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Colombe Schneck y la conciencia del cuerpo

En ‘La trilogía de París’, la escritora y periodista explora la relación de una joven estudiante con su género y su físico

Colombe Schneck y la conciencia del cuerpo

La escritora y periodista Colombe Schneck. | © Jean-Francois Paga

París, primavera de 1984. Una adolescente de la burguesía chic se queda embarazada. Son tiempos de avances sociales, en los que la revolución sexual y la lucha feminista que agitaron la década de los sesenta parecen haber culminado. La joven toma la píldora, recetada por el ginecólogo que le recomendaron sus padres. En todo momento ha podido hablar de sus relaciones en casa. Se siente libre, dueña de su destino. La han educado en los principios de igualdad, independencia, progreso. Ha nacido mujer, pero se siente más poderosa que sus antepasadas. Y, sin embargo, se queda embarazada, una piedra con la que no contaba. Esa chica se llama Colombe y esta es su historia.

La trilogía de París (Lumen, 2024, trad. Mercedes Corral) reúne tres libros, publicados en su origen por separado, de la escritora y periodista Colombe Schneck (París, 1966). Este tríptico, de naturaleza confesional, está concebido en torno al cuerpo y recoge tres episodios que la marcaron: el aborto, la muerte de una amiga y el redescubrimiento del amor en la madurez. Narran lo que ella denomina «mi aprendizaje corporal: este es mi cuerpo, este es mi espíritu vivo, el de una persona única en constante movimiento» (p. 11). El primero, Diecisiete años (2015), reconoce su deuda con Annie Ernaux, a quien dedica la novela: la lectura de El acontecimiento (2000), sobre el aborto de la premio Nobel francesa en 1964, le abrió los ojos. Habían transcurrido veinte años entre una y otra experiencia, sus circunstancias familiares y sociales eran distintas, el entorno de Schmeck respiraba modernidad; pero el malestar persistía: «Hoy en día, el aborto está contemplado en la ley», reflexiona, «pero permanece al margen de la literatura» (p. 20).

Como hija del Mayo francés, cayó en la ingenuidad de creer que el feminismo ya había completado su misión: «En estos tiempos yo llevo la voz cantante. Yo elijo, yo decido, yo prefiero. Todo es tan fácil» (p. 25). No obstante, el embarazo no entra en los planes de una estudiante a las puertas de la universidad; el cuerpo le recuerda aquello de lo que no puede huir, la biología que la diferencia del hombre, por mucho que se haya educado en la firme convicción de la igualdad: «Lo que soy, una chica y no un chico, me atrapa» (p. 39). Y aunque el procedimiento médico no es tan traumático ni peligroso como para Ernaux, que tuvo que hacerlo de forma clandestina, el desgarro ya es irreparable. Ninguna mujer sale indemne de un aborto.

Esta experiencia sigue rodeada de soledad, de vergüenza. Si la literatura se ocupa de lo humano, de lo que es importante para el individuo y para la sociedad, no puede ignorar el asunto; de ahí la necesidad de la autora de contarlo. Lo hace, además, en su madurez, con la perspectiva que da el paso del tiempo, yendo de la muchacha que fue a la mujer que luego se convirtió en madre, hilvanando el momento de la pérdida de inocencia con los sentimientos que le provoca pensar en el «ausente» (p. 72) mientras disfruta de sus hijos. Escribe con cincel, con una voz destilada, cínica y rotunda, que se sirve del yo subjetivo para dar un repaso a la hipocresía de su clase social y llamar la atención sobre la trampa de creer que, para las mujeres, ya está todo conseguido. La historia es cíclica, se puede retroceder en derechos. E, incluso, en tiempos de progreso social, hay grietas.

Esa primera parte es la mejor del tríptico, la más depurada y contundente, pero las otras no desmerecen. Dos pequeñas burguesas (2021) narra la historia de Héloïse y Colombe, amigas desde los once años. En la escena inicial, en 2018, Héloïse, enferma, sabe que va a morir pronto. A continuación, se retrocede a 1977 para reconstruir la amistad desde el inicio. El registro es distinto al del libro anterior: en lugar de una primera persona descarnada, adopta la mirada de un antropólogo que radiografía sus vidas, señalando puntos de unión y divergencias. Sigue siendo muy Ernaux, pero la Ernaux de La mujer helada (1981), más analítica, que a partir de lo individual abarca lo colectivo. Un enfoque eficaz: aquí ya no es la autora el único centro, hay dos protagonistas; y la distancia del etnógrafo le permite exponer sin caer en el dramatismo por la pérdida. Es significativo también que cambie el nombre de la amiga (por la dedicatoria sabemos el de verdad) y no el suyo, como un reconocimiento de que puede hablar de sí misma, pero el otro, por cercano que nos resulte, siempre tendrá algo impenetrable.

Esta segunda novela recoge la peripecia de crecer de dos amigas con mucho en común, aunque con diferencias sutiles. Dentro de la clase acomodada, hay contrastes entre una larga estirpe, como la familia de Héloïse, y los nuevos ricos descendientes de exiliados judíos, como va descubriendo Colombe («su familia no tiene lugares ni historia, lo cual es sospechoso», p. 109). Por un lado, el refinamiento, la exigencia, la pertenencia; por el otro, principios liberales y trauma silenciado —la autora reconstruyó la historia de sus antepasados en Auschwitz en La Réparation (2012)—. A esas diferencias de serie se les suman las de elección, a medida que crecen y toman rumbos distintos, sin romper nunca el hilo que las une. Como Elena Ferrante puso de relieve, en una relación de amistad las identidades se proyectan la una en la otra, hay atracción y hay celos, idas y venidas.

El libro trasciende lo particular para reivindicar la importancia de la amistad, que «te compromete y te protege sin las constricciones y las obligaciones de la pareja» (p. 176), frente al discurso inoculado por una sociedad que «tiene un gran interés en la pareja amorosa y le impone una serie de normas: hay que tener hijos, frecuentar a la otra familia, vivir juntos. En cambio, no impone ninguna norma a la relación de amistad, la deja libre» (p. 176). Aquí se podría objetar que cada pareja también es libre de decidir sus normas, y eso forma parte del tercer volumen, La ternura del crol (2019), donde vuelve a la voz confesional para narrar un nuevo amor a los cincuenta, cuando «ya no sabía cómo era que alguien te amara» (p. 219). Él, un viejo conocido, le enseña a amar su cuerpo, a redescubrirlo, a disfrutarlo. Lo mismo le ocurre con la natación, práctica que incorpora a su rutina. Nadar, amar, le revelan una nueva comunión con su cuerpo.

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La trilogía de París
Colombe Schneck
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El hombre se llama Gabriel, como el arcángel mensajero, el de las emociones y la resurrección: le revela una verdad sobre sí misma que le permite renacer, perder el miedo. Porque ella, después de tantos sinsabores, teme «la incertidumbre de nuestro amor» (p. 196) hasta que logra abrazarla como cualidad inherente a la vida. En cada novela hay un despertar (o varios) de la conciencia del cuerpo, algo que escapa al control racional (el embarazo adolescente, la enfermedad, el deseo en la mediana edad) y que choca con las creencias hegemónicas sobre lo que debe ser la relación con el propio cuerpo y el de los demás. Con una técnica al servicio de cada relato, la autora culmina este viaje corporal con una celebración del instante, de la conciencia de vivir en el presente, sin nostalgia por el pasado ni angustia por lo que vendrá. Porque solo cuando se aprende «a vivir en la incertidumbre» (p. 272) es posible el milagro.

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