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Malditas redes

A falta de regulación, las plataformas sociales se rigen por la ley de la selva

Malditas redes

Ilustración de redes sociales. | Alejandra Svriz

Hubo un tiempo no tan lejano en que las cartas al director en los diarios eran el único medio de expresión de los ciudadanos. Su selección y edición solía ser el primer trabajo que se encomendaba en la redacción a los jóvenes recién incorporados. Era requisito indispensable para publicar esas misivas la identificación del remitente: se exigía nombre y dos apellidos, DNI y, por supuesto, que el contenido del mensaje no fuera delictivo. Aún no se hablaba de delitos de odio y se los denominaba delitos contra el honor. El Código Penal era suficientemente explícito. No podían contener injurias, difamaciones ni ataques ad hominem. Hoy nos parece una aberración prohibir el anonimato en las redes sociales.

En la cultura popular -libros, películas- la amenaza de una carta -normalmente al Times, que era el prototipo de diario- llegó a ser una herramienta frecuente de defensa y denuncia ante atropellos, injusticias, ataques o menosprecios. Todo eso cambió radicalmente con la llegada de internet, y el equivalente a aquellas epístolas admonitorias pasaron a ser el «te pongo un comentario en Google que te hundo el negocio», «te hago un hilo en Twitter para que todo el mundo sepa de qué calaña eres», o «voy a subir un vídeo a Tik-Tok que no te vas a atrever a salir a la calle». Desahogos todos ellos que se pueden manifestar sin necesidad de no ya de dar la cara, sino ni siquiera el nombre.

Hace mucho tiempo que las redes sociales han alcanzado tal grado de deterioro moral que quien les sigue haciendo caso, considerándolas verdad absoluta como si fueran la Biblia, es que están dispuestos a dejarse engañar. O, lo que es peor, están dispuestos a participar -aunque sea como mirón- en una ceremonia de confusión, de propagación de bulos, de ataques personales, de demonización del adversario, de propagación de odio -sí, odio- hacia el diferente, de campañas racistas, xenófobas, homófobas, y todas las fobias imaginables que contribuyen al enfrentamiento social.

Cada vez que ocurre un suceso luctuoso como el asesinato de un niño de diez años hace una semana, volvemos a preocuparnos por los excesos en las redes. Antes fueron el de la muerte en un pozo de Totalán del niño Ryan o el asesinato del niño Gabriel «el Pescaíto» a manos de la pareja de su padre en Cabo de Gata. Dos desgracias, entre otras muchas, que sirven de excusa a las redes para celebrar el gran carnaval, como se celebraba en la película de 1951 de Billy Wilder al son de la prensa sensacionalista .

Esta vez el fiscal de la Sala de la Unidad de Delitos Odio, Miguel Ángel Aguilar, ha sido quien ha abierto el melón y ha propuesto reformar el Código Penal para que los usuarios de redes deban identificarse -fuera máscaras- y quienes sean condenados por su uso delictivo puedan ser silenciados. Al parecer, tanto PSOE como PP están a favor de estas medidas, lo cual nos lleva al peligro, más que real en nuestro país, de que el poder político controle las redes. Que vivamos en la anormalidad de un poder judicial politizado no es excusa para dejar de perseguir los delitos, se produzcan en la calle o en el escenario de las redes.

El problema con las plataformas sociales es de ámbito global y no se resuelve a nivel nacional. Hoy día Twitter -hay quien dice que desde que lo controla ese villano de Marvel que es Elon Musk- está lleno de pornografía, de vídeos de brutales peleas y escenas violentas, muchas de ellas con resultado de muerte, de contenido repugnante para cualquier persona mínimamente sensible. ¿De verdad estamos dispuestos a que eso siga así?  La verdad, entre una legislación restrictiva -a poder ser a nivel mundial- y el capricho de un personaje como Elon Musk, que no deja de enriquecerse gracias a esos contenidos perversos, me quedo con la regulación. Por no hablar de Tik-Tok, una red controlada por el Gobierno chino, que aquí por tratarse de una red de jóvenes la consideramos como un inocente entretenimiento de adolescentes, cuando nada más lejos de la realidad. 

En 2018, el Gobierno de Sánchez anunciaba medidas para acabar con el anonimato de las redes para que los jueces puedan identificar con facilidad a los ciberdelincuentes. Han pasado seis años y no hemos vuelto a saber nada, tal vez porque a nuestros políticos les interesa el caldo de cultivo que se conforma en las redes. Hace aún más tiempo nos enteramos de la existencia de una legión de controladores de contenidos delictivos en las redes, y que muchos de ellos habían acabado con trastornos psiquiátricos al exponerse a contenidos aberrantes. ¿Qué fue de todo aquello? ¿Han sucumbido todos?

Los ultraliberales, defensores de la ausencia total de regulación también de las redes, no están defendiendo la libertad de expresión del conjunto de los ciudadanos, sino los intereses de cuatro magnates que están dirigiendo desde sus despachos la forma de pensar y de opinar en el mundo entero. Si Hitler o Stalin, que solo contaron con la radio para difundir las ideas más mortíferas del siglo XX, provocaron lo que provocaron ¿qué no serán capaces de hacer esos empresarios anarco populistas que dominan el mundo?

«Las redes no son el mundo real, aunque muchos parecen creer lo contrario»

Las potencias democráticas están obligadas a aliarse, a hacer frente a ese contrapoder que nadie ha elegido, pero que es capaz de manipular elecciones, sembrar la semilla del odio que siempre brota en forma de violencia, servir de cobijo de grupos terroristas o de organizaciones criminales. Sí, ya sé que el problema no son las redes -que pueden servir también para causas muy nobles-, sino los que las usan para fines perversos. Como las armas, y no por eso dejamos de regularlas.

Cada vez que las redes ofrecen una muestra de su potencial para diseminar el odio no puedo dejar de acordarme de La jauría humana (Arthur Penn, 1966). Un prófugo de la justicia que había sido condenado injustamente (Robert Redford) vuelve a su pueblo. Sus vecinos, ciegos por la sed de venganza, deciden tomar la justicia por su mano. Se van encendiendo unos a otros hasta emprender una sangrienta cacería humana.

En la localidad texana donde se desarrolla la película, Redford, al menos, tenía a un sheriff honrado (Marlon Brando) para defenderle e intentar aplicar la ley. En las jaurías de las redes, estamos indefensos, no tenemos a nadie que nos defienda.

Las redes no son el mundo real, aunque muchos parecen creer lo contrario. Los linchamientos, lapidaciones, piras purgatorias  y atropellos de todo tipo tal vez no provoquen heridas físicas, pero sí pueden causar daños psíquicos irreversibles y encender fuegos devastadores. Y no hay policía ni jueces suficientes en el mundo para controlar esos excesos.

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