Calabazas: hay vida después de Halloween
El Jardín Botánico de Madrid exhibe una muestra dedicada a una de las frutas más icónicas del otoño
El Real Jardín Botánico de Madrid está exhibiendo en estos días una muestra titulada Calabazas, celebrando el esplendor del otoño con una de sus frutas más icónicas. La exposición, incluida en el ticket de acceso general al parque, puede verse en la entrada del invernadero Santiago Castroviejo, donde los visitantes más jóvenes no paraban de hacerse fotos, el viernes pasado, ataviados con sus disfraces de Halloween.
¿Hemos dicho Halloween? Pues sí, la dichosa fiesta de origen anglosajón se ha popularizado en medio mundo imponiéndose a la celebración católica mucho más solemne del Día de Todos los Santos. Sus orígenes se remontan a la festividad pagana del Samhain, en la Irlanda rural de hace más de 3.000 años. Coincidiendo con el equinoccio de otoño, los campesinos celtas creían firmemente que, durante aquella noche, los espíritus del más allá caminaban entre los vivos. Con el paso del tiempo y el advenimiento del Cristianismo, esta espeluznante Noche de Brujas terminó asimilándose al mucho más amable Halloween –contracción de la expresión All Hallows Eve–, que acontece cada 31 de octubre en el actual calendario gregoriano.
La costumbre ancestral de protegerse de los espíritus malignos por medio de hogueras y máscaras o engalanando las casas con calaveras y otros objetos alusivos ha quedado hoy reducida a la diversión juvenil de disfrazarse, como si estuviéramos en Carnaval, y al uso de la calabaza como motivo decorativo, incluida esa versión de la cucurbitácea hueca, tallada e iluminada, alusiva a la antigua leyenda de la linterna de Jack, que no viene al caso explicar ahora para no extendernos en asuntos secundarios. Estamos aquí para hablar de calabazas y la tontería del truco o trato ya nos ha ocupado demasiado tiempo.
Según el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española (RAE), la calabaza es el fruto de la calabacera, «muy variado en su forma, tamaño y color, por lo común grande, redondo y con multitud de pipas o semillas». En lenguaje coloquial, dicho sustantivo también puede usarse como sinónimo de la cabeza humana o, en lenguaje coloquial, para designar a una «persona inepta y muy ignorante», para referirse a una «puntuación de suspenso en un examen» o incluso para expresar el «rechazo a una proposición amorosa» mediante la expresión «dar calabazas».
Antes de entrar al meollo (gastronómico) de la cuestión, permítanme dedicarle un párrafo al recurrente tema del rechazo, que la RAE recogió por primera vez en su glosario de 1780, indicando sucintamente que dar calabazas a alguien significaba “desechar las mujeres la proposición de algún novio”. Según el Vocabulario de refranes, frases proverbiales y otras formas comunes de la lengua castellana (1924) de Gonzalo Correas, dicha expresión se remonta a aquellos tiempos lejanos en que se utilizaban la calabazas como flotadores para aprender a nadar y, cuando el usuario era capaz de moverse en el agua sin en ellas, las desechaba como se deshecha a un pretendiente poco agraciado. Otras teorías apuntan al componente poco o nada excitante de dicho alimento en cuestiones amatorias, de suerte que dar calabazas sería una invitación a olvidar cualquier tipo de galanteo.
La calabaza o ahuyama –como la llaman en Panamá, Colombia y otros países hermanos de allende los mares– es el fruto de la gran familia de plantas rastreras cucurbitáceas, una baya pepónide que puede ser comestible o no, pero que siempre presenta una cáscara dura. Originaria de América (Cucurbita) o de África (Lagenaria), su cultivo está muy extendido en todo el mundo. Guarda cierto parentesco con el pepino y el melón, que son por su parte originarios del Viejo Continente, y posee numerosas variantes que van del zapallo al pipián, el ayote o el amable y familiar calabacín.
Cuenta la leyenda que Cristóbal Colón la descubrió en el Caribe en 1492, pero fueron los portugueses quienes la difundieron por sus colonias en el ancho mundo, igual que hicieron con los chiles. Cuando introdujeron la calabaza marrón brasileña en Osaka (Japón) durante el siglo XVII, no podían prever que los agrónomos nipones desarrollarían la calabaza roja de Hokkaido, que volvería a Europa convertida en la Cucurbita maxima, con su característica forma esférica achatada y color anaranjado, que es la especie cultivada más popular en las verdulerías de esta parte de Europa, por encima de su prima-hermana silvestre, la Cucurbita adreana. Nuestro vecinos franceses la llaman potimarron y la distinguen de la citrouille (Cucurbita pepo), que presenta hechuras y colores más variados y caprichosos.
En el cuento La Cenicienta (1697) de Charles Perrault, el hada buena transforma precisamente una fea citrouille (en francés original) en lujoso carruaje para la humilde protagonista. Pero el mago de los dibujos animados hollywoodiense Walt Disney no entendió –o no quiso entender– bien la traducción y, en su lugar, puso la clásica calabaza que ha llegado hasta nuestros días en su película inmortal.
Al margen de estos líos idiomáticos y de nomenclatura, esta vasta familia de pepónides tuvo, durante siglos, mala reputación en las mesas de alcurnia occidentales y se empleaba fundamentalmente para paliar las hambrunas de las clases desfavorecidas y alimentar el ganado. Para muestra, en su recetario La Cuisinière bourgeoise (1746), Menon sólo recomienda la calabaza para elaborar una sopa con leche.
Con el tiempo, este simpático producto ha adquirido, cual cenicienta, las debidas cartas de nobleza. Con él se elaboran caldos, guisos, tartas y otros postres. Y en los Estados Unidos es un elemento esencial, junto con el pavo y el pastel de nueces, de la comida ritual del Día de Acción de Gracias, que rinde homenaje a la llegada de los primeros colonos a las costas de Massachusetts en 1621, durante un invierno tan riguroso que la mitad murieron de inanición y los pocos que se salvaron, lo hicieron gracias a la ayuda de un nativo que les enseñó a cultivar maíz y calabaza.
Tras la primera cosecha, en el mes de otoño, el gobernador William Bradford ordenó la celebración de tres días de acción de gracias en los cuales los colonos invitaron a los indios a compartir un ágape al cual los segundos aportaron pavos salvajes. Y, desde entonces, la cucurbita forma parte de la dieta otoñal norteamericana y por ende europea, por sus innegables virtudes alimenticias, culinarias e incluso depurativas.
Ya en la Antigüedad los hebreos y egipcios cultivaban la variedad Lagenaria, otorgando cualidades sanadoras a sus semillas. Luego hemos aprendido que la mayoría de las calabazas comestibles tienen un alto contenido en beta-caroteno, ideal para prevenir enfermedades oculares y combatir el cáncer o dolencias cardiovasculares. Además, es un alimento alto en potasio, bajo en sodio y rico en fibra, apto para dietas adelgazantes y muy recomendable para la próstata, por su acción antiinflamatoria y su contenido en zinc.
En la cocina decimonónica de la Vieja Europa, solía emplearse como acompañamiento y contrapeso de algunas viandas de sabor recio. Durante los años en que residí en París, era un ingrediente muy satisfactorio en veloutés como la que prepara el chef Philippe Etchebest, con caldo de ave, cebolla, una pizca de pimienta blanca y… ¡sal de chorizo para los más aventureros! También aprendí a apreciar la calabaza entera hecha al horno, al modo de Yannick Alléno, con su interior cortado en dados y una cuchara de crema agria para realzar. O en un simple puré, a la manera de Alain Ducasse, aderezado con unos granos de mostaza y luego gratinado con parmesano rallado (una vez lo hice en casa con Comté y tampoco estaba mal). Por no hablar del suflé de calabaza con queso Gruyère de Thierry Marx, otra preparación clásica a más no poder que le viene que ni pintada a este producto.
En mis viajes a Estados Unidos, he disfrutado sobremanera –especialmente en el desayuno– del bizcocho tibio de calabaza con sirope de arce, animado con canela, jengibre y nuez moscada, al más puro estilo de Nueva Inglaterra. Mi versión favorita, en horario de merienda, incluye una cucharada de ron añejo, ideal para entrar en calor cuando sopla el viento del Oeste, acompañado de un buen té negro de Yunan. Y, como postre de restaurante de alto copete, no puedo dejar de citar el pastel de calabaza y esfera-nitro de chocolate rellena de cookies y arándanos del genial Grant Achatz en Alinea (Chicago).
Antes de retornar a la piel de toro, permítanme que haga una breve parada en Italia, donde este manjar, hecho puré, suele ser el contenido ideal de algunas pastas frescas rellenas, tales como los ravioli arcoíris de Viviana Varese y, sobre todo, los tortelli de calabaza con mantequilla y parmesano de Nadia Santini en su laureado restaurante Dal Pescatore (Canneto sull’Oglio).
De vuelta a nuestro país, en plan tradicional, siempre me congratulo cuando encuentro la calabaza entre los ingredientes de una olla gitana o del puchero canario, ya que su textura fibrosa y su sabor cálido compensan la grasa de tocinos, pancetas y embutidos. También me parece imprescindible en la alboronía, ese condumio mozárabe que Luján y Perucho proclamaron como el rey de los pistos, por encima del tumbet mallorquín, el pisto manchego o la xanfaina.
Si nos ponemos más creativos, no puedo olvidar platos de ayer y hoy como la contundente morcilla con calabaza de Juanjo López Bedmar en La Tasquita de Enfrente (Madrid), la reconfortante calabaza asada con su caldo y perlas crujientes de yogur y jengibre de Ricard Camarena (Valencia), la vanguardista mousse de calabaza asada con huevas de trucha y semillas garrapiñadas de Rodrigo de la Calle en El Invernadero (Madrid), el atrevido escabeche de calabaza con pescado marinado de Alberto Ferruz en BonAmb (Jávea, Alicante), la inesperada calabaza asada con grasa de carabineros de Fernando del Cerro en Casa José (Aranjuez), o, en clave bien golosa, el baba de café y calabaza de Dani Carnero en Kaleja (Málaga).
Con todas estas sugerencias de platos, espero que se animen a ponerse el delantal y probar sus dotes coquinarias cuando tengan que desmontar la reciente decoración de Halloween. Y si no son duchos en el manejo de los fogones, recuerden que en otros culturas ancestrales la corteza de calabaza, debidamente ahuecada y cubierta de una piel de cabra, servía como caja de resonancia para instrumentos musicales tradicionales de cuerda como la rudra vina del Indostán o la kora, tan extendida en países africanos como Gambia, Guinea o Senegal. Y es que nuestra querida calabaza vale para casi todo excepto, a decir de los antiguos, como afrodisiaco…