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Cultura

Revitalizando la vida pública y la política con el teatro

En su último libro, El intérprete (Anagrama), Richard Sennett investiga el lugar que ocupa la actuación en nuestras vidas

Revitalizando la vida pública y la política con el teatro

El sociólogo Richard Sennett. | Wikimedia Commons

«Las palabras suelen tener poco impacto político», escribe Richard Sennett en su último libro: El intérprete. Arte vida y política (Anagrama, 2024), primera parte de una proyectada trilogía (que el autor confía en poder acometer, pues tiene ya 81 años) sobre la presencia del arte en la sociedad. De ahí que, con mucho, prefiera el sociólogo norteamericano los gestos, la comunicación no verbal; el cuerpo, ya que hoy día le parece que las palabras se han quedado vaciadas de significado. Así, practicar la política sin palabras le parece a Sennet «más convincente que el debate político». En su opinión (y aquí sigue el legado de su amigo Roland Barthes) «los vínculos entre extraños se crean mejor mediante la experiencia física, el gesto, ese gesto, más que natural, mañoso y artificioso -un gesto teatral-».

Y es que hay muchas otras formas de hacer política y que tienen que ver con esa idea shakespeariana del teatro de la vida, del mundo como escenario: el teatro económico, laboral o aquellas representaciones estéticas que dramatizan la violencia, por ejemplo. La escenografía del poder, con su imprevisibilidad y fuerte carisma de los sujetos que la encarnan (piensen en Trump) son también formas de servirse del teatro para manipular las apariencias, para convencer, para conseguir entre la audiencia (y llevarla al estadio de turba enfurecida) «la suspensión voluntaria de la incredulidad». En este último caso, son formas malignas de usar el teatro, claro.

Un músico frustrado

En 1963 Richard Sennett se marcha de su natal Chicago (donde había nacido en 1943) a Nueva York, a tratar de consolidar su carrera musical, como joven promesa del violonchelo, en la Juilliard School. Sin embargo, se interpuso en su camino el Síndrome del Túnel Carpiano, lo que le provoca agudos dolores y hasta el entumecimiento de la mano. Con el correr del tiempo, su mano empeoró dramáticamente, pero felizmente el joven Sennett descubrió que podía utilizar sus manos con otro propósito: la escritura. De ahí nace su idea de que el potencial mental del ser humano se desarrolla a través de las manos. Sennett, con ello, abandona una prometedora carrera musical y se dedica a estudiar sociología en Harvard. Sería en 1974 cuando se haría mundialmente conocido gracias a su libro El declive del hombre público, donde el emérito profesor de la London School of Economics escribe sobre los cambios en las formas de vida en la ciudad. 

Por ello no es extraño, como decíamos antes, que Sennett apoye la argumentación que sostiene este libro en la subversión del cuerpo. El cuerpo como instrumento para liberar al teatro del rito, para darle más flexibilidad. El cuerpo como espacio donde el arte acontece, un arte, empero, «que debe estimular a la gente exponiéndola a formas de expresión foráneas, extrañas o desafiantes». Ya que, para el autor, accesibilidad no es sino sinónimo de condescendencia y, en la actualidad, «deberíamos mantener abierta la dificultad del arte», escribe. De cualquier modo, se ha de hacer notar que también nos alerta contra la «idealización del arte».

Mezclando la historia, la sociología, la filosofía del arte y las experiencias personales y con la convicción de que «el pasado critica el presente», Richard Sennett construye en este libro un mosaico que le sirve para investigar el poder de la actuación en nuestra sociedad actual, particularmente en lo que se refiere a la política, la vida misma y el arte. Y dos son los retos centrales que busca resolver Richard Sennett en él: la forma óptima de tender puentes (físicos y espirituales) entre el arte elevado y la vida cotidiana y la forma mejor de sacar el arte a las calles (y a la vida política). Ya les puedo adelantar que, en las más de trescientas páginas del libro, el autor se dedicada a tratar de entender (y fomentar) las formas en las que el teatro sirve mejor a la libertad del individuo que a la perversión del mal. Sin embargo, y aun proveyéndonos con una panorámica erudita y amena sobre las formas de la actuación en la historia del hombre y sobre las relaciones de la sociedad con las artes escénicas, Sennett no acaba de ofrecernos recetas concluyentes.

Lo que sí sugiere Richard Sennett es que la distancia que existe actualmente entre el escenario y los espectadores tiene que ver con la tensión que separa los espacios urbanos y los espacios de la imaginación. A este respecto, Sennett reclama lo él llama una «mayor porosidad» entre los espacios de la calle y el teatro. Al igual que sucede con las células, quiere el escritor y profesor que la ciudad se vuelva porosa, abierta. Que lo que sucede en las bulliciosas calles citadinas se mezcle con aquel arte que se representa en los espacios cerrados de un teatro. Para ello, propone un «giro hacia el exterior». Y esto no se consigue solamente eliminando las barreras arquitectónicas; es algo bastante más complejo. 

A este respecto, Richard Sennett sigue a Hanna Arendt (de quien fue alumno) en la idea de que cualquier espacio público puede convertirse en un ágora, un ágora como aquellas de la antigüedad, en las que no se hace distinción entre actor y espectador. Con un matiz: y es que, a diferencia del ágora antigua, se propone para el ágora moderna la creencia en la igualdad. Debemos desprendernos del caparazón de la identidad para hablar abierta y libremente con nuestros semejantes, opina Sennett.

El intérprete eres tú (también)

Una de las maneras en las que el teatro también afecta a nuestras vidas es como forma de autoconstrucción de la identidad del individuo. El intérprete también «lleva a cabo la modificación de una interpretación»: improvisa, mejora, refina. El intérprete inventa y puede ser un agente del poder o aquel que lo desafía: sea bien en el escenario de la política, en el escenario de un teatro o en la vida cotidiana (tenemos ejemplos desde Platón al ex gobernador de Alabama, George Wallace, el más reciente Donald Trump, pasando por Bertol Brecht). Para reforzar esta idea se sirve Sennett de Pico della Mirandola, quien decía que la autoconstrucción es un cambio que no procede mágicamente de los dioses (extendamos esta idea a la presunción de que son otros quienes nos conforman), sino de las propias acciones humanas. Y ello, cruzado con la concepción de Émile Durkheim de la anomia, esa sensación de vacío interior que se produce cuando el individuo deja de estar atado al estatus y las creencias de los padres. Porque, como escribe Richard Sennett, «nada en la vida es nuevo. Del mismo modo que los actores recitan a pleno pulmón, noche tras noche, la gente interpreta su papel generación tras generación, siguiendo un guion que no ha escrito ella misma». 

El reto, entonces, y siguiendo el concepto de Stephen Greenblatt de la «autoconstrucción renacentista», es el de integrar el legado de las formas de interpretación del Renacimiento. A saber: aceptar que la tradición y el rito ya no sirven para inculcar en la gente un sentido de sí misma, que el esfuerzo por crear una vida propia es aplicable a todas las personas y que, hoy más que nunca, las apariencias provocan un dilema ético: lo que Max Weber llamó «la rutinización del carisma» y que implica que, aunque nos esforcemos denodadamente por alimentar nuestras personalidades carismáticas, al final, estas no son más que una apariencia que encubre nuestro verdadero yo. Dicho de otra manera: que para un mejor poder y desempeño civilizador, o sea, la forma en la que actuamos en sociedad, importa menos aquello que decimos y es central la manera en la que hacemos las cosas. De nuevo: la dramaturgia del cuerpo, la teatralidad del gesto. «El teatro visceral cubre el espacio hueco que dejan las palabras vacías», escribe Richard Sennett.

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