Suresnes: el mito de un PSOE desaparecido
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta
El PSOE organizó en octubre de 1974 su congreso de renovación o refundación, según se vea, en Suresnes, una pequeña localidad francesa cerca de la frontera española. En ese congreso los socialistas del interior se deshicieron de los ineptos socialistas del exilio para colocarse de cara al seguro advenimiento de la democracia en España tras la muerte de Franco.
Constituyó el mito fundacional del PSOE que hizo la Transición, pero que ya no existe. De hecho, en 2014 se celebraron por todo lo grande los 40 años del congreso de Suresnes, con Pedro Sánchez recién elegido secretario general del PSOE. Sin embargo, este año, cuando se cumple el medio siglo, Sánchez no ha querido saber absolutamente nada del partido y de los hombres que forjaron el nuevo PSOE que ayudó a traer la democracia en España, consensuando con la derecha, alguna de ella venida del franquismo.
El congreso de Suresnes es el mito fundacional del PSOE de la democracia del 78. Al convertirse en un acontecimiento de pila bautismal para el felipismo, no hay dos relatos iguales sobre Suresnes, como indica Ignacio Varela. La versión amable es que el congreso del PSOE en Suresnes, celebrado entre el 11 y 13 de octubre de 1974, permitió la renovación del partido con una generación que facilitó la Transición. Es una verdad a medias porque el programa aprobado en el congreso fue rupturista: socialismo autogestionario y derecho de autodeterminación. Su intención con esa «semántica revolucionaria», escribió Enrique Múgica, socialista presente en aquellos acontecimientos, era recuperar terreno en el antifranquismo ante el PCE, su competidor en la izquierda. No olvidemos que el 29 de julio de 1974 se creó la Junta Democrática de oposición al franquismo, liderada por el PCE. La rivalidad entre ambos partidos era evidente.
La realidad y los consejos exteriores, especialmente de Alemania y Francia, acabaron suavizando sus postulados. La transición a la democracia necesitaba un partido socialdemócrata homologable a los europeos. Por eso, la renovación del PSOE era necesaria. Lo primero era sustituir al viejo socialismo, al exiliado, por gente joven sin lastres guerracivilistas. De esta manera, los «renovadores», la generación que quería tomar el poder, tenían las bendiciones de EEUU y de las democracias europeas. También estos socialistas eran aceptables para los reformistas del tardofranquismo, como Manuel Fraga, que apostaban por una democracia de pluralismo limitado tras la muerte de Franco -sin el PCE- igual que la de Alemania Federal, donde el comunista era ilegal. Un partido socialdemócrata, en cambio, era aceptable.
La oposición interna de izquierdas en España la ejercían el PCE y CCOO, que se habían incrustado con mucho éxito en la organización sindical. La presencia de los comunistas en la vida cultural y universitaria era evidente desde mediados de los sesenta, como se vio. El PSOE se quedaba atrás, no era una fuerza antifranquista atractiva para los jóvenes. Los socialistas contaban en aquel entonces con cuatro núcleos: el vasco, liderado por Nicolás Redondo y Enrique Múgica, el madrileño de Pablo Castellano, el asturiano, y el sevillano, con Felipe González, Alfonso Guerra, Guillermo Galeote, Manuel Chaves y otros. La conexión entre los vascos y los sevillanos tuvo lugar en el comité nacional de Bayona, en 1969. Al año siguiente se produjo el choque con la dirección exterior, liderada por Rodolfo Llopis, secretario general del partido. Ahí vencieron los «exiliados», pero fue la última vez. Nicolás Redondo se hizo con la secretaría de UGT y la trasladó al interior en 1971. En el congreso de agosto de 1972, los «renovadores» conquistaron la Ejecutiva. Llopis no reconoció el resultado y dividió el partido.
En ese momento se produjeron dos impulsos irreversibles: la Internacional Socialista desautorizó a Llopis y apoyó a los «renovadores», y estos diseñaron una estrategia de toma del poder en el partido para posicionarse ante el cambio anunciado a la muerte del dictador. Fue el encuentro de Jaizkibel, en Guipúzcoa. El resultado fue la Declaración de septiembre de 1974, acordada por Redondo, Castellano, Múgica, González, Guerra, Galeote y López Albizu. Así se llegó a Suresnes, con 300 delegados representando a más de 3.500 afiliados.
En los días del congreso, según contó Pablo Castellano en sus memorias, los sevillanos estaban más por la OLP, los sandinistas y el Frente Polisario que por el francés Miterrand, el sueco Olof Palme, el italiano Pietro Nenni, o el laborista británico Michael Foot. De hecho, en cuanto apareció el representante del Partido Laborista israelí recibió una «sonora pitada». Y no quedó ahí, porque «las escaleras de acceso al local se habían llenado de pintadas en las que se equiparaba la estrella de David con el anagrama de las SS». Lo cierto es que los sevillanos tenían un plan y un candidato, con una estrategia plausible, y el resto, no.
González, «Isidoro» en la clandestinidad, hizo un discurso en el que aventuró que el franquismo no caería como las dictaduras en Portugal y Grecia, por la violencia, sino que se asistía a la descomposición lenta, pero visible del régimen y que la muerte de Franco sería el punto de inflexión. El PSOE debía prepararse para la democracia abriéndose a pactar con otros, haciendo del partido algo necesario para la transición. Ahí estaba su fortaleza, dijo, en convertirse en un elemento imprescindible para la nueva situación.
Redondo no quiso liderar el partido y postuló a Felipe González, que, al parecer, desconocía la jugada, como otros muchos. Ramón Rubial, patriarca del PSOE interior, dio su visto bueno. La versión de Alfonso Guerra es que quedando Redondo fuera de la ecuación, Múgica y Castellano ambicionaron el puesto. Frustrados, comenzaron a dar problemas. El caso es que decidido González, la negociación para la Ejecutiva tuvo problemas con los madrileños Castellano y Francisco Bustelo, el vasco Múgica y el exiliado Juan Iglesias. La lista de la Ejecutiva, escribió Castellano, se presentó sin su autorización y pactada antes de Suresnes, y lo llamó de forma despectiva el «Pacto del Betis». Bustelo quiso protestar pero, según Castellano, Guerra arrancó el cable del micrófono. La versión de Guerra es que no dio la orden de conectarlo de nuevo el audio del congreso, al que dio por terminado cantando La Internacional.
No solo era una cuestión de cargos. Redondo refirió a García Santesmases en una entrevista que tenían una idea distinta del socialismo. Él era socialdemócrata «a la escandinava», «de corte europeo», pero «los sevillanos» consideraban que esa vía estaba agotada y que había «que ir a nuevas formas de socialismo más avanzado». Redondo, declaró, que González y compañía en aquel entonces veían en la socialdemocracia algo «peyorativo, como si se tratara de un socialismo edulcorado». Luego rectificaron, y hoy «los sevillanos» son para algunos un referente de socialdemocracia en comparación con el PSOE de Pedro Sánchez.
Tomado el poder en el PSOE, quedaba competir con el PCE por la hegemonía en la izquierda antifranquista. El programa que aprobó el congreso de Suresnes apostaba por sustituir el capitalismo por el socialismo autogestionario, y defendía el «derecho de autodeterminación» de las «naciones» del «Estado español» como estrategia del proletariado para su «completa emancipación». Para aquellos socialistas, España era un conjunto de «nacionalidades y regiones marcadamente diferenciadas», a la que correspondía una «República federal». El cemento del Estado no era la nación española, sino la unidad de la clase obrera.
El PSOE que salió de Suresnes apostaba por la ruptura en España, con el republicanismo y el marxismo como ejes de su proyecto. Pensaban así hacerse con la mayoría del electorado de izquierdas, sobre todo si el PCE no era legalizado. Su transición a la democracia consistía en un proceso constituyente basado en la autodeterminación de las «naciones del Estado», y luego, si acaso, la formación de una República federal. Al tiempo, exigieron la amnistía para los presos políticos y sindicales, los derechos clásicos y la restitución del patrimonio a partidos y sindicatos. Ese PSOE veía la muerte de Franco como una oportunidad para llegar al socialismo, no para implantar lo que consideraban una «democracia burguesa». Luego cambiaron, afortunadamente. Desde un punto de vista estratégico, el nuevo PSOE se mostraba dispuesto a llegar a alianzas con otros partidos y personalidades para, escribió Enrique Múgica, «reasumir el protagonismo» histórico. No entro en el debate sobre si fue refundación o no. Lo cierto es que sí hubo una actualización, que interpretó mejor el grupo socialista sevillano en su proyecto dibujado desde 1970, para situarse de cara a la muerte del dictador y el presumible advenimiento de la democracia.
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