El escritor que mató a su mujer y a su hijo
«Es muy sintomático que algunos consideren a un hombre como William Burroughs un héroe de nuestro tiempo»
En los años sesenta del siglo pasado, William Burroughs se planteaba una utopía que dividía el mundo en dos mitades irreconciliables: la una reservada a los hombres y la otra relegada a las mujeres. En esa utopía desaparecería el amor en beneficio del reconocimiento y se destruían las estructuras matriarcales que, según Burroughs, gobernaban y sometían al género humano. Para Burroughs las mujeres eran las creadoras y sustentadoras de la familia, que en su utopía sería radicalmente abolida.
William aspiraba a demoler toda forma de normatividad y deseaba dinamitar los cimientos de la galaxia Gutenberg proponiendo la cancelación de la escritura y el lenguaje, que según su parecer nos distanciaban de la tierra y de nuestro propio ser. Para Burroughs la lengua era una prisión y un velo que nos separaba de los objetos, de la misma manera que separaba la naturaleza de la cultura. Veía el lenguaje como una infección viral, como una enfermedad incurable y como un huésped indeseable en nuestro cerebro. También lo definía como un señuelo que favorecía todas las formas de dominación.
La información que vierto procede del libro El trabajo que publicó en la segunda mitad del siglo pasado Daniel Odier, donde refiere sus jugosas y brutales conversaciones con el más escandaloso de los escritores de la generación beat. Se trata de un libro bastante ilustrativo sobre una manera de ser hombre que entonces no chocaba pero que ahora resulta vomitiva. Lo leí por primera vez a los 17 años, y fue como beber vitriolo. En aquel entonces, y después también, Burroughs aborrecía toda forma de censura, asegurando que las novelas monstruosas no incitaban a nadie a cometer crímenes. Él creía que los periódicos eran la escuela de los grandes criminales, que se animaban a matar viendo el proceder de otros asesinos cuyas caras llenaban las portadas de los rotativos.
Está bien que William lo dijera, pero esa teoría no funcionó con él, pues no mató a su mujer inspirándose en los periódicos sino en un clásico de la literatura europea: la historia de Guillermo Tell. Los hechos ocurrieron en 1951, cuando William andaba por México con su esposa Joan Vollmer, una intelectual muy valorada por los beats debido a sus conocimientos de literatura y filosofía. Una tarde de borrachera William quiso emular a Guillermo Tell y apuntó al vaso de agua que Joan sostenía sobre su cabeza. Ya lo había hecho otras veces y acertaba siempre, pues tenía fama de buen tirador, pero en esta ocasión su pulso falló y Joan recibió un tiro entre ceja y ceja. Debió de ser en El Paso, y había por allí otros miembros de la generación beat que le ayudaron a evadir problemas. Sobornaron a la policía y a otras autoridades y, tras unos días en prisión, William salió a la calle e inició su periodo de toxicómano extremo y escritor errante, viajando por América y Europa y recalando en Tánger, donde se entregó en cuerpo y alma a la heroína. William era hijo de multimillonarios, los fabricantes de las famosas máquinas registradoras Burroughs, que cuando yo era niño se veían todavía en algunas tiendas. Su madre le enviaba cheques todos los meses para que se drogara, y cuando los cheques cesaron decidió desintoxicarse, huyendo de un fantasma que lo acosaba desde la muerte de Joan.
Tres años después del accidente, William concluyó su novela Queer, cuya versión cinematográfica circula ahora por las salas. Burroughs nos quiso hacer creer que la muerte de Joan había tenido mucho que ver con la redacción de la novela, y tras publicarla dijo: «Llegué a la terrible conclusión de que nunca me hubiese convertido en escritor de no haber sido por la muerte de Joan, y me asusta percibir hasta qué punto este acontecimiento ha motivado y torneado mis escritos». Se trata de una mentira manifiesta y algo necia, que sin embargo muchos se han creído, pues cuando murió Joan, William había escrito Yonqui, una de sus mejores novelas, además de un libro junto a Kerouac titulado Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques. Creo que Burroughs mintió para dar a entender que la muerte de su mujer había servido para algo: para convertirlo en un escritor, el problema es que Burroughs era ya un escritor, incluso un buen escritor, cuando mató a Joan.
«Burroughs creía en las posesiones malignas tal como se entendían en la Edad Media»
Desde el momento mismo en que aconteció el crimen, William se sintió poseído por un fantasma al que llamaba el Espíritu Sucio, y cuyos acosos y posesiones, a veces muy violentas, le acompañaron como quien dice hasta el día de su muerte, ocurrida en 1997. Creo haber entendido por qué Burroughs, cráneo privilegiado, cayó en la tentación de los fantasmas. Aunque se consideraba un superhombre, no era ajeno a la dimensión de la culpa, y pensar que el Fantasma Sucio había matado a Joan y quería matarlo a él le eximía de verdadera responsabilidad. Las religiones antiguas tenían esa sagrada función y en algunas cosas el moderno Burroughs era tremendamente arcaico.
William creía en las posesiones malignas tal como se entendían en la Edad Media, y hablaba con frecuencia de los vampiros etéreos, que podían convertirse con cierta facilidad en amantes etéreos, proclives a la violación como los súcubos e íncubos de la tradición. Asombrosamente, en su época de Tánger tuvo relaciones con la iglesia de la Cienciología. Tratándose de él podía parecer una broma, pero se tomó en serio el corpus teórico de la secta así como sus procedimientos para «borrar del cerebro todos los impulsos irracionales», y estuvo a punto de alcanzar el segundo grado iniciático de la organización. Sus defensores prefieren pasar de puntillas por este extraño capítulo de su vida.
Acerca de las mujeres, William decía en El trabajo que «son un error fundamental y el universo dualista todo entero forma parte de ese error. Afortunadamente, las mujeres ya no van a ser indispensables para la reproducción», aseguraba con satisfacción. Burroughs culpaba a las mujeres de la represión sexual, pues «es con la represión como retienen a los hombres», decía. De la misma manera las culpaba de alimentar con sus pulsiones consumistas el capitalismo del despilfarro y consideraba el sexo femenino anti-sexual. También las hacía responsables de la creación del miedo sexual, y del miedo sin más, pues el miedo, según él, se trasmite por vía de la educación, y la educación, al menos en la infancia (período de construcción del ser) estaba controlada por las mujeres, y creía que en una sociedad sana los hombres y las mujeres tenían que estar separados y no relacionarse, como refiere en La máquina blanda.
Burroughs sabía mezclar como nadie el racionalismo pragmático tan propio de los americanos con el irracionalismo más desatado, y en esa mezcla residía el fulgor cortante de su estilo. Bruce Cook, que lo entrevistó en Londres cuando se estaba desenganchando de la heroína, observó que durante la entrevista William no paraba de beber whisky, que para él era una droga blanda. Cuando se despidieron, el escritor parecía contento y Bruce se preguntó cómo Burroughs podía soportarse a sí mismo. Una pregunta que sólo podía responder nuestro nuevo ballestero suizo que también mató a su hijo, William Jr., abandonándolo a su suerte. Que un hombre como él se haya convertido en una maître à pénser de nuestra época es sintomático y es más sintomático aún que algunos lo consideren un héroe de nuestro tiempo.
«Tiene una prosa expresionista, hiriente, veloz y lírica que sigue resultando moderna y feroz»
Por lo demás, la puesta en cuestionamiento de la definición de mujer, de la estructura de la familia, del padre y de la estructura del lenguaje, indican que Burroughs podría tener cabida en las ideologías de la posmodernidad. Por su visión radical del texto literario, algunos lo consideran próximo a Derrida, y su pensamiento puede encajar muy bien con de Lee Edelman, filósofo queer que apuesta por el suicidio de la humanidad y que se plantea la aniquilación de los niños para cerrarle todas las puertas al futuro. En una ocasión Burroughs llegó a decir: «No es tan difícil matar a una perra, yo maté a una y aquí me tienen». Así funcionaba su mente: unas veces evocaba a Joan como la divinidad que le había convertido en escritor, y otras veces la consideraba una perra digna de la muerte que había tenido bajo el sol abrasador de México.
Nada de lo que he dicho evita que Burroughs sea un escritor vibrante, pues el arte sigue siempre otra melodía. Acabo de releer La máquina blanda y lo he vuelto a comprobar. Tiene una prosa expresionista, hiriente, veloz y lírica que sigue resultando moderna y feroz. Es como si estuviese dándote continuos navajazos en la cara con su estilo sincopado y cruel.
Ya indiqué que William y Joan tuvieron un hijo, William Jr., que su padre abandonó después de la tragedia, enviándolo a casa de sus abuelos. El chico pasó su vida lejos de su progenitor, entre reformatorios, casas de acogida, basurales, calabozos y centros de desintoxicación. Escribió tres novelas, una de ellas apareció cuando yo estudiaba en París, Kentukcy Han, que los franceses titularon Kame Kaze. David Ohle utilizó uno de sus relatos inconclusos, muy autobiográfico, completándolo y titulándolo Maldito desde la cuna, donde asistimos a las tribulaciones insoportables de un hombre que murió a los 34 años con el hígado destrozado por las drogas y el alcohol. William Jr. solía decir con su voz ronca y quebradiza: «La generación beat fue un barco que me dejó tirado en el muelle. Había una fiesta en cubierta, yo escuchaba la orquesta cada vez más débil mientras el barco se alejaba hasta perderse de vista».