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El paradigma del drogadicto

«Inquieta pensar que cuando un padre le regala a su hijo un teléfono móvil le está regalando la alienación perpetua»

El paradigma del drogadicto

Una niña utiliza un teléfono móvil. | Unsplash

«¿Tardé casi seis meses en adquirir mi primer hábito a los opiáceos, y aun entonces los síntomas de carencia eran leves. Creo que no es exagerado decir que fabricar un heroinómano lleva cerca de un año y varios cientos de pinchazos. Las preguntas, naturalmente, pueden responderse: ¿Por qué empieza uno a usar estupefacientes? ¿Por qué sigue uno usándolos lo bastante como para convertirse en un adicto? Uno se hace adicto a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes en cualquier otra dirección. La droga se impone por defecto. Yo empecé porque me daba seguridad. Seguí pinchándome mientras pude conseguir droga. Terminé colgado de ella. La mayor parte de los adictos con los que he hablado cuentan una experiencia semejante. No empezaron a utilizar drogas por ninguna razón que sean capaces de recordar. Si uno nunca ha sido adicto, no tiene una idea clara de lo que significa necesitar droga con la especial necesidad del adicto».

La cita procede de Yonqui, la sombría y primera novela de William Burroughs, acaso el escritor más culto y problemático de la generación Beat y también el personaje principal de Queer, protagonizada por Daniel Craig. No sé si a Burroughs le hubiese hecho gracia verse en la pantalla con la cara de James Bond, pero volvamos al tema. Como en algunas novelas de Dostoyevski, la palabra que más se repite en Yonqui es «dinero», porque, según Burroughs, el yonqui siente que se inyecta dinero, mucho dinero que se va diluyendo en las venas, pues ha encontrado la gran motivación para conseguirlo: la droga. La necesidad, o dicho de otra manera, lo que imperiosamente necesitamos para vivir es una forma de deseo: la más elemental, la más directa, la más orgánica. Deseamos sobre todo lo que necesitamos, y lo notamos cuando escasea y la apetencia hacia eso que aliviaría nuestra necesidad se convierte en una obsesión absoluta que modifica nuestra mirada y nuestra respiración. Es justamente lo que le ocurre al drogadicto, para el que la droga es una necesidad tan orgánica como comer, beber, respirar. El deseo se eleva a la enésima potencia cuando se une a la necesidad.

Es para pensar que justo ahora el drogadicto se está convirtiendo en el paradigma de nuestra sociedad: la figura a la que tienden ya todos los adolescentes de la tierra enganchados a su smartphone de por vida. Inquieta pensar que cuando un padre le regala a su hijo un teléfono móvil le está regalando la alienación perpetua: a partir de ese momento su hijo deja de ser él mismo para convertirse en otro, como nos convierte en otro toda forma de adicción, toda forma de posesión. El mundo se esfumará delante de sus ojos y en su lugar aparecerá un universo de imágenes líquidas que le harán creer que lo virtual es más real que la realidad, de la misma manera que el adicto a los narcóticos considera que la atmósfera que procuran es para él casi más real que la vida. Llegados a este punto, cabe preguntarse por qué la muchachada cae tan fácilmente en la adicción al smartphone. Creo que la respuesta nos la dio William Burroughs, si bien hay que advertir que la adicción al teléfono móvil es mucha más rápida que la de los opiáceos y que hay niños que se convierten en adictos en menos de día y medio. ¿Por qué? Burroughs nos diría que porque carecen de motivaciones fuertes en cualquier otra dirección y que el smartphone se impone por defecto, o para decirlo de otro modo: por todas las carencias que padece el sujeto al que le ponen un teléfono en la mano. Se enganchará a toda velocidad porque el teléfono le da seguridad. No es consciente de su adicción y acabará sumergido en ella como en la pura realidad. Si siguen así las cosas habrá que empezar a hablar de una nueva extinción: la del ser interior, el Dasein, el ser-aquí, el estar en sí, indispensable para poder estar con los otros. 

Y ahora una fábula: Julia acaba de regalarle a su hija un smartphone. Susana está encantada, lo deseaba más que a su vida. Tres días después, Julia ve a Susana trasteando todo el rato con el móvil. ¿La ve realmente? En modo alguno: la que consulta el smartphone es otra: se ha convertido en un fantasma que vive al margen de su ser, aunque no se dé cuenta, y que no va a ser capaz de recordar cómo ha llegado hasta ahí. Nunca había sido una adicta y no tiene una idea clara de su adicción. Está a merced de una alucinación infinita. Para Susana lo real es su adicción, porque se ha convertido en una necesidad: la necesidad de estar conectada, de ser parte de la máquina total. Hace más de veinte años, los japoneses hablaban ya de esa conexión insidiosa de la que era tan difícil escapar.

A punto de concluir este artículo, leo en un periódico francés que no está lejos de aparecer un smartphone totalmente integrado al cuerpo, que consistirá en un pequeño artefacto prendido en la camisa, en el lugar del corazón. Pulsándolo accederemos a diferentes opciones. No hará falta pantalla, las imágenes de nuestra búsqueda aparecerán sobre la mano o el brazo. Un aparato que nos convertiría en células de un organismo, cumpliendo sin saberlo órdenes ajenas que confundiríamos con nuestros deseos interiores. El sujeto, sujetado a ese gran aparato de sujeción, haría posible la aparición de una figura a medio camino entre el ciudadano y el robot. Esa figura se movería en una sociedad espectral, totalmente indiferente al mundo circundante y tan sólo ocupada en la persecución de fantasmas que siempre les decepcionarán. La cultura de la satisfacción inmediata convertida en una inmensa fábrica de insatisfacción, alienación y tristeza mórbida. El sociólogo francés David de Breton habla ya de ruptura antropológica. 

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