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Benito Pérez Galdós, pionero del 'true crime' (y azote de manipuladores)

En ‘El crimen de la calle Fuencarral’, la editorial Siruela recupera seis cartas en las que el autor narra este oscuro episodio

Benito Pérez Galdós, pionero del ‘true crime’ (y azote de manipuladores)

Retrato de Benito Pérez Galdós, por Joaquín Sorolla (1894) | Wikimedia Commons

El 2 de julio de 1888 la policía, alertada por los vecinos, descubre el cadáver de la acaudalada viuda doña Luciana Borcino en su piso del número 109 de la madrileña calle de Fuencarral. Aparece estirada en la cama boca arriba, con la cara cubierta con unos trapos empapados en petróleo y quemados. Las primeras pesquisas evidencian que se trata de un asesinato. En la habitación contigua duerme la sirvienta Higinia Balaguer, aparentemente narcotizada, acompañada por el bulldog de la asesinada.

El caso, con sus tintes macabros, despertó la atención de la prensa y el morbo de la ciudadanía. Uno de los que escribió crónicas sobre las pesquisas policiales y el sonado juicio fue nada menos que Benito Pérez Galdós. Lo hizo en forma de seis cartas al director enviadas al periódico La Prensa de Buenos Aires, con el que colaboraba. Ahora la editorial Siruela ha rescatado estos textos con el título de El crimen de la calle de Fuencarral y prólogo de Lorenzo Silva en su colección Biblioteca de Clásicos Policiacos. La misma en la que el año pasado recuperó La gota de sangre de Emilia Pardo Bazán —se la reseñé en estas páginas—, obra pionera de la novela enigma española. Doña Emilia y don Benito mantuvieron un ardoroso romance —así lo atestigua el epistolario— y por lo que parece, una de las aficiones que compartían era el asesinato como tema literario.

La lectura hoy de El crimen de la calle Fuencarral de Galdós es interesante por un doble motivo: como crónica periodística del juicio, sitúa al autor como pionero de lo que hoy llamamos true crime y el modo en que en estos textos denuncia las malas prácticas de presa, judicatura y poder político dotan al texto una singular actualidad. El mismo morbo que excitó a las masas madrileñas de entonces —según las crónicas de la época, ¡20.000 personas asistieron a la ejecución pública por garrote vil de la culpable!— sigue hoy vigente. Para comprobarlo basta repasar los catálogos de las plataformas digitales, repletas de documentales sensacionalistas y escabrosos de true crime. Y en cuanto a lo de la prensa, los jueces y los políticos, hay párrafos que si se los extraigo sin decirles el origen podrían haber sido escritos ayer.

Este asesinato se convirtió en mito popular y dio pie a un par de versiones cinematográficas, una inspirada de forma muy libre en él, El crimen de la calle Bordadores de Edgar Neville, y otra más ceñida a la verdad, El crimen de la calle Fuencarral, una producción televisiva que formaba parte de la serie La huella del crimen. Este episodio estaba dirigido por Angelino Fons y Carmen Maura interpretaba a la criada Higinia. 

Son varios los factores que contribuyeron a la enorme popularidad de ese asesinato. Por un lado, la historia tenía componentes truculentos: una viuda rica asesinada de un modo horrible, una criada sospechosa que acabó acusada y cambió hasta cinco veces de versión. Y por encima de todo, la aparición del personaje estelar: José Vázquez-Varela, el hijo señorito y de vida disipada de la asesinada, conocido como «el pollo Varela», al que Higinia señaló como culpable en una de sus versiones. Sin embargo, había un problema: el pollo estaba cumpliendo condena en la cárcel Modelo de Madrid por el robo de una capa. Pero entonces se destapó el escándalo: el recluso, con la aquiescencia del director de la prisión, José Millán-Astray —sí, el padre del fundador de la Legión— salía de ella de forma irregular, sin permiso penitenciario oficial.

La prensa se lanzó a degüello, pero resultó que al disoluto señorito —al que Galdós describe como «un joven de rostro poco simpático, en el que destacan los labios enormes, indicando un desmedido desarrollo de los apetitos y ansiedades materiales»— no se le pudo implicar de ningún modo en el crimen. Eso sí, tiempo después pasaría catorce años en prisión por la mortal caída desde una ventana de su amante, en cuyo cadáver se descubrieron signos de estrangulamiento. Todo el peso de la ley cayó sobre Higinia, cuyo móvil fue el robo. Y como cómplice moral, aunque no material, se condenó a una amiga suya, Dolores Ávila, a dieciocho años de cárcel. 

Otro factor que aumentó la repercusión del crimen fue la fecha en que se produjo, en pleno verano. Como es sabido, en esta época hay menos noticias y los periódicos estiran las llamadas «serpientes de verano», cuyo nombre se origina en Nessie, el famoso Monstruo del Lago Ness, que siempre reaparecía en periodo estival para llenar páginas de los diarios. En el crimen de la calle Fuencarral la prensa no se limitó a indagar, sino que en el posterior juicio algunos medios ejercieron de acusación popular aportando sus investigaciones para de este modo alargarlo. La cosa adquirió tal magnitud que en los cafés había trifulcas entre higinistas y varelistas, según a quién consideraban culpable. 

Galdós da algunas pinceladas pintorescas del juicio: «Damas elegantes ocupan las primeras filas, y no vacilan en soportar los estrujones y el calor por ver de cerca la cara de la tremenda Higinia, oír su voz empañada y admirar la soltura de su mínima, digna de una consumada actriz. Las emociones del juicio interesan a las damas tanto como una buena ópera bien cantada. Hay otro público, el propiamente popular, que presta febril atención al juicio. Gentes hay que se estacionan desde las primeras horas de la mañana a la puerta de la sala, formando cola para conseguir un puesto, y se lo ganan con larga espera, y lo defienden luego como si de cosa mayor se tratase. (…) Toda la prensa asiste al acto, disponiendo de comodidades para hacer los extractos, que el público devora por la noche y a la mañana siguiente, pues el interés por este proceso no ha disminuido en los ocho meses transcurridos y se halla tan vivo como en los días que siguieron a la perpetración del crimen».

El escritor es demoledor con el sensacionalismo: «La prensa busca, en primer lugar, emociones con las que saciar la voracidad de sus lectores (…) Esto de que la prensa dé cabida en sus columnas a insustanciales charlas de café, presentándolas con la autoridad de cosa juzgada, nos parece deplorable, mayormente cuando viene a resultar que los que en un círculo de amigos hicieron determinada afirmación, al ser llamados como testigos a ilustrar a la justicia, niegan cuanto dijeron. Una de dos: o hablaron faltando a la verdad por fanfarronería, o carecieron del valor cívico para sostener delante de un juez lo propalado privadamente».

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El crimen de la calle de Fuencarral
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Sin embargo, «lo peor en este asunto es que se ha querido darle carácter político, por más que lo nieguen reiteradamente los iniciados de la acción popular. Se trata de hacer atmósfera en contra de la justicia que han dado en llamar historia, de motejarla y rebajar su prestigio, considerando que el descrédito de la justicia ha de traer el de todos los altos poderes del Estado». ¡Vaya! ¿Les suena?, parece que seguimos en las mismas, con dinamiteros dispuestos a enfangar las instituciones.

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