Byron: el prodigio de la prosa espontánea
«Renacimiento rescata en un volumen, al cuidado de Lorenzo Luengo, todos los escritos en prosa (críticos, políticos, ficciones y diatribas) del poeta británico, en su mayor parte inéditos»
Con George Gordon Byron (1788-1824), conocido sobre todo por su título –«Yes, my lord», decía Polidori, su médico de cámara, por boca de José Luis Gómez en Remando al viento, la película dirigida por Gonzalo Suárez–, existe un curioso malentendido. Se le tiene por un gran poeta –y en efecto lo fue– y también se le recuerda por su perfil biográfico, donde se condensan, diríamos que de forma perfecta, todos los arquetipos del artista romántico. Un aristócrata bala perdida, seducido por la pasión extrema de la libertad, el ánimo de un espíritu indomable y un final semejante al de los grandes mártires. È ben trovato, ma non è vero.
Byron, que era cojo desde su más tierna infancia por culpa de una malformación congénita en su pie derecho, deslumbró a casi todos sus contemporáneos con su seductora impertinencia, una bisexualidad plena –que no invalidó sus encendidos lances con las féminas, incluida su hermana Augusta, como explica Fiona MacCarthy en su excelente biografía Byron. Vida y leyenda (Debate)– y una poesía que, a pesar del tópico con el que se le sitúa en uno de los anaqueles de la biblioteca universal, no es excesivamente revolucionaria desde el punto de vista métrico. A modo de ejemplo, véase su predilección por la octava rima italiana.
Su modernidad está en otro sitio. Acaso resida en la práctica temprana del hibridismo genérico –esa aleación flexible donde cohabitan materiales procedentes tanto del arte del verso como del relato épico, la novela o el monólogo dramático– y, sobre todo, ¡oh, sorpresa!, en la prosa. El problema –hasta ahora– es que una gran parte de sus escritos ajenos a la poesía estricta no han llegado hasta nosotros. Sus memorias, presuntamente las de un don Juan, como su personaje de ficción, fueron quemadas, en un acto de hipocresía no exento de puritanismo, por Thomas Moore, su albacea, y John Murray, su editor, con la anuencia de sus amigos y su propia familia. Mejor que no se sepa nada. Su correspondencia fue censurada y manipulada. Y su cadáver, representado en un cuadro de Joseph Denis Odevaere como si fuera el difunto hijo de una familia patricia romana –rostro yerto y testa con laureles con paisaje clásico al fondo–, murió de unas fiebres y espasmos que se dice que le contagió una garrapata de sus perros.
No es, desde luego, un adiós noble que pueda inspirar endechas sublimes. Las estériles sangrías de los médicos lo mataron antes que la malaria. Pero ya se sabe: los mitos tienden a imponerse en el recuerdo y la memoria de las gentes a la infalible vulgaridad del realismo. Decíamos antes que parte de su obra confesional ha sido vedada a nuestros ojos, pero a esta carencia le ha puesto remedio (parcial) la editorial sevillana Renacimiento, que acaba de publicar –al cuidado de Lorenzo Luengo, que también rubrica la traducción– sus escritos completos en prosa en un único volumen. En él se reúnen las piezas críticas, políticas, parte de sus ficciones (entre ellas la que originó el Don Juan) y sus discursos y diatribas, entre las que figuran escritos sobre el armenio (el idioma, se entiende) y recuerdos, no diríamos que excesivamente galantes, sobre Madame de Stäel: «Vi a la mujer de la que había oído hablar maravillas; justificó cuanto oí, pero no dejaba de ser también mortal: hablaba por los codos».
El tono de la prosa de Byron, malévola y desinhibida, exacta y brillante, dotada de una exquisita levedad, nos muestra a un escritor integral que, al igual que Cervantes cuando imposta (para reírse) la solemnidad retórica que en su tiempo era ya una mera convención, oro verbal gastado por el excesivo uso, alta dicción cuyo significado se esfumó y ya no cabe leer en serio, sino como ironía, no teme romper las normas (clásicas) del decoro para expresarse con su acento, sin que exista brida que lo contenga. En estos escritos Byron, cuyo personaje oficial celebra el bicentenario, se muestra ingenioso, mordaz, divertidísimo. Dueño y señor de ese estilo que encantaba a T.S. Eliot, otro poeta cuyos versos han ensombrecido a su prosa, y al que John Murray, en tiempos más felices, asignó el calificativo de feliz. Término exacto.
«Obsesionado por la figura de Napoleón, Byron ansiaba el reconocimiento ajeno»
De la lectura de esta miscelánea –consta que así pensó Byron reunir sus escritos no líricos– se sale admirado y desconcertado. La mayoría de los textos –inéditos en español– no gozan de popularidad. Por eso este volumen de Renacimiento es todo un acontecimiento: no es fácil encontrar el pálpito de tanta vida en textos que simulan ser casuales o de ocasión, dos siglos después de la muerte de su autor. Sobre todo si tenemos en cuenta que el poeta dudaba de la calidad –y por tanto del azaroso destino– de estos escritos, optando (en un gesto que hoy calificaríamos sin dudar de comercial e interesado) por la seguridad y popularidad (entonces las cosas funcionaban de otra forma) del verso, como admite en un pasaje de Beppo: «Parte de mí se inclina por la prosa, pero escribiré en verso, que está algo más de moda».
Obsesionado por la figura de Napoleón, Byron ansiaba el reconocimiento ajeno. Quería coronarse. Pero nunca logró que –salvo como libertino– lo tomaran muy en serio. Siempre ambicionó convertirse en un hombre de acción, como dejan ver sus Diarios, editados también por Luengo para el sello Galaxia Gutenberg. Vivió las vísperas, pero no los triunfos, que anheló. Nunca consiguió encarnar el ideal heroico, entre otras cosas porque la épica es una construcción artística, fruto de una mirada ajena a la propia voluntad que depende del paso del tiempo y del juicio de los demás. Pero tampoco fue, al margen de instantes muy concretos, un individuo de carácter hosco y melancólico, como algunos todavía le retratan.
Sus artículos literarios –prodigios de ingenio– y el resto de esta obra en prosa muestran a un sujeto vitalista (un rasgo que comparten muchos caracteres depresivos), dueño de una naturalidad literaria modernísima y maestro de la ironía. Para disfrutarlo únicamente hace falta apertura de miras –los grandes clásicos son mucho más modernos que bastantes de nuestros contemporáneos–, sentido del gusto y curiosidad. El contexto necesario corre, en este caso, de cuenta del editor y traductor (el citado Luengo), que en las introducciones a cada una de las partes del libro –antagónicas a cualquier plúmbea edición académica– hace accesibles las referencias de los textos de Byron, llenos de alusiones y sobreentendidos, y nos guían antes de degustar el festín. Son una magnífica entrada al universo Byron.
Las piezas literarias del poeta inglés, al margen de su ingenio, pueden leerse como una forma de poética indirecta. Sus escritos políticos, en cambio, reflejan las inquietudes de un aristócrata sobrevenido como miembro de la Cámara de los Lores. Son tan libérrimas como su literatura y, desde luego, no parecen condicionadas por sus supuestos iguales. Otros textos recogidos en el libro muestran su pulsión heroica, cuyas sedes son Nápoles y Grecia, la última estación de su navegación nómada tras abandonar Inglaterra. El capítulo dedicado a las obras de ficción y a las diatribas, además de Augustus Darvell. Fragmento de una historia de fantasmas (1816), escrito en la Villa Diodati, donde también nació Frankenstein, el Prometeo moderno de Mary Shelley, buscan lo exótico (para un inglés, claro está), del mismo modo que se juega con los géneros biográficos (Apuntes sobre la vida y escritos del difunto George Russell), epistolares (Doña Josefa), los cuadernos de viaje (Un carnaval italiano) o las notas de lecturas, antecedente de las listas de libros con las que la prensa abre sus revistas culturales cada trimestre y cierra cada año sus suplementos. Byron –este libro lo demuestra– no merece seguir siendo una egregia estatua. Está absolutamente vivo. Y es nuestro contemporáneo.