pasar por delante de un establecimiento de Puebla de Sanabria: la famosa cuchillería Los Gamos, especializada en navajas portuguesas de todos los tamaños, algunas con incrustaciones de oro y de plata. Un amigo de mi abuelo me dijo que una tarde plomiza, una de esas tardes sin Dios y sin ángeles que parecen destinadas a conducirte directamente a la desesperación, don Miguel se quedó mirando durante horas el escaparate de la cuchillería como aquel personaje de la novela El idiota de Dostoyevski. Más tarde, Unamuno se alejó de la tienda y se detuvo en seco ante el lago glaciar más grande de Europa, que le parecía el pozo del abismo del Apocalipsis de San Juan.

Unamuno parecía atormentado por la fuga de Dios más que por su muerte, y se iba a Sanabria, al pozo del abismo, para experimentar el dolor de ser un ateo con culpa, un ateo autómata, que aún respira con el aliento de Dios, que es un gólem de Dios sintiendo en su cuerpo una ausencia que no se puede llenar con nada. Y todo ello mientras escribía junto al lago la novela San Manuel Bueno, mártir. Como el cura ateo de su narración, Unamuno se enfrentaba al vacío del ateísmo, que surgía como la puerta a una dimensión desconocida que le producía terror sagrado, más terror sagrado que Dios, como si viera en la Nada la divinidad más terrible y aniquiladora, y la más proclive a provocar pánico existencial y disturbios sociales.

El sentimiento trágico de la vida le venía a Unamuno de la experiencia de la soledad ante el universo, heredada de Pascal y Kierkegaard, por eso le hizo a la estrella Aldebarán uno de los poemas más profundos de la literatura española, un poema que nos trasporta a un tiempo geológico más que humano, a un tiempo de una vastedad aterradora y que ha tenido sobre mí una gran influencia. La primera vez que lo leí, me asombró que Unamuno le preguntara a la estrella qué había al otro lado del espacio. Me subyugaba esa pregunta: no se trataba de saber sobre lo que era o no era el espacio, se trataba de abordar su reverso, lo que se hallaba al otro lado de la pantalla misma del espacio, concebido como una máscara que ocultaría la verdadera oscuridad. También le preguntaba Unamuno a la estrella dónde acaban los mundos y si cada astro tiene su destino y su sendero en medio del fuego general. Otras preguntas que le hace: «¿Qué amores imposibles guarda el abismo? ¿Qué mensajes de anhelos seculares trasmiten los cometas? ¿Sois hermandad? ¿Marcháis todos a un punto? ¿Oyes al sol? ¿Me oyes a mí?» La demandas a la estrella se van sucediendo como una catarata de brasas hasta acabar interpelando al astro acerca de su muerte: quiere saber a dónde segregarán a Aldebarán cuando esté muerta, a qué «tremendo muladar de mundos» la llevarán.

«Para Unamuno las estrellas podían proclamar el silencio de Dios, y también anunciar su suicidio por dispersión»

Al final del poema Unamuno dice que «si la verdad suprema nos ciñese, volveríamos todos a la nada», y luego le pregunta a la estrella si su silencio es la prueba de su eternidad. Para Unamuno las estrellas ocultaban más de lo que mostraban: podían proclamar el silencio de Dios, y también anunciar su suicidio por dispersión.

Siempre que miro las estrellas desde la sierra de Madrid, busco a Aldebarán y recuerdo los versos alucinantes de un poeta que supo mirar el abismo, que no apartó los ojos ni de lo manifiesto ni de lo omitido, que entendió perfectamente el nihilismo de nuestro tiempo, y que en algún período de su vida descendió a algo que parecía un pozo sin fondo. El lago de Sanabria era para él un símbolo del cosmos, pues desde el pueblo al que iba siempre que podía, y que se halla en la falda de la montaña, el lago parece de noche un cielo invertido desde el que poder imaginar el otro lado del espacio, al que llegaríamos por un agujero de gusano: el mismo que forma el lago en las madrugadas diáfanas de invierno y en las asombrosas noches de verano.

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