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Oriana Fallaci: retrato de un héroe caído

Alianza recupera ‘Un hombre’, crónica de la relación de la legendaria periodista con un mito de la resistencia griega

Oriana Fallaci: retrato de un héroe caído

La legendaria periodista florentina Oriana Fallaci en 1987. | GianAngeio Pistoia (Wikimedia Commons)

Cuando uno piensa en Oriana Fallaci (Florencia, 1929-2006), la primera imagen que viene a la memoria es la de la periodista que en 1978 se quitó el chador que le cubría el pelo ante el ayatolá Jomeini. Durante su entrevista, osó preguntarle por la situación de las mujeres en Irán. Era la reportera intrépida, la mujer que entonces el mundo conocía, que causaba admiración y recelo a partes iguales. La corresponsal de guerra, la activista de la resistencia, la feminista, la entrevistadora incómoda en una época en la que la mayoría de mujeres había aprendido a cerrar la boca para estar a resguardo. Ella no temía el riesgo: cubrió los conflictos de Vietnam, India, Pakistán, el Líbano, la Guerra del Golfo, entre otros. Sobrevivió a la masacre de Tlatelolco en 1968, cuando estaba en México para cubrir los Juegos Olímpicos. Entrevistó a dirigentes políticos, líderes revolucionarios, científicos de la NASA, escritores, artistas y todo tipo de personalidades que explican el siglo XX. Entre sus últimos trabajos está la crónica del 11-S desde Nueva York, ciudad donde residía desde hacía años. Enferma de cáncer, quiso volver a su tierra para morir.

Es esta profesional con carácter, independiente, comprometida y pionera de una forma de periodismo, la que evoca el nombre de Oriana Fallaci. Una periodista intrépida ante todo, que además escribió una docena de libros que se convirtieron en éxitos de ventas. Muchas de esas obras complementan su desempeño como periodista, como Nada y así sea (1969), Inshallah (1990) o La rabia y el orgullo (2001), entre otros. También firmó textos más íntimos, tan emblemáticos como Carta a un niño que nunca nació (1975) —que Alianza recuperará el próximo año—, donde reflexiona sobre el aborto cuando el asunto aún era más tabú que ahora; la crónica familiar Un sombrero lleno de cerezas (2008), su último libro, un particular testamento; o la última en llegar, más bien volver, a las librerías españolas: Un hombre (1979; Alianza, 2024), con la que la editorial inicia la reedición de su obra, con la traducción de Vicente Villacampa que ya vio la luz en 1980.

Un amor, de eso nos habla Un hombre. Su gran amor, el griego Alexandros Panagoulis (1939-1976), «Alekos», erigido en héroe popular por sus acciones de resistencia contra la dictadura de su país. Lo conoció como conocía a tanta gente destacada: interesándose por él, acordando una entrevista en 1973, cuando Alekos salió de la cárcel. Por entonces ella era una mujer curtida en mil batallas, que no contaba con enamorarse ni se permitía bajar la guardia de unos sentimientos cerrados con candado. Pero se topó con alguien con tanto o más recorrido que ella, que supo convencerla. Siempre hubo riesgos en su relación. Su amor, el amor por ese héroe abatido, nunca fue fácil, nunca dejó de ser crítico, convulso, acorde con los tiempos, con la elección vital de él, con la naturaleza indomeñable de ambos. Su historia en común se acabó antes de que la muerte los separara, lo que no impidió que Fallaci le dedicara esta excelsa obra, una inmersión en el Alekos que conoció; el hombre, no el ídolo.

En el prólogo, la autora asiste a un entierro multitudinario en el que la masa le pide que escriba, que utilice sus armas, lápiz, papel e influencia, para rendir justicia a ese héroe caído en un accidente que no creen como tal. Pese a las apariencias, en realidad en sus últimos tiempos Alekos ya no contaba con tanto apoyo popular activo; era alguien que no había renunciado a lo que percibía como su propósito vital, pero que había perdido relevancia mientras la sociedad evolucionaba y dejaba atrás la época en la que se fraguó su leyenda. A continuación, Fallaci vuelve al principio, al momento de conocerse; sigue el orden cronológico de su vida hasta el final, dividida en seis partes de escritura densa, concentrada, más apasionada que una biografía al uso, pero con la suficiente templanza para no dejarse llevar por la emoción, para no disfrazar de heroísmo aquello a lo que ya le había visto las costuras. En estas más de 500 páginas no solo está el amor; hay política, movimiento, desobediencia. Conocer al hombre implica entrar en su dinámica, su pensamiento, la forma de estar en el mundo de quien se siente llamado a la revolución, en sus luces y, sobre todo, sus sombras, los puntos de desencuentro con ella.

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Ruptura

Fallaci se dirige a un «tú» que es Alekos, el que conoció, el que se contó a sí mismo; un «tú», ese registro que le funcionó tan bien en su Carta a un niño…, que imprime nervio a su voz, que subyuga al lector y ya no lo suelta. Alekos le habló del atentado por el que terminó en prisión y ella leyó su inseguridad, sus dudas, su remordimiento no admitido: «La frase que te habías aprendido de memoria: yo no soy capaz de matar a un hombre, pero un tirano no es un hombre; es un tirano. De pronto te sonaba falsa» (p. 31). Luego vino la detención, la celda, las torturas, narrados con tanto detalle que parece que Fallaci estuvo también ahí: «Ese era el hombre al que, finalmente, conocí […], para chocar con él con violencia, como un tren que discurre en dirección contraria por la misma vía» (p. 158). Un encuentro en el que la recibe en el dormitorio de su madre, el único refugio de un recién liberado, entre un altar lleno de iconos religiosos y una cama cubierta por las traducciones de sus libros, que había leído en prisión. Le entrega un gran ramo de rosas: «¿Qué clase de hombre era aquel que, apenas salido de la cárcel, se preocupaba de recibirme con semejante atención, de decirme tales cosas», se pregunta la autora, «y por qué, en vez de halagarme, todo eso aumentaba la inquietud, la angustia, la inexplicable amenaza que advertí al escuchar su voz?» (p. 169).

Ella iba preparada, pero no contaba con la autoridad del vencido, que la desarma: «Aun no queriendo, te amaba. Pero luego me encontré con aquellos ojos, y el terror me detuvo […] en ellos estaba la muerte» (p. 178). Lo que no se detuvo fue la relación, que estuvo llena de viajes y sacrificios, pero asimismo de un distanciamiento creciente, ella siempre desconfía del Alekos personaje, consciente del peligro de la idolatría, del falso interés de quienes lo buscan: «Nadie fue nunca tan cruel como aquellos que […] cayeron sobre ti con besos, abrazos y exclamaciones de bienvenido-entre-nosotros-bienvenido, gloria, aleluya» (p. 244). En la mayoría de las partes, Fallaci comienza la narración recordando leyendas, mitos, folclore, las tragedias de las que se ha nutrido la cultura occidental. Lo hace para pasar de lo general e imaginario a lo particular y real, para, con el detalle y el análisis, quitarle a Alekos ese traje. Un hombre es una humanización, en cierto sentido; una deconstrucción del héroe, una reivindicación del ser humano en su imperfección, su perversidad, sus límites, su derrota; un hombre, solo un hombre.

No, al recordar a Fallaci uno no piensa en la mujer enamorada, pero lo estuvo, lo fue; y sin dejar de ser ella misma, sin perder su olfato ni su autonomía. «No me afectó tanto la historia de la puta gorda cuanto el tono lúgubre de tu voz», cuenta sobre su última etapa. «Algo se rompió dentro de ti al descubrir que la fecha del 13 de agosto [aniversario del atentado] no significaba nada en el país por el que habías peleado» (p. 325). El hombre murió antes de morir, autoengañándose, incapaz de asumir su insignificancia. Los hilos se mueven entre bambalinas, la sociedad olvida rápido, atrae más un nuevo ídolo que el denostado. «Incapaz de captar el verdadero motivo que me desasosegaba», confiesa ella, «me aparté de ti, horrorizada» (p. 404).

Se rompió la relación, pero no olvidó la historia de aquel hombre, una crónica de una muerte anunciada que relata con maestría en la que se considera, con razón, una de sus obras fundamentales. «La muerte es una ladrona que nunca se presenta por sorpresa», reflexiona, «se anuncia con una especie de perfume, de percepciones impalpables, de ruidos silenciosos. […] Incluso mientras me abrazabas en el aeropuerto sabía que no volvería a verte vivo» (p. 489). No lo vio, pero lo escribió. Y, si un escritor es más que nunca él mismo en sus libros, es posible que el héroe, sin capa, sea también en la literatura más hombre que nunca.

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