El surrealismo: sueños y pesadillas que cambiaron el arte
Cien años después del primer manifiesto de André Breton, el legado de la literatura que se desvincula voluntariamente de la lógica racionalista permite entender los pozos de la mente
La paternidad todavía está en discusión, como ocurre –con frecuencia– en tantísimas familias con abundante prole, pero los innumerables vástagos del surrealismo, con seguridad la corriente más influyente de las efímeras vanguardias de principios del pasado siglo, se han multiplicado y, respondiendo a la secular profecía del libro bíblico del Génesis, han acabado colonizando la Tierra y también su único satélite: la luna. Dentro de veinte días se cumplirán exactamente cien años del Primer Manifiesto del Surrealismo, publicado (sin encomendarse a nadie) por André Breton, asesino profesional de todas las convenciones y de quien el mexicano Octavio Paz, que lo conoció en París a mediados de los años cuarenta, decía que era como Jano, el dios romano que abre y cierra todas las puertas, señor de los comienzos y patriarca de los finales. Representado por una figura (de perfil) con dos caras, Breton podía ser una persona encantadora y un ayatolá negro, decidido a castigar cualquier revisionismo.
No existen las iglesias sin dogmas. Y Breton fundó, adelantándose a otros coetáneos suyos, una nueva religión: el catecismo que, de forma voluntaria, aparta la creación de la razón y la entrega a los caprichos (muchos de ellos soberbios) del subconsciente. El texto fundacional del movimiento surrealista, al principio un prefacio desechado del libro Poisson soluble, acabaría convertido en un faro cultural que todavía nos alumbra. Los primeros apóstoles del credo, que como todas las vanguardias predicaban la necesidad de hacer tábula rasa con el pretérito y fundar un arte nuevo, pululaban alrededor de la revista Littérature.
En el fondo, hacían una cosa muy antigua: establecer analogías y correlatos entre objetos distintos, que es uno de los mecanismos esenciales de la poesía. Breton, en realidad, no fue el primero en enunciar el advenimiento de lo que queda más allá de lo estrictamente real. Ese mérito se lo disputa (todavía) con Yvan Goll, un poeta francés de origen alemán que, unas semanas antes, había publicado el primer número de la revista Surrealism con un editorial fundacional que, como el resto de los modernos, incurría en los excesos de la prosopopeya.
Lo realmente nuevo del surrealismo era el hilo de las costuras de su traje: la libre asociación retórica entre objetos, imágenes y experiencias, sin que sea necesario apoyarse ya en la similitud (formal) o en el parecido (conceptual). El tiempo sin esquinas. El pensamiento sin cauce. Los sueños en lugar de la vigilia. Relojes que se deshacen, seres sin rostro, collages, ojos rasgados por el filo de una cuchilla de afeitar, hormigas en los cuencos de las manos. La guerra entusiasta contra el aburrimiento burgués. Los cadáveres exquisitos. La prohibición del bostezo artístico. La fascinación de los campos magnéticos. La disciplinada abolición de la autocensura. Los caligramas. Un universo de afinidades causales y afectivas. Automatismos. Velocidad y desinhibición. Incluso el espiritismo. La configuración de un novísimo mundo bizarro hecho a partir de los azares y del sentido creativo de la improvisación.
Gracias a los trabajos de Sigmund Freud, Apollinaire (que fue quien inventó el término) y Nerval, tirando del trenzado hilo del dadaísmo, se abría un paisaje nuevo donde la realidad se expandía sin obstáculos desde lo puramente geográfico, físico o material hasta incorporar bajo su manto lo mental. Es el sendero que, unas décadas antes, desbrozaron Arthur Rimbaud. Lautréamont, Tristán Tzara, los extraños cuadros medievales de El Bosco o la pintura de Giorgio de Chirico, entre otros antecedentes. El camino que en la poesía española ampliarían escritores Federico García Lorca o Vicente Aleixandre y, en pintura, el grandísimo Magritte.
Dicho de otra manera: para crear un artista debe sentir o imaginar; ya no es necesario pensar. De hecho, la razón puede ser un gran obstáculo para el arte. La escritura no tiene que ser necesariamente comprensible, lineal o referencial. También puede mostrarse hermética, adoptar el movimiento de un torbellino y cantar a los sueños del subconsciente. De las tres sucesivas proclamas del surrealismo –al manifiesto fundacional le seguirían dos más– la primera es la más doctrinal: Breton describe aquí una nueva poética para la creación, una vía de conducta vital y un método (singular) de conocimiento. El Segundo Manifiesto (1929), hecho en colaboración con Paul Éluard, formula una ética (cerrada) y una política para la práctica surrealista. El Tercer Manifiesto (1930), en realidad una suerte de prolegómenos, descubre cómo las ideologías, especialmente aquellas más subversivas, más pronto que tarde acaban siendo desfiguradas y corrompidas por sus propios pastores.
¿Qué defendía en realidad el Primer Manifiesto Surrealista? Básicamente, antiguos valores dionisíacos: el amor, el sexo, la libertad, la abolición del racionalismo y la entronización del inconsciente como nueva deidad moderna. El mañana comienza regresando a la semilla al ayer. Las contradicciones, en cambio, son eternas. Porque no deja de ser irónico que, sólo unos años más tarde, en la internacional surrealista se sucedieran las purgas, las heterodoxias, los autos de fe y las excomuniones, que la ortodoxia contradijera sus valores fundacionales y, un poco más tarde, sus líderes se acercaran al marxismo, némesis de su primer grito artístico, incapaz de concebir y tolerar otra forma de arte distinta a la mera propaganda.
En realidad, los surrealistas de primera hora se estaban retratando a sí mismos. Y como hacen todos los moralistas que en la historia han sido, empezaban estableciendo las diferencias entre el bien y el mal para, al cabo, ejercer como presbíteros de los pecados ajenos. Más que desde un punto de vista arqueológico, el Primer Manifiesto Surrealista debe ser entendido como la expresión de una noble utopía: un hombre liberado de todas las obligaciones, dueño único de su destino y al margen de esa “muralla de dinero salpicada de sesos” que es la sociedad.
Entre los indiscutibles méritos del movimiento figura su vocación irreverente: fueron los primeros que –en arte– llamaron imbéciles a los imbéciles, con un lenguaje apasionado, viril, incluso violento, de denuncia. Aspiraron a salvar al hombre de la mentira y de la abyección del rebaño. El movimiento naufragó en su tarea por la debilidad y miseria de la condición humana, no por la vigencia de sus altos fines, pero, al margen de su redentorismo, triunfó fracasando al inseminar –para siempre– la cultura moderna. De ahí que este centenario nos devuelva, igual que el curso rítmico de las mareas, la vigencia de su legado, aunque con otros rostros. «Heme aquí todavía, en los corredores del palacio en que todos están dormidos. ¿Acaso el verde de la tristeza y de la herrumbre no es la canción de las sirenas?».