La bacanal del voyeurismo
La actualidad de las fotos de Weegee que se exhiben en la Fundación Mapfre
Vivimos un tiempo en que el true crime se ha convertido en el género predilecto de los serieadictos. Un tiempo en que hemos llevado a límites insospechados nuestra mirada morbosa. Un tiempo en que somos incapaces de despegar nuestra mirada de las imágenes más escabrosas de las redes. Un tiempo en el que la primera reacción del testigo de un suceso es accionar la cámara de su móvil. Un tiempo en que el poder de las imágenes es tan grande que nos sobra hasta el texto de los pies de foto.
En un tiempo así, no es de extrañar el éxito de la exposición de la Fundación Mapfre Weegee. Autopsia del espectáculo, de la que ya dio cuenta aquí Saioa Camarzana. Tan voyeurs somos nosotros en el siglo XXI como lo fueron los contemporáneos del gran fotógrafo estadounidense de origen ucraniano. La diferencia es que entonces las posibilidades de deleitarse con el morbo se reducían a escabrosas fotografías de sucesos, impresas sobre un papel de ínfima calidad, y ahora las imágenes morbosas nos acechan por todos los medios imaginables en alta definición.
El gran atractivo del trabajo de Arthur H. Fellig (1899-1968), que adoptó el nombre artístico de Weegee, es su actualidad. Podría decirse que no ha envejecido. Se ha hecho mucho hincapié en su faceta de «fotógrafo del crimen» y en que elevó a la categoría de arte la fotografía de los sucesos. Pero ha pasado mucho más desapercibida su feroz crítica social y, sobre todo, su interés por los voyeurs, o, por decirlo más llanamente, los que miramos embobados sus fotos.
En la exposición de Mapfre se recrean con precisión estos dos aspectos. En cuanto a la crítica social, destaca la imagen de dos mujeres de la alta sociedad, vestidas con abrigos de armiño y recargadas de exuberantes joyas, que miran con coquetería de frente a la cámara. A su lado, una mujer visiblemente pobre, las mira fijamente a ellas con una mezcla de desprecio y rabia.
Cuando preguntaron a Weegee qué foto consideraba la mejor de todas las había hecho, contestó sin dudar: «Una que hice en un estreno en la Metropolitan Opera House. La considero mi obra maestra». Efectivamente, se trata de la foto de las dos ricachonas con abrigo de armiño y la mujer pobre de solemnidad. Da que pensar -y de ahí el peligro de las imágenes- que no se trata de una foto espontánea, sino preparada. Previamente, Weegee había dado una vuelta por los barrios más humildes en busca de una mujer vagabunda y con cara de pocos amigos, una mujer que se adecuara a la idea que tenía en la cabeza.
La intención, según confesaría más tarde, era colocar a ese personaje a la entrada de la gala y reflejar el contraste con el público que acudía a la ópera. Pretendía ilustrar hasta qué punto el capitalismo estadounidense ensanchaba la brecha entre ricos y pobres, así como el potencial crítico que puede tener una simple mirada. ¿Hasta qué punto es ético «montar» una foto para lanzar un mensaje predeterminado? Es una pregunta que nos hacemos hoy en día a propósito de la Inteligencia Artificial. Al artista se le permite -no se pueden poner límites a la libertad creativa-, pero resultaría inadmisible en un fotoperiodista, cuyo límite es la verdad. A Weegee le salva su doble condición de artista y periodista.
El otro aspecto sobresaliente es el interés del fotógrafo por los mirones. Son varias las imágenes de la exposición en las que se ve a ese círculo de personas que inefablemente se reúnen en torno a la escena del crimen o a los vecinos asomados a las ventanas con visión privilegiada. Incluso, en una de las imágenes, el fotógrafo consigue que unos y otros aparezcan a la vez en la misma instantánea. «Cuando fotografío un incendio, me olvidó totalmente del edificio que se quema y voy a por el elemento humano», declaró Weegee en una ocasión.
«Tras documentar durante años y sin descanso la crónica negra de las noches neoyorquinas -se puede leer en uno de los carteles explicativos que acompañan a las imágenes-, Weegee comenzó a fotografiar con más asiduidad a los testigos presenciales. El resultado es unos retratos de grupo extraordinarios, en los que se puede contemplar todo un abanico de las reacciones humanas ante una tragedia, desde la estupefacción hasta la risa nerviosa, pasando por el llanto».
En varias plataformas se puede ver la muy recomendable película El ojo público (Howard Franklin, 1992), inspirada en la época de reportero de sucesos de Weegee. Encarnado por un Joe Pesci en estado de gracia, podemos contemplar cómo el fotógrafo componía sus imágenes, como si fueran cuadros. Solía llegar siempre antes que la policía, lo que le daba tiempo a mover los cadáveres a su antojo para buscar su lado más estético o ponerles el sombrero, porque «a la gente le gusta ver al fiambre con el sombrero puesto».
Se cuenta que Weegee acabó su carrera fotografiando a chicas desnudas para la entonces incipiente revista Playboy, la biblia de los voyeurs. Hasta que llegó Internet. Y después, las redes sociales, el sueño del voyeur, la gran bacanal del morbo, convirtiendo a los inocentes mirones de las fotos de Weegee en meros cotillas a los que podía la curiosidad.