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Primero estaba el mar: otra clase magistral de Tomás González

Pero si te llamas Juan Ramón Jiménez ya puedes ser extraordinariamente bueno para que alguien se pare a leerte

Primero estaba el mar: otra clase magistral de Tomás González

Portada del libro 'Primero estaba el mar', de Tomás González. | Juan Marqués

Con el asunto de la recepción en España de la obra de Tomás González (Medellín, 1950) se ha manufacturado ya un tópico que, como casi todos, tiene algo de verdad, y que, como todos, sin excepción, empieza a resultar más bien irritante: es verdad que durante cuarenta años sus novelas, si es que han llegado hasta esta orilla, han pasado tan inadvertidas como una errata en un ISBN, pero a la vez es indiscutible que ese secretismo se ha acabado entre nosotros desde la reedición, hace un año, de La luz difícil, cuya admirable onda expansiva sigue tumbando a nuevos lectores y que nosotros ya celebramos por aquí.

Yo tengo la teoría de que los nombres de los escritores importan a veces mucho a la hora de entender su prestigio. De hecho, uno de los mayores méritos de un poeta tan maravilloso como Juan Ramón Jiménez es ese, que el pobrecillo se llamaba Juan Ramón Jiménez. No sé. Tú te llamas Eugenio Montejo, o Rafael Cadenas, o Henrik Nordbrandt, o John Ashbery, o Seamus Heaney (por citar a algunos buenísimos), o Raúl Zurita (por nombrar a uno muy sobrevalorado), y ya tienes hecha la mitad del camino que te llevará a Estocolmo o a Alcalá de Henares. Pero si te llamas Juan Ramón Jiménez ya puedes ser extraordinariamente bueno para que alguien se pare a leerte.

No sé si con Tomás González ha podido suceder algo así, pero el caso es que ya se ha terminado: desde esa publicación citada (de una novela que originalmente se publicó en 2011) González ha entrado en nuestras casas por la puerta principal (no hay otra, es verdad, pero es por ser enfático), y gracias a los regalos que me ha hecho Carmen (las novelas descatalogadas Niebla al mediodía, en Alfaguara, 2015, y La vida de Horacio, en Seix Barral América, 2017) y a los chivatazos y artículos de esa estupenda escritora y amiga que es Margarita Leoz, uno ha ido a su vez ingresando tímida pero decididamente en ese palacio que es la narrativa (y la poesía: buenísimos esos Manglares…) de González.

Se vuelve a publicar ahora la que fue, en 1983, la ópera prima del escritor colombiano, Primero estaba el mar. Qué bonito es eso de que un primer título comience con la palabra «Primero» y qué tremendo que contenga ya la inmensidad del espacio y del tiempo, de la vida y de la muerte, del símbolo por excelencia del final. Y qué maravilla de novela, qué prosa tan preciosa, qué paisajes, qué tiempos, qué personajes, qué situaciones, qué diálogos tan breves y perfectos y qué forma de explicar y rematar las cosas. Qué rudo parece a tramos y qué sutil en el fondo es por sistema, qué lleno está todo de pequeños detalles valiosos, entre lo psicológico y lo metafísico, con un ojo puesto en lo social y el otro en lo telúrico: «Dos años atrás, en una borrachera, J. había quemado sus reproducciones de Modigliani, Picasso y Klee, y desde entonces ya no había querido tener buen gusto»…; «La anciana se despidió de Elena diciéndole ‘seño’ y no ‘doña Elena’. Y como durante la visita se había mencionado a la mujer de don Carlos como ‘doña’, Elena percibió la diferencia de trato y tuvo que hacer un esfuerzo para que no le importara»…: «Ella se durmió de inmediato; él se quedó todavía un rato despierto en la hamaca, tomando aguardiente a pico de botella y mirando las brasas que alumbraban desde la oscuridad de la playa»… Son sólo tres ejemplos entre treinta.

En alguna de sus páginas adquiere categoría de sujeto la voluptuosidad de la naturaleza, que a veces es benéfica y otras se diría violenta, destructora, apocalíptica, como las bíblicas tormentas que caían también sobre Niebla al mediodía. Y ya temo y lamento que sea algo muy español eso de acordarse automáticamente de García Márquez cada vez que se aborda la literatura colombiana, pero ante esos aguaceros constantes, larguísimos, renovadores, lenitivos… se hace difícil no recordar los que limpiaban Macondo.

No voy a decir nada más. Quienes hayan leído La luz difícil no necesitan para nada esta reseña, porque ya van a correr a por esta renovada novedad. A quien no, le recomiendo las dos de golpe (y las demás, y las que seguramente irán llegando…), y que empiece por la que quiera: La luz difícil es una obra maestra, pero no se notan demasiado los casi treinta años que pasaron entre una y otra, porque ya en este debut (quizá por haber tenido lugar cuando su autor sobrepasaba a su vez sus treinta años) hay una calidad asombrosa, hecha de todo y de nada, de saber mirar afuera, de saber leer a los mejores y de saber decir con sencillez inteligente y por orden estratégico todo eso que se ve, aunque se vea sólo en la imaginación, y no necesariamente en la experiencia.

Así pues, lo único que no me gusta de este nuevo libro es la faja, y no sólo por faja, que también, sino porque se reproduce allí algo que atribuyen al Babelia («Uno de los más respetados escritores latinoamericanos de nuestro tiempo», con el «respetados» en letras bien orondas y destacadas), sin caer en la cuenta del feo desplazamiento semántico que se ha producido recientemente con el verbo «respetar», usado de repente con el significado de «admirar». Si alguien te dice alguna vez aquello de que «es que yo te respeto mucho…», respóndele que «pues claro que me respetas, soplapollas». El respeto es algo que cualquiera puede exigir, hace falta esforzarse mucho y convertirse en un verdadero malnacido para perder el derecho a ser respetado. En nuestro ámbito, no sé, hay que respetar o soportar los libros de Javier Castillo, pero no los de Tomás González. Estos, diría yo, merecen no ya admiración activa sino rendida veneración. Y de hecho me parece que el autor no viaja nunca, pero si le apetece venir a Madrid yo le pongo una hamaca donde quiera, y, aunque intuyo que no bebe alcohol, y a falta de playas que observar por estas calles, no le faltará, por si acaso, una buena botella de aguardiente.

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