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Zadie Smith y el arte de contar historias

Los escritores son observadores cotillas: meten la nariz donde no les llaman y justifican su curiosidad por trabajo

Zadie Smith y el arte de contar historias

Portada de 'La Impostora' de Zadie Smith. | Amazon

Todo escritor es un poco impostor. Tiene el mejor oficio del mundo: contar una verdad a través de la mentira. Da igual que en su relato haya árboles parlantes, anacronismos o casualidades imposibles; si logra conmover al lector, convencerlo de su mirada hacia el mundo, se puede decir que ha triunfado. El engaño está legitimado en la ficción, es su razón de ser; no en vano palabras como cuentacuentos, fabulador o teatrero poseen dobles sentidos. El escritor, además, es un observador cotilla: se precia de meter la nariz donde no le llaman, justifica su curiosidad por trabajo. Su territorio está blindado. El problema ocurre cuando se pone en circulación la patraña con una finalidad que nada tiene que ver con la noble búsqueda literaria. Entonces se miente para evitar un castigo, obtener más poder, escaquearse de una tarea ingrata, llamar la atención. Hay mentiras grandes y mentiras pequeñas. Y todos mentimos, todo el tiempo, en mayor o menor medida; la Historia está protagonizada por mentirosos legendarios.

Zadie Smith (Londres, 1975) titula su última novela La impostura (2023; Salamandra, 2024, trad. Eugenia Vázquez Nacarino). Se trata de su primera incursión en la ficción histórica, aunque, más que a la novela histórica al uso, se diría que rinde homenaje a la novela realista del siglo XIX, de la que siempre ha sido heredera. Sí, la acción se sitúa en el pasado, pero hay algo más importante que la define, que define cualquier obra: el «espíritu», que en este libro es puro Charles Dickens, y no solo porque este haga algún cameo. Desde que debutó con la aclamadísima Dientes blancos (2000), Zadie Smith se ha consolidado como una gran narradora de la sociedad contemporánea, con libros que retratan las relaciones familiares, las comunidades multiétnicas y la discriminación por clase, género o etnia. De madre afrojamaicana y padre británico, esperaron de ella que escribiera la novela sobre la inmigración, como esperaron en su día de Juan Marsé que escribiera la novela sobre la clase obrera; pero, al igual que al maestro barcelonés, ella estaba por su labor: hacer literatura, la que le diera la gana, sin moralinas.

Así lo sigue haciendo hoy. En La impostura, la protagonista es Eliza Touchet, la prima política del escritor William Ainsworth (1805-1882), que tras enviudar se trasladó con él y hace las funciones de ama de llaves. En torno a 1870, cuando comienza la novela, ambos son personajes maduros hechos a su rutina que llevan más de media vida juntos. Él, frustrado porque su época de gloria literaria quedó atrás, contrae segundas nupcias con Sarah, una mujer de dudoso origen más joven que sus hijas. Eliza, por su parte, se mantiene fiel a su naturaleza discreta, poco proclive al cambio. Lectora voraz, si algo ha cultivado con el paso del tiempo es la conciencia social, la amplitud de miras, el criterio. Es una mujer inteligente, de principios progresistas, partidaria de abolir la esclavitud y a menudo la voz de la sensatez en las trifulcas familiares. No obstante, es tan cauta que en ocasiones comete ese error tan común de predicar para otros lo que no se aplica para sí.

Con una estructura de capítulos breves, alterna escenas de esa etapa y de su juventud, hacia 1830, cuando comenzaron a convivir, William daba sus primeros pasos como autor y Eliza trabó amistad con Frances, su primera esposa, a la que echa de menos. De hecho, Eliza se entendía bien, muy bien, tanto con Frances como con William. Ahora le toca lidiar con Sarah, con la que acude como espectadora al juicio de uno de los sucesos más mediáticos de la era victoriana: el caso Tichborn, por el que un supuesto carnicero se hizo pasar por un rico heredero al que habían dado por muerto en un naufragio. Salta a la vista que es un impostor (y así se le condenó; no es un spoiler); pero, por alguna razón, la masa está fascinada por él. Algo tiene que ver (y esto sí que es mérito de Zadie Smith) la presencia del testigo Andrew Bogle, antiguo esclavo de las plantaciones de azúcar en Jamaica de la familia Tichborn, que está convencido de que aquel hombre es, en efecto, su patrón. La bonhomía de este hombre humilde es tal que conmueve hasta a la imperturbable y desconfiada señora Touchet.

Con esta mezcla de hechos reales e invención –existió un ama de llaves llamada Eliza Touchet, solo que, aparte de morir en 1969, la autora le imagina una vida alternativa–, se hilvanan tres hilos: la vida de Eliza con los Ainsworth, el juicio y, hacia la mitad, el pasado de Bogle en la colonia. Casi quinientas páginas de saltos temporales que no deben asustar a nadie: es de veras fácil de leer y adictiva, aunque para la artífice no tuvo que serlo: sus novelas, y esta más que ninguna, conllevan un importante trabajo de documentación; no es de extrañar que tarde varios años en publicar, ni que aconseje a los aspirantes que trabajen en un ordenador sin conexión; su inmersión no admite distracciones. En La impostura, el peso recae en Eliza, una mujer despierta, inteligente, crítica; a través de ella, con un narrador omnisciente, nos desplazamos por esta familia, esta sociedad; y vemos también las contradicciones de la propia Eliza, moderna en algunas ideas y a la vez incapaz de percatarse de su sesgo como mujer blanca acomodada.

Eliza se compadece de los esclavos, pero no ve su propia cadena; empatiza con lo que le queda lejos, los sometidos en la colonia, pero no con los indigentes de los barrios de su ciudad; defiende la valía de George Eliot como novelista, pero desprecia con clasismo a Sarah; actúa en secreto, pero no planta cara, no dice la verdad. Encarna aquello de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio; y con esto Zadie Smith pone de relieve un conflicto atemporal, casi se podría decir que inherente a la naturaleza humana, la que se solidariza hoy con las víctimas de la guerra televisada al tiempo que pide edificar muros para frenar la llegada de inmigrantes. No es la única lectura extrapolable al presente: el hecho de que la gente crea a un impostor, porque este impostor representa a los suyos y dice lo que quieren escuchar, es sintomático de la sociedad en la que circulan los bulos, los líderes populistas se apoyan en ellos y utilizan un lenguaje llano para hacer llegar su mensaje. La atención social que despierta el juicio también dice mucho de la curiosidad malsana por determinados sucesos, que se convierten en espectáculo mediático.

Y está el mundillo literario: envidias, rivalidades, ego, dinero, fama. Escenas en las que Ainsworth se reúne con colegas y colaboradores. La economía fluctuante, el miedo ante la acogida del público. La dinámica de las publicaciones por entregas y las revistas. Su competitividad con Dickens acabó con la amistad cuando el segundo se convirtió en la gran figura literaria del momento –antes, una novela de Ainsworth se había vendido más que Oliver Twist–. El eterno debate en torno al éxito: ¿ventas o prestigio? Todo, se quiere todo, porque sin ventas no hay editor, y sin prestigio no hay amor propio. Otro tema candente: la escritura de las mujeres. El ninguneo a George Eliot: Middlemarch es la novela favorita de Zadie Smith, y también su protagonista adora a la autora. El retrato de la esfera bohemia ridiculiza las ínfulas del escritor pagado de sí mismo y reivindica a las autoras que tuvieron que ejercer en secreto.

Relaciones personales, evolución histórica, radiografía social, paso del tiempo, libertad, justicia, activismo, amor. Todo aquello que ha caracterizado la obra de Zadie Smith está en La impostura, donde vuelve a demostrar sus extraordinarias dotes como narradora, es decir, domina el arte de contar historias por encima del experimento o la digresión. Esto no significa que la novela sea redonda: tras un inicio fantástico, a medida que se avanza pierde fuelle, las tres tramas no acaban de confluir –más allá del seguimiento del juicio que hacen las mujeres– y persiste una sensación de no saber bien hacia dónde se dirigen, ni siquiera la principal, sobre Eliza y los Ainsworth, que por momentos es poco más que una sucesión de salidas por la ciudad y encuentros entre literatos, alternando el tiempo, con convergencias y divergencias, pero sin una dirección, sin picos de emoción. Está impecablemente escrita, su «diagnóstico» es brillante, desprende alegría en su voz, no porque abunden las escenas hilarantes, sino porque se nota que disfruta escribiendo y haciendo disfrutar al lector; aun así, le falta cierta cohesión y tensión dramática, que a la larga le restan encanto.

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