Rosa Montero, cronista de la Transición
Leer estos ‘Cuentos verdaderos’ induce tanto a la nostalgia por aquella prensa como al alivio por cuánto ha madurado la democracia
Hubo un tiempo en el que el periodismo era otra cosa. Tenía recursos, para empezar. El contexto sociopolítico le pedía valentía. Crónicas, reportajes, páginas llenas de detalles y buena prosa que piden una lectura atenta, sin prisa. Periodistas que se toman en serio al lector. No es que ya no haya profesionales serios ni que se haya abandonado el rigor, solo que la competencia suele quedar arrinconada al lado de los titulares directos que se funden en el vocerío acaparador de las redes.
Hoy todo va más rápido, la vida de un artículo es efímera y el público se ha adaptado a otros formatos más sintéticos. Por eso, leer la prensa de hace cuarenta años no solo nos informa de las preocupaciones de entonces, sino de un modo de hacer periodismo y, por extensión, de vivir. Y una de las grandes voces de aquel periodismo fue, sin duda, Rosa Montero (Madrid, 1951), que por una feliz casualidad –se volvió a cruzar con sus escritos a raíz de un documental de RTVE– ha reunido dieciocho crónicas en Cuentos verdaderos (Alfaguara, 2024). Siguiendo un orden cronológico, que «comunica mejor el ritmo de la época» (p. 10), cubren la década de 1978 a 1988, es decir, la España de la Transición, en la que aún retumba el franquismo y el país se halla en vías de desarrollo. Se publicaron en El País, el medio donde ha trabajado toda su vida y que, desde su fundación en 1976, desempeñó un papel clave en la consolidación de la democracia.
Cada pieza está acompañada de una breve introducción tan suculenta como el contenido mismo, por cuanto recuerda las circunstancias en las que la escribió o la enlaza con el presente. El título del libro, juguetón, alude tanto a la forma narrativa de algunos textos como al ambiente marginal, como de viejo teatro de variedades, de muchos de sus protagonistas. Ella reconoce su gusto «por lo lumpen y lo canalla, porque siempre he creído que es ahí, en las oscuras trastiendas de la sociedad, donde la vida se manifiesta con menos maquillajes» (p. 11). En efecto, más que grandes escenarios o nombres históricos, lo que abunda aquí es calle, mucha calle, y figuras anónimas o de popularidad fugaz. No los ha reescrito, solo ha sustituido términos que hoy chirrían, como «subnormal» (y esto también dice mucho de cómo ha evolucionado la sociedad).
La inmediatez y el compromiso con la verdad captan el ambiente de aquel tiempo. Se perciben la desconfianza, el miedo: ETA perpetra atentados a mansalva, las amenazas de la extrema derecha se suceden y el temor a una regresión política está latente. Y la miseria, también, que no solo tiene que ver con el dinero, sino que abarca muchos tipos de degradación. Como en «Catherine murió de sobredosis», donde entra en la epidemia de heroína a raíz de la muerte de dos jóvenes de familia acomodada en 1978. El suceso tiene interés, además, porque con su investigación se pudo certificar que se trataba de un suicidio, y no de un asesinato, como se había especulado. Obtuvo los datos porque la familia se prestó más a hablar con ella que con la policía; los órganos de seguridad del Estado aún eran vistos con recelo. Su reportaje sirvió para cerrar el caso.
También hay mucha carretera en sus relatos de fenómenos hoy olvidados, como el Teatro Chino de Manolita Chen, que rondaba por los suburbios con sus espectáculos pioneros en abordar la sexualidad, el lesbianismo o el travestismo de forma desinhibida, y cuyo éxito terminó con la llegada del cine del destape. O la gira de Miguel Ríos en 1982, que pese a retratar una sociedad «choriza, casposa y lastimosa» (p. 127), despertó el entusiasmo de una joven lectora que le aseguraba su deseo, después de leerla, de querer convertirse en «grupi». Carretera también para cubrir la primera visita del papa Juan Pablo II a España, en 1982, viajando con los demás periodistas por el norte de la península –en plena actividad armada–, en condiciones precarias, en un autobús de la Guardia Civil. Esta es una demostración de cómo escribir una crónica sobre el terreno, tomando notas a mano, que luego dictaba por teléfono (en una cabina) a las secretarias del periódico, trabajadoras invisibles que salvaron a más de un reportero.
Hablando de terrorismo, no podía faltar la matanza de Atocha de 1977, contada veinte meses después, con estilo narrativo y sin perder fidelidad: utiliza los nombres propios y recrea conversaciones, gestos, esa rutina que es «como vivir en un polvorín sin saber quién tiene las mechas» (p. 40). Dos semanas después de publicarse, El País recibió un paquete bomba que mató a un conserje de diecinueve años; ser periodista significa, a veces, jugarse la vida, incluso sin salir de la redacción. También aparece el golpe de Estado de 1981, relatado sobre la marcha, recopilando la información que le iba llegando, entre rumores y una gran incertidumbre. Ese día el periodismo fue esencial; y recuerda cómo, durante el asalto, la televisión emitía un documental sobre chimpancés.
Aun centrándose en España, la política internacional tiene su eco, como su reportaje sobre el legado de John F. Kennedy en el 20 aniversario de su asesinato: «No sé qué misterio me apasiona más, si el de su vida o el de su muerte. Porque Kennedy es un mito ambiguo y un cadáver molesto» (p. 217). Sin dejarse fascinar por la leyenda, la autora hace balance, con la perspectiva del tiempo, de los méritos del presidente, más simbólicos que tangibles: «… un reto moral, un discurso ético. Bien mirado, Kennedy hizo pocos cambios tangibles durante su presidencia. Quizá no tuvo tiempo. O quizá su actuación fuese más carismática que efectiva. Pero galvanizó a las masas» (p. 211).
Hay temas curiosos, como el niño granadino que el dalái lama identificó como encarnación de un importante líder tibetano. Con el fin de conocer las rutinas a las que se sometía al muchacho, la autora estuvo en un templo del Himalaya, «uno de los recuerdos más hermosos de mi vida» (p. 285). Por cierto, y aquí tienen sentido esas introducciones, el chico dejó el monasterio y es hoy un padre de familia dedicado al activismo medioambiental. Curioso también «Los herederos de la gloria», de 1986, donde charla con los descendientes de Unamuno y Ortega y Gasset para poner de relieve que en España siempre ha costado tratar con dignidad el legado de artistas e intelectuales. O «Los lobos solitarios del periodismo», sobre su trabajo junto a un paparazzi que le descubre los entresijos de la prensa del corazón en una época en la que esta era mucho más escasa y amable, aunque no por ello se libró de prejuicios entre los colegas y el rechazo (al menos de cara a la galería) de los famosos. «Somos como cazadores furtivos, eso es lo excitante» (p. 87), le dice.
En los agradecimientos, la autora reconoce la labor de todos los profesionales del periódico, que no son solo periodistas: firman ellos, pero el medio depende de un equipo, siempre coordinado para financiar, mantener las infraestructuras, gestionar trámites, atender, revisar, publicitar y, en definitiva, para que la publicación salga adelante. Los fotógrafos, en particular, han sido sus compañeros de viaje, por todas las aventuras compartidas. Hoy, con el periodismo devaluado y la Transición de nuevo en el debate, leer estos Cuentos verdaderos induce tanto a la nostalgia por aquella prensa como al alivio por cuánto ha madurado la democracia, y la sociedad, desde entonces.