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Sor Juana Inés de la Cruz regresa de nuevo

Isabel Gómez-Acebo publica una autobiografía novelada sobre la rebelde monja poeta del barroco mexicano

Sor Juana Inés de la Cruz regresa de nuevo

La religiosa y erudita Sor Juana Inés de la Cruz | The Granger Collection

Por dos cosas hay que felicitar a la autora de Sor Juan Inés de la Cruz. Confesión general (Mensajero, 2024): por su valor y por su acierto.

Para explicar ambas afirmaciones, será necesario empezar recordando que Sor Juana —vamos a llamarle así por abreviar— fue, sí, una mujer monja —jerónima— y también escritora (de poesía, aunque no sólo), que vivió en la segunda mitad del siglo XVII, o sea, en pleno Barroco, en la ciudad de México, a la sazón capital del Virreinato de Nueva España. Un contexto temporal y geográfico en el que se hizo notar con una fuerte personalidad —si no abiertamente rebelde, sí al menos contestataria porque los corsés que en aquel contexto, pesaban sobre una mujer y además una religiosa, que acabaron resultándole insoportables, la condujeron a una existencia solitaria. Mundana y exitosa, sí (sus enciclopédicos saberes, propios de una intelectual o una ilustrada, alcanzaron un alto grado de reconocimiento e incluso de popularidad: lo suyo fueron best-sellers y se la calificó como «la décima musa»), pero en el fondo muy solitaria y sin poder confiar en casi nadie.

De sus muchas obras hay dos a destacar. El Primero sueño, publicado en 1692 en Sevilla en el segundo tomo de sus Obras Completas, por así decir, es el más importante de sus poemas y desde luego el más extenso: 975 versos. Su contenido es un verdadero alarde de erudición, porque recoge fuentes romanas, como Cicerón y Séneca, y también neoplatónicas, así como, por supuesto (estamos en el Barroco y desde luego con la influencia de Góngora) de los padres del cristianismo. El conjunto, lleno de símbolos, es un canto al conocimiento y termina con una alegoría del triunfo del Sol (el Día, la luz) sobre la noche.

Lo segundo es la llamada Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Como su nombre indica, se inscribe en una polémica, que Gómez-Acebo relata en páginas 199 y siguientes, en el capítulo llamado El peligroso impacto de mis palabras. En 1650, un jesuita, el padre Antonio Vieira, predicador portugués, promovió en Lisboa un sermón con diatribas hacia san Agustín, santo Tomás de Aquino y san Juan Crisóstomo. El clérigo entendió que, entre las fuerzas de Cristo, la más relevante no estaba en ninguna de las señaladas por esos tres próceres (su muerte por los hombres, subrayar el sacramento de la Eucaristía y lavar los pies a los apóstoles en la última cena, respectivamente), sino una cuarta, abandonar la tierra tras la resurrección y encaminarse al Cielo.

Sor Juana ya había tomado posición al respecto pero, ante el requerimiento del obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santos Cruz, «reconvertí mi antiguo escrito, dándole forma de carta dirigida a una persona de alto rango que me la había pedido personalmente y a cuyo ruego había accedido. Utilicé de mensajero a un amigo común, Antonio Gutiérrez, y uní el manuscrito, al que llamé Crisis de un sermón, a una condición: que ‘este papel está privado que sólo escribo porque usted me lo manda y para que usted lo vea’» advirtiendo al obispo de que se trataba de un texto apresurado y pidiéndole que, en algunos puntos, «me corrigiera con discreción y otros los supliera con su amistad». Pero he aquí que en 1690 todo el plan saltó por los aires, porque el propio prelado, con el pseudónimo de una monja, Sor Filotea de la Cruz, del convento de la Santísima Trinidad, lo hizo público, con el título de Carta atenagórica de la madre Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa de velo y coro en el muy religioso convento de San Jerónimo.

Una mujer valiente

Y con un contenido teóricamente elogioso hacia Sor Juana, pero denunciando graves yerros en sus planteamientos. En esencia, se trataba de lo que hoy llamaríamos un alegato antifeminista: las mujeres son ignorantes y lo mejor que pueden hacer es seguir siéndolo. Más aún, según se puede leer en página 206, «El librito —de la supuesta Sor Filotea— corrió por todos los foros intelectuales mexicanos y su popularidad fue todavía mayor debido a un escrito firmado por un extraño personaje llamado ‘soldado castellano’. Se trataba de un libelo que llevaba el nombre de Fe de erratas (…), (cuyo autor) utilizaba un tono agresivo, burlesco y cáustico. Llegó en algún momento a compararme con un asno».

Sor Juana tanteó el terreno —era evidente que tenía muchos enemigos: suele suceder a quienes destacan—, que habían aprovechado la ocasión para lanzarse en tromba contra ella. La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz le escribió en marzo de 1691, pero no fue publicada hasta 1700, es decir, post mortem (el fallecimiento había tenido lugar en 1695), cuando por tanto nada había que temer de lo que pudiese llamar la jerarquía eclesiástica: el oficialismo, si se quiere calificar así. El contenido consistió, como cabe imaginar, en una reivindicación del vicio de leer y reescribir, señalando entre los modelos a seguir nada menos que a Hipatia de Alejandría.

Una mujer con arrestos y que, aunque cautelosa, supo hacer frente a los embates que la vida le fue deparando, hasta que sólo al final —1692 y 1694— tuviera que rendirse y prometer que se reduciría al estatuto de monja y no volvería a coger la pluma. No es casual que en la segunda mitad del siglo XX se la redescubriera, sobre todo a partir de que, en los años cincuenta, el Fondo de Cultura Económica publicase, en cuatro tomos, sus obras completas, de la mano de un estudioso tan profundo como Alfonso Méndez Plancarte. Pero, sobre esa base, el gran reivindicador de Sor Juana no fue sino Octavio Paz —palabras mayores—, que ya en El laberinto de la soledad (1950) explicaba explicar la figura como alguien que era fruto del orden colonial y al tiempo lo transgredía, destacando la renuncia de 1692, una verdadera abjuración de la vida mundana: «Si en la obra de Sor Juana la sociedad colonial se expresa y se reafirma, en su silencio esa misma sociedad se condena».

En 1951, el futuro Premio Nobel volvió al asunto en un artículo monográfico en la Revista Sur (sí, le da Victoria Ocampo en Argentina: palabras igualmente mayores), pero fue sobre todo su libro de 1982, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, editado simultáneamente en México (por el propio Fondo) y en España por Seix Barral: más de 600 páginas en las que se contenía tanto una biografía del personaje como un retrato de aquel periodo, el virreinato en la segunda mitad del siglo XVII, «Uno de los más tachados, borroneados y enmendados de nuestra historia». Y es que bien se sabe lo mucho que al relato dominante mexicano le ha costado digerir y normalizar la pertenencia (durante tres centurias, que se dice pronto) a la Monarquía Hispánica.

Reconocimiento tardío

Como bien explica Tomás Pérez Vejo en un excelente libro recién publicado, México, la nación doliente. Imágenes profanas para una historia sagrada, Sor Juana es «la única escritora del virreinato con patente de mexicanidad», aunque su reconocimiento —la reconciliación del país con esa época suya— haya tardado tanto: todavía en 1871, alguien del peso de Ignacio Altamirano declaró que lo mejor que se podía hacer con ella era dejarla «quietecita en el fondo de su sepulcro» y si acaso, a modo de concesión, «lamentar que hubiera nacido en los tiempos del culteranismo, de la Inquisición y de la teología escolástica». Como si los méritos de Sor Juana no se debieran a la cultura virreinal sino que se hubieran desarrollado a pesar de ella.

Pero esta digresión sólo pretendía aportar argumentos para justificar lo que se anunció al inicio sobre el libro de Gómez-Acebo: el valor de la autora y su acierto.

Sobre lo primero, el valor, todo o casi todo ha quedado ya dicho. Estamos ante un personaje que ha generado muchísima literatura —la bibliografía de páginas 243 y 244 es sólo una selección— y que además forma parte de un planeta tan abigarrado y contradictorio como es el discurso de México sobre su propia historia: la nación doliente, como bien dice Pérez Vejo. México lindo y qué herido.

Más aún: el libro de Octavio Paz sobre Sor Juana supuso, y más aún tras su traducción al inglés en 1993, un antes y un después en la visión del personaje. Frente al planteamiento de Méndez Plancarte («una Sor Juana ñoña: incienso, agua bendita, ramos de azahar y, debajo del catre, uno o dos cilicios»), Paz humaniza al personaje y habla de su (supuesto) lesbianismo —en particular, sus relaciones con María Luisa Manrique de Lara, mujer del marqués de La Laguna, que fue virrey entre 1680 y 1686— con naturalidad. En 1982, en efecto las mentalidades ya habían empezado a cambiar y esas cosas ya no se tapaban. A Gómez-Acebo, en suma, no le asusta meterse en un terreno tan trillado y en el que, a la altura de 2024, donde todo son identidades excluyentes y cultura woke, resulta tan fácil resbalar.

Virreyes

Pero —volviendo a lo dicho al inicio sobre este nuevo libro— no se trata sólo de valor, sino también de acierto. Por ejemplo, por haberse tomado el trabajo de exponer la relación de virreyes que aparecen en el texto y el retrato —en muchas ocasiones, nada favorable— de cada uno de los que aparecen en el texto. Lo mismo de obispos, con el polémico Aguiar y Seijas en el lugar central.

Particular interés ofrece la explicación de página 221 sobre la crisis social —un auténtico estallido popular o, como solemos llamarle en España, un motín, consecuencia de la subida del precio de los alimentos básicos— del año 1692, siendo virrey el conde de Galve, sucesor a su vez de Melchor Alonso Portocarrero y Lasso de la Vega, conde de Monclova, que duró en el cargo sólo dos años, entre 1686 y 1688.

Y eso por no hablar del finísimo retrato psicológico del individuo que siempre andaba hablando en contra de Sor Juana, el padre Núñez de Miranda, su confesor, con quien ella terminó rompiendo porque sencillamente se le quedaba intelectualmente cortísimo.

Pero no se debe ahora disertar más acerca del libro de Gómez-Acebo sin entrar en la zona delicada del spoiler. Lo que hay que hacer es encargarlo y, una vez habido, ponerse a fondo con él. Con bolígrafo, eso sí, para ir subrayando página por página.

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