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Guerras seculares, discordias presentes

«No fue capaz de evitar las sangrientas discordias entre los propios romanos, al contrario que el absolutismo, que trajo una aparente paz (institucional)»

Guerras seculares, discordias presentes

'La muerte de César', de Vincenzo Camuccini. | Wikipedia Creative Commons

No deja de ser un hecho irónico, al tiempo que una seria advertencia, que el tormentoso tránsito entre la república y el principado romano, que conservó el alto teatrum del Senado a cambio de concentrar todo el poder imperial en la dinastía sucesiva de Césares de la primitiva gens Iulia, pusiera punto y final categórico a las interminables guerras civiles que durante catorce largos años precedieron a la entronización definitiva del Pontifex Maximus

El mensaje, sin duda alguna, es inquietante: una asamblea colectiva, aunque de raíz patricia y elitista, que comenzó teniendo treinta miembros, más tarde creció hasta alcanzar los trescientos sillones y acabaría con novecientos, no fue capaz de evitar las sangrientas discordias entre los propios romanos, al contrario que el absolutismo, que trajo una aparente paz (institucional) aunque no pusiera fin a la violencia política, entreverada desde entonces con sórdidas disputas familiares

Los ilustres julios continuaron matándose entre sí durante mucho tiempo —ya fuera con un golpe de daga o mediante el sutil arte de los venenos—, pero las dimensiones políticas de estos conflictos, sin dejar de ser trascendentes en términos históricos, jamás volvieron a provocar la intensa desestabilización de los tiempos previos. El Imperio podía zozobrar con cada cambio de César y el Palatino cubrirse de sangre, corrupción y oprobio, pero su pervivencia —hasta la llegada catastrófica de  bárbaros de Kavafis— no volvió a estar en discusión. 

A las guerras civiles romanas dedica el historiador italiano Giusto Traina, profesor en la Sorbona, un ensayo apasionante —La guerra mundial de los romanos— que acaba de publicar en español (con traducción de Silvia Furió) la editorial Crítica, uno de los sellos del Grupo Planeta mejor orientados en la tarea de la divulgación histórica. Traina opta por un punto de vista interesante: en lugar de relatar este tormentoso periodo histórico, que abarca desde el 44 al 30 a.C. desde la estrecha perspectiva romana (y más tarde italiana), que es la predominante dentro de la historiografía, amplía su ámbito de análisis para incluir a los actores y a las denominadas periferias geográficas del imperium. 

De esta forma, lo que parecen ser agrios conflictos civiles e intestinos adquieren, merced al salto de escala, una dimensión global que afecta a territorios tan diversos como Hispania, el Norte de África u Oriente Próximo, además de descubrirnos a personajes desconocidos —y en apariencia secundarios— como el moro Bogud, el cilicio Tarcondimoto o el armenio Artavasdes, proyectados sobre un fondo de reyezuelos godos, galos, griegos, tracios o armenios. 

La tradicional dialéctica entre bandos perpetuamente enfrentados —Mario contra Sila, César contra Pompeyo, Octaviano contra Marco Antonio y Cleopatra, Julio César y sus enemigos— se convierte en un coro trágico de conflictos. Aparece así una espiral fascinante: al tiempo que las banderías romanas litigaban entre sí, sin descanso, proseguían las campañas militares de conquista o resistencia frente a los bárbaros, como la expedición a los Balcanes y el plan para la conquista de Oriente que Julio César no pudo culminar y sus sucesores intentaron llevar a su término, no precisamente con la sagrada épica que cantan las epopeyas. 

César, asesinado en los idus de marzo, perseguía emular a Alejandro Magno, el guerrero macedonio que encarnó en su persona el gran mito de los héroes de la Antigüedad. Anhelaba —según nos sugiere Traina— fundar un reino propio, distinto a Roma, cuya capital hubiera estado en Ilión, la antigua Troya. Tras haber sometido a Hispania y a la Galia, llegar a las costas de Britania, y triunfar en Egipto, África y el Ponto, antes de caer por las puñaladas de sus enemigos, a los que desafió al proclamarse dictador, César tenía la intención de refundar Cartago y Corinto —dos plazas destruidas por Roma— y ensanchar el limes en dirección a Mesopotamia y el Mar Negro, pasando antes por los Balcanes. 

Semejante proyecto, que implicaba dominar todo el mundo (entonces) conocido, lo hubiera convertido en un monarca sin rival, indiscutible y todopoderoso. Lo más parecido a un Dios terrestre. De ahí que entre las causas de su asesinato no haya que excluir el temor de las familias patricias romanas a quedar orilladas por tan colosales triunfos, neutralizando irremediablemente su hegemonía. 

Los conflictos entre sus sucesores, hasta el triunfo de Augusto (Octaviano), pueden leerse tanto en clave interna como internacional. Los ajustes de cuentas y las purgas en la capital del Imperio se extendieron, igual que calambrazos, por el resto de los territorios conquistados o en disputa, donde se refugiaron los asesinos de César, perseguidos por el triunvirato. El dominio del hijo adoptivo de César no llegó de forma natural —como a veces tienden a simplificar los tratados de historia— sino después de mucho sufrimiento, guerras y una polarización bélica entre los dominios romanos en Oriente y Occidente. Cada general triunfante en provincias que regresaba a Roma ataviado con laureles suponía una amenaza (potencial) para la dinastía reinante y, al contrario, el fantasma (idealizado) del viejo espíritu republicano inquietaba en la colina de un Palatino que despreciaba —pero también temía— a la plebe, a sabiendas de que no existe ningún poder terrestre que sea eterno. 

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La guerra mundial de los romanos
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La Roma de Augusto, que heredó una ciudad de adobe y barro y convirtió la capital del Imperio en una urbe de travertino, conjuró esta maldición durante varios siglos, hasta que el ocaso (que fue moral antes que militar) desmintió este espejismo de eternidad. La pax augusta y el Mare Nostrum —el Mediterráneo, convertido para siempre en el mar de los romanos— existieron, aunque su nacimiento, tras la definitiva conquista de Egipto, fuese alumbrado gracias a una sucesión de guerras antiguas que, a pesar del paso del tiempo, en cierto sentido, también explican nuestro presente. No existe distinción, más allá de lo formal, entre la política interior y la exterior. Ambas son una misma cosa.

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