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Cultura

Los libros de vanguardia de las dos orillas del español

La Casa de América ha inaugurado una descomunal exposición con lo mejor de la colección privada de López Triquell

Los libros de vanguardia de las dos orillas del español

Un ejemplar de la revista 'Prisma'.

El otro día se inauguró en la Casa de América una exposición descomunal, fenomenal, escandalosa. Comisariada por Juan Manuel Bonet y José Ignacio Abeijón, exhibe lo mejor de la colección privada del bibliófilo López Triquell, y en concreto cientos de libros, plaquettes y revistas de las vanguardias literarias, desde las catalanas de Els Quatre gats hasta los primeros poemas de Roberto Bolaño, desde la primera edición de Azul, de Rubén Darío, hasta los primeros libros del argentino Juan Gelman o la peruana Blanca Varela, editados cuando ya se había superado el ecuador del siglo. 

Vanguardias literarias transatlánticas del siglo XX. De ‘Azul’ a Noigandres y más allá podrá verse allí, junto a la Cibeles, hasta el 14 de noviembre, y dejará pensativo en más de un sentido a más de un visitante. Allí hay quinientas cosas que yo no había visto nunca (y, frustrantes facsímiles aparte, sólo tengo en casa una de ellas…), y no me refiero tanto a las fundamentales (primeras ediciones de García Lorca, Miguel Hernández, César Vallejo, Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges…) como a las extrañísimas rarezas que por allí descansan, sobre todo cuadernillos, panfletos, revistas mínimas, ediciones de artista, cajas, cartones, pliegos, separatas, tarjetas, manuscritos, dedicatorias, dibujos, algún cuadro… Quiero decir que, junto a lo más consagrado y conocido, en sus ediciones primeras, está también lo más olvidado o secreto, en impresiones coloristas o apagadas, pero siempre curiosísimas, insólitas, antiguas y muy nuevas a la vez.

Cualquiera que conozca la trayectoria de Bonet ya imaginará de qué tipo de exposición estamos hablando, un festín para él, y cómo se han apretado y aprovechado las vitrinas para meterlo todo, sin dejar fuera ni un solo papelito relevante. En este caso, mejor abrumar al visitante que darle una pequeña muestra, y se ha pretendido agotar un caudal que también, por fortuna, ha sido recogido en un imponente catálogo. Lo malo es que de éste (como si quisiera emular las mínimas tiradas de la mayoría de piezas expuestas) se han publicado, al parecer, pocos ejemplares, pero a cambio se puede consultar gratuitamente en internet, y allí no sólo mirarlo sino leerlo, pues, como suele suceder con este tipo de colecciones y de materiales, las publicaciones recogidas no son sólo valiosas, sino que cada ejemplar trae su propia historia, una peripecia detrás de mano en mano.

Por mi parte, de esta exposición extraigo varias conclusiones transparentes: 1) no tiene ningún sentido tratar de montar una buena biblioteca privada si no se hace con un presupuesto como el de este buen señor, a quien en serio tenemos que agradecer este esfuerzo, y la reunión coherente de todo este corpus. Hay, eso sí, que consolarse con lo que vaya cayendo, con lo que pueda ir llegando, con lo que aparezca y se nos ofrezca modestamente aquí y allá, que por supuesto nos tiene que ilusionar, pero valer, lo que se dice valer, es esto que vemos tras los cristales. 2) Qué fácil es editar e imprimir bien (y para eso, en cambio, no hace falta tener muchísimo dinero), qué tentadoramente fácil es hacer una revista buena y bonita, convocar y yuxtaponer nombres talentosos, utilizar el tiempo concedido de nuestra vida para dejar alguna cosa buena: si no se tiene talento para escribir, al menos atender y disponer algo, casi nada, de la obra de los demás. O 3) Qué razón tiene Andrés Trapiello al afirmar que hasta lo feo se pone bonito o cuando menos gracioso en cuanto pasa un poco de tiempo. En esta exposición hay algunas (no muchas) publicaciones feas hasta lo inverosímil, unas por pura voluntad feísta, a conciencia, y otras por el estrafalario de sus hacedores, o por torpezas editoriales varias. Y sin embargo aquí, todas juntas, brillan, conversan, sonríen, y las más espantosas contribuyen mucho al efecto general de calidad, acierto y hasta buen gusto.

La exposición está organizada por países, algo muy bonetiano, y dentro de cada uno de ellos está representado todo lo mejor, lo esencial, lo que ha trascendido… o a veces no. Y, como pieza estrella (o una de ellas), una de las poquísimas copias supervivientes de Prisma, aquella revista-cartel que hicieron Borges, Guillermo de Torre y compañía, y que, por aquello de que no se publicaba sino que se pegaba por las paredes, resultó ser especialmente efímera, débil y, por tanto, rara y cara. Pues allá está, flamante, coronando tres habitaciones llenas de publicaciones que, como digo, a un mismo tiempo deslumbran y dejan casi mal cuerpo, alegran y afligen…: qué bien que exista todo esto, y se haya reunido, y qué mal no ya no poseerlo, que eso da un poco igual, sino no poder consultarlo y leerlo cada vez que se desee o se necesite. Porque esa es la clave final, y la que más importa: burlémonos todo lo que queramos de los poetas y de los poemas (yo soy el primero en hacerlo), pero la poesía, incluso la más extraña y experimental e incomprensible, es al cabo, pasado el tiempo, el verdadero espíritu de los lugares, y hasta de las naciones, y por descontado de los idiomas, una especie de mapa alternativo que da cuenta de un lugar o de un tiempo de un modo abstracto, creativo, imaginativo, distinto, desafiante… y extrañamente necesario, misteriosamente significativo y locuaz. Y en ese sentido, entre nosotros, pasará mucho tiempo hasta que nazca un cartógrafo mejor que Juan Manuel Bonet, que es quien con más constancia y curiosidad ha investigado (también en su Francia natal, o en su Polonia conyugal…) y mejor nos ha explicado el espíritu que del siglo XX ha podido quedar registrado para siempre en papeles, manifiestos, tipografías o acuarelas. 

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