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Cultura

Celebrando a Bruckner en San Florián

«Europa conmemora el bicentenario de un compositor cuya obra se considera hoy revolucionaria y aun visionaria»

Celebrando a Bruckner en San Florián

Detalle de un retrato de Anton Bruckner elaborado por Ferry Bératon en 1889. | (Wikimedia Commons)

Europa ha celebrado a lo largo de este año el bicentenario de uno de los compositores decimonónicos que mayor reconocimiento merecieron en el siglo pasado y cuyo prestigio no ha dejado de afianzarse en nuestro propio tiempo. La obra de Anton Bruckner (1824-1896), juzgada en su día —sobre todo por la facción más adepta al radical conservadurismo de Johannes Brahms— como ampulosa y anárquica, informe e incluso absurda, se considera hoy revolucionaria y aun visionaria, cercana tanto a la música renacentista y barroca como por supuesto a la romántica y aun a la vanguardista.  En sus imponentes nueve sinfonías —11, en realidad, si tenemos en cuenta las que él descartó y que poco a poco han ingresado en el canon—, se prefiguran Mahler y Schönberg a la vez que se dibuja, por así decirlo, la salida al cul-de-sac del dodecafonismo. 

Bruckner, en puridad, inventó una nueva tonalidad. Sus influencias más inmediatas y distinguibles fueron sobre todo Beethoven, Schubert y Wagner, con algún eco también de Berlioz y Liszt. Pero lejos de ser un exponente del Spätromantik, como a veces se lo despacha, de un posromanticismo manierista, su obra utiliza los mimbres de la sonoridad romántica para desmontar la subjetividad que el movimiento impuso en la música. Su personal lenguaje sinfónico, precedido por composiciones religiosas más ortodoxas, como sus misas y sus motetes, avanza hacia la creación de un nuevo cosmos acústico que sin ser formalmente devocional abre el oído a una dimensión capaz de reconciliar el ámbito laico con el trascendental. 

La personalidad de Bruckner no ha dejado de desconcertar y fascinar a sus biógrafos. Ferviente católico, vivió siempre solo, como un monje, dedicado a tocar el órgano en las distintas iglesias en las que sirvió, por supuesto a componer, siempre con una característica lentitud —a la espera, como solía decir— y también a enseñar, una actividad que adoraba. Cuando fue nombrado profesor de la Universidad de Viena, se dirigió a sus alumnos con estas palabras: Ich habe nichts mehr auf der Welt als Sie, meine liebenden akademischen Bürger, und das Komponieren («No tengo en el mundo nada más que a ustedes, mis queridos ciudadanos académicos, y la composición»). A menudo se enamoraba de jovencitas a las que incluso perseguía por los parques para darles una flor y proponerles matrimonio, aunque todas salían corriendo. 

Esa soledad, agravada tras la muerte de su venerada madre y el temprano fallecimiento de dos de sus más queridas hermanas, acentuó su sentimiento de desvinculación humana, algo que se percibe con creciente intensidad en sus sinfonías. A partir de la quinta, sobre todo, la música de Bruckner se libera de la contingencia y busca un orden superior en el que disolverse. La búsqueda es angustiosa y difícil, aunque al final del camino siempre encuentra —y procura— felicidad y plenitud. Los adictos a su música reconocemos enseguida su obsesión por las repeticiones y las escalas, trasunto de la aritmomanía que padecía, un trastorno que le obligaba a contar compulsivamente escalones, ventanas o pasos. Hoy en día los médicos hablan de su evidente neurosis, que también se manifestaba en una especie de necrofilia que le llevaba a pasear de noche por cementerios o a pedir que le dejaran besar las calaveras de Schubert y Beethoven cuando los despojos de los maestros fueron trasladados. 

El doctor Klaus Laczika, médico internista de la Universidad de Viena y fundador del festival Bruckner que cada año se celebra en el monasterio de San Florián, en la Alta Austria, ha disertado este verano en un congreso sobre la historia clínica de Bruckner. Nadie se explica cómo un hombre que sufrió neurosis y depresión, además de insuficiencia cardíaca, edemas y ataques de asfixia, pudo llegar a la vejez —alcanzó los 72, entonces una edad provecta— y componer una música que solo transmite sanación. A diferencia de su alumno Gustav Mahler, que en su última sinfonía dejó incluso constancia de sus arritmias cardíacas, Bruckner, en su inacabada novena —falta el cuarto movimiento, del que solo quedan esbozos y que debía encaminarse a una sencilla coral en alabanza de Dios tras una recapitulación de todos sus principales motivos sinfónicos— no hizo sino ahondar en la impersonal agonía que todo ser humano puede experimentar en busca de la comunión divina, entendida en un sentido amplio y en absoluto ortodoxo. 

«Su cultura fue indudablemente premoderna. Como lector, apenas salió de la Biblia y de la teología más clásica»

Es interesante constatar cómo la imaginación de Bruckner se mantuvo siempre en un plano infantil. A menudo las imágenes que él decía tener en la cabeza a la hora de componer no eran más que fragmentos de episodios medievales, a lo sumo retazos de las tragedias wagnerianas, mitos populares, pompas palaciegas y por supuesto figuraciones religiosas. Su cultura, por otra parte, fue indudablemente premoderna. Como lector, apenas salió de la Biblia y de la teología más clásica. Nada hay en él de la tormenta del pensamiento kantiano que atraviesa la obra de Beethoven, en cuya novena sinfonía —sobre todo en los iniciales tremolandi— se ovilla por otro lado buena parte de su idea del tiempo. Pero como la música carece de contenido eidético —incluso cuando se insiste en alguno concreto—, esa especie de ingenuidad pueril y en el fondo santa, unida a un apabullante conocimiento teórico de todas las formas musicales, consigue que su concepción artística sea más libre, amplia y honda que la de los románticos. 

Bruckner siempre se sintió unido al monasterio de San Florián, a donde lo envió su madre, tras la muerte prematura del padre, que también era organista y profesor, para que se uniera a sus niños cantores y empezara a estudiar música. Luego acabó siendo profesor de la escuela local durante una década en que también se dedicó a improvisar en el gran órgano de la iglesia y a hacer sus primeras composiciones, entre ellas un Requiem (1848) y una Misa solemnis (1854). Allí empezó todo para él y allí quería retornar. Por eso quiso ser sepultado en la cripta de la iglesia, justo debajo del órgano en el que había pasado tantas horas, tocando al parecer siempre muy despacio. 

San Florián es hoy un pequeño lugar, en sentido cervantino, enclavado en lo alto de un promontorio y asomado a la bella región de Traunviertel. Todo orbita allí en torno al monasterio, fundado hacia el año 1071 por monjes agustinos, aunque el actual conjunto arquitectónico data de finales del XVII y es por tanto plenamente barroco. Junto a la fachada de la basílica, se abre el patio del monasterio, de factura más imperial que eclesiástica, con fuente y ornamentación vegetal geométrica. Desde ahí se puede acceder a la suntuosa biblioteca, llena de incunables y manuscritos, a la sala de mármol o a las celdas, incluida la que Bruckner solía utilizar durante sus vacaciones y en la que se conservan algunos de los muebles que el compositor tuvo en su último apartamento de Viena. 

Pero sin duda lo más impresionante es la cripta. Al visitante desavisado, el espacio le produce una espeluznante e inmediata sensación de muerte. La intensa humedad y la falta de aire fresco, junto a la visión, a lado y lado, de sepulcros desvencijados e innumerables nichos, la mayoría de monjes y nobles locales, devuelve una urgente y sensual conciencia de la propia vida. Al fondo, en la última sala, se encuentra el sarcófago del compositor, situado en el centro y frente a un inmenso osario a la vista, hileras y más hileras de calaveras y huesos en perfecta armonía bruckneriana, al parecer de fieles que quisieron ser enterrados junto al primitivo convento de San Florián —el primer mártir de Austria— y que se encontraron durante la remodelación del XVII. No cabe imaginar mejor morada para el cuerpo embalsamado de Bruckner que esa tremenda vanitas barroca. Uno apenas se atreve ahí a hablar y todavía menos a soltar alguna ocurrencia de humor negro. El recinto es tan brutalmente católico que parece español. La intimidad con la muerte se respira en cada rincón y desafía nuestra actual asepsia digital.

«La octava es, como decía Celibidache, la reina de las sinfonías. Se trata de la última que Bruckner pudo completar»

El motivo principal del viaje fue la octava que el director alemán Markus Poschner (1971) iba a dirigir en la basílica con la orquesta Bruckner de Linz la tarde del 11 de octubre, aniversario de la muerte del compositor. Todos los directores brucknerianos, desde Sergiu Celibidache a von Karajan, Stanislaw Skrowaczewski o Günter Wand, han pasado al menos una vez por San Florián para dirigir alguna obra de su hijo predilecto. El gran Herbert Blomstedt, decano de los directores europeos, ha dirigido hace poco, a sus 98 años, una séptima en el templo. Poschner pertenece a una nueva generación, pero es ya un artista consumado y a sus 53 años ha grabado una integral que incluye todas las versiones que se han conservado de las sinfonías, una especie de viaje sideral ejecutado con rigor, ambición y sobriedad. A diferencia de otros colegas de su edad, además, Markus Poschner no se ha prestado a entrar en el circo mediático y se dedica a trabajar a fondo con su orquesta, un compromiso que se echa mucho de menos en el actual panorama de virtuosos rápidamente calcinados por la urgencia.

La octava es, como decía Celibidache, la reina de las sinfonías. Se trata de la última que Bruckner pudo completar, animado por el éxito rotundo que al fin cosechó con la séptima, tras muchos años de incomprensión y escarnio, una animadversión promovida por los muchos enemigos que el compositor tenía entonces en el nido de escorpiones que era Viena, con el crítico Eduard Hanslick a la cabeza. Hay que recordar que Bruckner no escuchó nunca la quinta y que la sexta se estrenó completa en 1899, tras su muerte, en Graz, dirigida por Gustav Mahler, que había sido uno de sus más tempranos defensores. La octava, de larga y accidentada composición, fue también un gran éxito cuando se estrenó en diciembre de 1892, bajo la batuta de Hans Richter, uno de sus grandes aliados, junto a otros directores como Herman Levy o Arthur Nikisch.

Los cuatro movimientos de la octava demuestran la capacidad de Bruckner para sintetizar todas sus influencias, desde la pulsión dramática de Wagner hasta la atención al Ländler folclórico —tras la huella de Schubert—, pero también el canto gregoriano y la polifonía renacentista, Gabrieli, Bach y el barroco. Como dijo Ernst Bloch, «gracias a Bruckner por fin el canto volvió al mundo con la conciencia tranquila». Tras el imperio de la subjetividad romántica, Bruckner utilizó el género sinfónico para restaurar la humildad del canto y la alabanza. Su grandiosidad es en ese sentido indisociable de su despojamiento. Su arquitectura consigue construir y destruir al mismo tiempo, llenar y vaciar, en un proceso de ampliación interior —breit und immer breiter, como gritaba Celibidache en sus ensayos— que se opone a la concepción lineal y finita de la existencia.

Como la mayoría de sus sinfonías, la octava empieza —allegro moderato— con una especie de aparición sonora, que siempre recuerda al principio de la novena de Beethoven, y que sugiere en su caso el abandono del tiempo. De hecho, el propio Bruckner comentó que al componer el movimiento quería transmitir «la anunciación de la muerte, la rendición ante ella». De ahí esa especie de lucha entre contrastes armónicos que termina en derrota. El scherzo está dedicado a la figura de Deutscher Michel, la figura alegórica del alemán simplón y campestre, como John Bull en Inglaterra. De nuevo se evidencia la vinculación con la infancia y el poder de la ingenuidad frente al terror de la conciencia. El adagio —feierlich langsam doch nicht schleppend— es sencillamente una de las grandes maravillas que ha dado la humanidad, un acto de generosidad inagotable. El movimiento despliega una larga meditación en la que parecen reconciliarse todos los extremos. Y en el finale, Bruckner quiso rendir homenaje a la conferencia imperial de Skierniewice (Varsovia), cuando en 1884 se reunieron los emperadores Alejandro III de Ruisa, Francisco José I de Austria-Hungría y Guillermo I de Alemania. De ahí ese atronador final majestuoso y marcial que como siempre puede despertar muchas otras asociaciones. 

«Escuchar música sinfónica en esa basílica, bajo los frescos de Bartolomeo Altomonte, fue una experiencia incalificable»

Escuchar música sinfónica en esa basílica, bajo los frescos de Bartolomeo Altomonte, con el órgano de Bruckner a nuestras espaldas, su sarcófago bajo nuestros pies y entre un público extremadamente respetuoso —ni una tos ni un móvil ni un suspiro a lo largo de toda la celebración— fue una experiencia incalificable. El concierto empezó con el estreno de una pieza del compositor austríaco Klaus Lang (1971), concebida para San Florián en homenaje a Bruckner. Das wahre Angesicht («El verdadero rostro»), para órgano y orquesta, parece un compendio de las fuentes sonoras del homenajeado. Poschner dirigía una parte de la orquesta en el presbiterio mientras que tras él y a los lados tocaban en pie los metales y al fondo el órgano, tocado por el propio Lang. La pieza recuerda un poco a Charles Ives y su The Unaswered Question. La lenta aparición del órgano sobre el pianissimo de las cuerdas fue maravilloso.

Luego Poschner atacó la octava con brío, autoridad y astucia. La acústica del templo es muy distinta a la de la sala de conciertos y el director debe tener muy en cuenta la diferencia. Las reverberaciones son peligrosas y pueden empastar demasiado la textura, pero el alemán manejó a los de Linz con mano maestra, guardando los debidos silencios, jugando con los ecos, gobernando las cuerdas con increíble delicadeza. El aire que dio a los inolvidables solos de trompa y oboe del primer movimiento fue la prueba de fuego del reto. Cada movimiento tuvo su tempo adecuado al espacio. Las maderas sonaban limpias y luminosas, los metales retumbaban con reminiscencias de órgano y al llegar la conclusiva coda triunfal el sonido pareció abrir el vacío, demorándose aún en los restos de tiempo, mientras la batuta de Markus Poschner seguía en lo alto, indicando con ello que la sinfonía no había terminado y que todos debíamos seguir escuchando más allá del silencio.

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