Por amor al arte
«Sólo la cultura que nos libera de una realidad funcional conduce hacia una visión más universal de nuestra existencia»
El otro día, al recibir una novela recién publicada, novela que me hube de leer dos veces detenidamente en forma de manuscrito en su momento para revisar varios aspectos, echo en falta una línea de agradecimiento o constancia de esa labor por parte del escritor en cuestión. Pero después de la decepción inicial me doy cuenta de que en realidad esta labor la volvería a realizar con o sin agradecimiento, de forma desinteresada, por el placer mismo que me proporcionó este trabajo. Y me doy cuenta de que a lo largo de mi vida he tenido este enorme privilegio, la fortuna de poder dedicarme en muy gran medida a cosas cuya recompensa ha sido siempre la labor en sí, más allá de si eran remuneradas o no, y esto incluye mi profesión. Por amor al arte, por así decir. Y que ésta ha sido también mi definición del arte y de la literatura en conjunto, que poco concuerda con los tiempos que corren. En realidad, como se sabe, esta actitud ante el trabajo artístico, aunque puede que ahora sea minoritaria, no tiene nada de nuevo.
En 1867, en su última clase magistral como catedrático de Poesía de la Universidad de Oxford (un puesto que, por cierto, no le obligaba ni a residir en Oxford ni a enseñar ni a dirigir los estudios de alumnos —eran otros tiempos—), Matthew Arnold se lanzó a criticar a quienes consideraba los filisteos de Inglaterra: las clases burguesas que sólo aceptaban la riqueza material como la medida de todas las cosas. Arnold argumentó que la cultura nos ayuda, mediante su nivel espiritual de la perfección, a trascender la riqueza material y a no considerarla como una herramienta. «Si no fuera por esta depuración de nuestras mentes efectuada por la cultura», afirmó, «el mundo entero, tanto el futuro como el presente, pertenecería a los filisteos».
José Luis Aranguren traza este cambio que se produce en el siglo XIX en su libro El marxismo como moral. Explica cómo las «virtudes burguesas», al desarrollarse unilateralmente en aquel siglo, «dieron lugar a la reacción romántica. ‘Burgués’ pasa ahora a significar ‘filisteo’, como entonces se decía, hombre prosaico, atento solamente a los intereses materiales, de vida monótonamente ordenada, cerrado a todo horizonte espiritual, desprovisto de todo anhelo, de toda inquietud, satisfecho en su mediocridad, ininteresante, antiesteta, vulgar».
Estas ideas son fruto de la Estética, disciplina que a partir de Emmanuel Kant será la «ciencia de todos los principios a priori de la sensibilidad». Para Kant, lo estético se diferencia de lo placentero, lo útil, lo bueno y lo verdadero en que tiene un valor gratuito.
En su Crítica del juicio de 1790, Kant desarrolla la idea del juicio estético «como un juicio de valor que se diferencia de otros juicios en que la percepción de la forma pura, que suscita placer en el receptor como forma ‘bella’, no implica la satisfacción de un bien moral (por eso se diferencia lo bello de lo bueno) ni de un deseo (lo que supondría la voluntad de poseerlo como algo útil o simplemente gratificador), sino que es un placer desinteresado» (en paráfrasis de Demetrio Estébanez Calderón en su excelente Diccionario de términos literarios). De ahí que la actividad estética no pueda someterse a otros fines ajenos «al carácter fundamentalmente lúdico y creador de la obra de arte» (de funcionalidad, moralidad, utilidad, etcétera). Kant y luego Schelling Goethe, Schiller o Hegel contribuyeron así a la concepción del arte como una actividad autónoma de fines que no sean la creación y la belleza. El arte como juego puro y desinteresado, como fin en sí mismo. Sin fines didácticos ni de compromiso político ni propagandísticos ni morales. Y como algo que no se debería juzgar a base de criterios no estéticos, a base de su utilidad, por ejemplo.
Valoraciones extraliterarias
No sé si esta actitud sigue siendo muy extendida hoy día. Puede que me equivoque, pero parece que la novela, por ejemplo, hoy se valora de nuevo más por facetas en cierta medida extraliterarias, si nos enseña o dice algo sobre la realidad, sobre gente marginada, sobre problemas sociales o políticos, sobre nuestro pasado, sobre el sufrimiento; se aprecia si implica la satisfacción de un bien moral en cierta forma, algo no muy distinto de los tiempos del realismo, social o de otra índole, de didacticismo o funcionalidad.
El arte por el arte, ars gratia artis, como todavía reza el famoso logo de la Metro-Goldwyn-Mayer, no creo que esté muy de moda, especialmente porque nuestro mundo sí parece haber acabado en manos de los filisteos, como advertía Arnold, un mundo regido por un excesivo materialismo.
No obstante, sólo la influencia depuradora de la cultura y de un arte que nos liberan de una actualidad y realidad restrictiva, funcional, puede conducirnos a través de mundos representados hacia una visión más abarcadora y universal de nuestra existencia. Sólo en estos mundos podemos quizás percibir potencialidades que se nos esconden a través de nuestro enfrentamiento con la realidad existente. Sólo en este tipo de arte podemos percibir lo que la realidad puede llegar a ser, a diferencia de lo que la realidad es en el mundo limitado de nuestra existencia actual y de sus representaciones en última instancia «realistas». Y sólo en estos mundos artísticos encontraremos la verdadera libertad de la creación y la respuesta al arte.