Manuel Gutiérrez Aragón: maravillas de una vida
El director de cine y escritor publica sus memorias, por las que desfilan personajes que marcaron una época de España
«¿Gutiérrez? ¿Qué Gutiérrez? Ah sí, el que parece un director checoslovaco», soltó Berlanga. La escena aconteció en la Escuela de Cine en la que el autor de Plácido era profesor y el tal Gutiérrez no era otro que Manuel Gutiérrez Aragón, un alumno que ya en sus prácticas hacía películas muy personales. De ahí el socarrón comentario, porque en aquella época -tiempos de la llamada nueva ola checa y de la primavera de Praga, aplastadas ambas con prontitud por los tanques soviéticos- el cine de ese país fue fugazmente muy vanguardista. Cuenta la anécdota el aludido en sus estupendas memorias, Vida y maravillas, que acaba de publicar Anagrama.
La carrera de Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942) es singular. Fue un cineasta tirando a inclasificable en el panorama español. Ya se percibía una voz intransferible en sus primeras tentativas entre el tardofranquismo y la transición –Habla, mudita, Camada negra, Sonámbulos-, cintas con carga política, pero más poéticas que militantes. Alcanzó la madurez expresiva en 1980 con Maravillas -para mí su obra maestra-, que él mismo destaca por encima de las demás: «Es la primera película en la que me sentí dueño de los recursos expresivos que comportan la dirección cinematográfica. Ya no noté que estaba aprendiendo al hacerla; lo que salía era precisamente lo que quería que saliera».
Vinieron después Demonios en el jardín, con Ana Belén, Ángela Molina y más de un elemento autobiográfico, que fue su mayor éxito, y La noche más hermosa, de la que guardo muy buen recuerdo, aunque no la he vuelto a ver desde su estreno en 1984. Siguieron algunos baches y, con el tiempo, la creciente sensación de que cada vez era más difícil hacer una obra personal en la industria española. Tras el rodaje en 2008 de Todos estamos invitados, su película sobre la violencia etarra, llegó a esta amarga conclusión. «¿Carecía de motivación? ¿No se me ocurrían ideas? Más bien se trataba de lucidez. Me di cuenta de que cualquier proyecto (…) tendría que pasar por el filtro de las televisiones, que eran quienes pagaban el producto. (…) Había que negociar el contenido del guion, el reparto de actores y casi todo lo demás durante largo tiempo. Variaban, de pronto, sus propios criterios, no se podía estar seguro ni de lo que querían. Yo no tendría paciencia».
Y entonces decidió jubilarse del cine y reinventarse como novelista. Una apuesta arriesgada, que no siempre sale bien, porque son lenguajes muy diferentes. Sin embargo, en su caso la pérdida de un director estimulante y original se compensó con el nacimiento de un novelista más que notorio. Con su primera incursión, La vida antes de marzo, ganó el premio Herralde, y siguieron Gloria mía, Cuando el frío llegue al corazón, El ojo del cielo -estas dos últimas son mis preferidas- y Rodaje, todas ellas con componentes autobiográficos más o menos velados. Además, es también autor del muy recomendable ensayo A los actores, en el que evoca su relación laboral con grandes intérpretes del cine español. Todos estos libros están editados por Anagrama, que ahora publica las memorias del ya octogenario cineasta reconvertido en literato.
La primera parte es un recorrido por una infancia y adolescencia propias de los años del franquismo: familia de comerciantes de Santander con historias sobre episodios traumáticos de la guerra civil; tuberculosis que le obliga a guardar cama y le abre la ventana de la lectura y la imaginación; iniciación erótica con las criadas; aventuras y desventuras escolares. Y ya en los años de juventud, salta a Madrid donde estudia en la Escuela de Cine y se hace militante del Partido Comunista. Años después, en un elegante gesto estético y ético lo abandona en cuanto lo legalizan y deja de ser la oposición clandestina al franquismo. Cuenta el autor la reacción de Juan Antonio Bardem, militante dogmático de la vieja escuela en cuya casa se reunían. Gutiérrez Aragón le dijo que mandaría una carta explicando los motivos de su renuncia, pero entremedio estrenó Sonámbulos: «Seguramente, es la película más rara que he rodado, pero, sobre este asunto, debía de ser clara y meridiana; al poco de su estreno me llamó Bardem: ‘Manolo, ya no hace falta que envíes ninguna carta, hemos visto la película’».
Bardem y Borau
Los años militancia dieron pie a viajes a países como Cuba, China y la Unión Soviética. En 1991 fue testigo de la disolución de esta última como jurado del Festival del Cine de Moscú, donde vivió situaciones dignas de Kafka o del teatro del absurdo. Como la del maître del hotel que les repartió las cartas y les tomó nota con total parsimonia para una cena que no podría servirles porque no tenían ni un solo alimento en la cocina. O la de su intérprete y acompañante a sol y a sombra que de pronto le contó muy inquieta que habían detectado la presencia de dos comunistas en el jurado, uno de los cuales resultó ser él, que había abandonado la militancia hacía décadas.
Bardem fue uno de sus mentores, pero tal vez el más importante fuera José Luis Borau, profesor en la Escuela de Cine -como Berlanga y Saura-, con el que colaboró como guionista de Furtivos. De él cuenta una descacharrante anécdota de cuando la crítica se cargó sin piedad su película Hay que matar a B (apreciable thriller con reparto internacional ambientado en una república bananera, dicho sea de paso): «Comenzó a dar feroces puntapiés a los muebles. Después se tiró al suelo y pataleó como un niño. Estábamos tan asombrados que nadie intervino, ni su secretaria ni yo, ni el ayudante de producción que también estaba presente. Borau, a continuación, presa de furia, dio un tirón violento a la alfombra y se le cayeron encima todos los objetos que había sobre la mesa: tazas de café, papeles, cestos de clips… ʻ¡Malditos críticos! ¡Y yo que les he dado de comer! ¡Que les he dado limosna cuando eran unos mendigos! ¡Y ahora esto!ʽ. Yo nunca había visto a nadie con un ataque de rabia semejante. Salpicado de café con leche y rojo de ira, nos apartó violentamente cuando quisimos ayudarle a levantarse».
También colaboró como guionista de Las largas vacaciones del 36 de Jaime Camino, para lo cual se instaló una temporada en Barcelona. Allí conoció a diversas personalidades de la ciudad, tanto del cine -Pere Portabella, Vicente Aranda-, como de la literatura: Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma. De este último no guarda un buen recuerdo –«tenía muy mal carácter»- y cuenta una visita que les hizo a la casa de Foixá en la que Camino y él trabajaban el guion. El poeta, bebido, rompió una mesa de cristal de un puñetazo y se largó sangrando, acompañado de su amante proletario que no abrió la boca en toda la velada.
También tenía mal beber el idolatrado Rafael Azcona, que colaboró en varias ocasiones como guionista con Gutiérrez Aragón: «Era de carácter amable, muy educado. Siempre vestido formalmente, con corbata. Era muy amigo de sus amigos. (…) Todos le queríamos. Yo había conocido a Azcona antes que muchos de ellos, y había sido testigo de las épocas malas de Rafael, en las que bebía y se volvía completamente agresivo. Fueron los años en que tuvo que trabajar en algunas producciones comerciales. Ponía en los guiones toda su capacidad, su trabajo y su talento, pero por las noches le reventaba todo lo que había refrenado durante el día. Se transformaba en míster Hyde».
Sánchez, actor de telenovela
Hay a lo largo del libro perspicaces retratos de otras muchas figuras de la época, desde José Luis López Vázquez y Fernán Gómez hasta Javier Pradera y Eduardo Haro Tecglen, perfilado con estilete: «Haro era duro con los autores, con los amigos, con sus hijos. Amaba a los perros». También asoma Cela, al que visitó para hablar de los guiones que este había escrito para la serie Don Quijote. Durante la reunión, su pareja lo iba alimentado como a un pasivo Buda, llevándole a la boca trocitos de carne pinchados en un tenedor, mientras el novelista contaba cómo había repelido la agresión de un mozalbete con una llave de judo. Después «pasamos al asunto de los guiones y Cela mostró su desdén por el tema, no parecía muy interesado». También es impagable el perfil de Juan Luis Galiardo y su ludopatía, que desencadena una suerte de brote psicótico y una llamada de urgencia al psiquiatra que tenía -vaya usted a saber por qué- en Nueva York.
Por otro lado, no tienen desperdicio los retratos de los presidentes de gobierno a los que ha tratado -de Felipe González a Rajoy- y a los que aborda como si fueran actores, porque la política tiene mucho de teatro. De Pedro Sánchez dice: «Es un actor versátil. Más versátil que actor. Es guapo, pero misteriosamente no es fotogénico; la cámara es como un aparato de radiología que atraviesa el cuerpo y retrata algo más que los atributos físicos. Pedro Sánchez es, como mucho, un actor secundario de telenovela venezolana».
Pero dejemos las telenovelas y volvamos al cine, concretamente al director que más le gusta a Manuel Gutiérrez Aragón desde sus ideologizados años juveniles, llenos de tabúes si uno era de izquierdas: «Pecado imperdonable, mi verdadera predilección era John Ford, al que algún camarada de la redacción de Nuestro Cine consideraba la esencia del mal, un destilado del machismo y de la glorificación militarista propia de la agresividad norteamericana. Bueno, seguramente es verdad, pero me sigue gustando Ford, y sus películas nunca parecen envejecer. ¿Se puede juzgar hoy la Ilíada como un canto al expansionismo griego?».