THE OBJECTIVE
Manual de buenas maneras

La comodidad mata a la elegancia

«No tiene por qué ser cierto que la comodidad mate a la elegancia. Pero acaso, por vulgaridad, lo sea»

La comodidad mata a la elegancia

Hombre con corbata. | Archivo

Me dice una antigua amiga: «¿Te das cuenta de que en esta terraza -bastante llena- los únicos que llevamos zapatos somos tú y yo?». «Puestos así», repliqué sonriendo, «ni un señor lleva corbata». Quizás esta prenda de adorno, que puede ser muy bella, y que hasta los iniciales años 90, era de amplio uso masculino, ha quedado hoy relegada a vulgares bodorrios o a galas de entrega de diplomas… ¿Te imaginas? Yo hice toda mi carrera universitaria llevando corbata a diario, y aún recuerdo profesores que no ponían buena cara al alumno descorbatado. Pero eso es antiguo. Vi después el éxito y auge de las corbatas glamurosas en colores y diseño, hermosas corbatas que, en mi adolescencia, dominada por un machismo ramplón, nadie se habría atrevido a lucir. Ese último esplendor de la corbata, terminó acaso porque, contra lo esperado, hasta los caballeros más carcas dieron en usarlas, con sus adornos rosa y celeste, superando el miedo vulgar a lo «afeminado».  Evidentemente (pero sin exagerar), el calzado deportivo es más cómodo que un zapato de cuero o de ante o que esos bellos zapatos de afilado y extremo tacón de aguja, que -al parecer- han terminado causando problemas en los pies de la reina Letizia. Tal vez exageraba. Pero la verdad es que resulta menos esbelta y vistosa con zapatos planos o casi planos, que con aquellos zapatos de cristal agudo. Es posible que llevar el cuello de la camisa abierto o una camiseta o polo sea más cómodo que corbatas, cuellos cerrados o aquellos pañuelos de seda que se anudaban al cuello, abierta la camisa… En términos muy generales, la ropa informal y deportiva es más cómoda que la considerada elegante. No es incómodo -en verano- ponerse una chaqueta ligera sobre un polo blanco, y hasta el toque de un pañuelo a juego en el ojal. El sombrero es más bonito que la gorra -las vulgares gorritas de beisbol- y el mocasín blando es más distinguido que la alpargata, aunque las hay muy entonadas, y no son estrictamente calzado deportivo. Pero si hay tierras de nadie y términos intermedios, lo que no es de recibo (en elegancia, en estilo, en respeto al otro) es el universalizado chándal o esas camisetas de tirante, que dejan ver sudor y sobaquina…

La elegancia no tiene por qué ser incómoda, pero supone un grado de atención en tu modo y atuendo, que el vulgar «todo vale» o «cualquier trapo es feliz» no alcanzan. La omnímoda «comodidad» tiende a ser fea, aunque sea hoy moneda corriente y las damas o caballeros que aparecen algo atildados parezcamos rozar la rareza. Mi amiga (70 años muy bien llevados, usa pantalones algo ceñidos, verdes o rojos) agrega: «¿Tú crees que aún hay damas y caballeros, más allá de la expresión dada?». En realidad -y por quedarme en lo femenino-, ¿todavía hay señoras? Nos reímos brindado con el vermut, y ella me pone un ejemplo, demasiado querido para mí: «Mi madre, cuando veía a la tuya, siempre tan arreglada, incluso ya vieja, me decía, Ángela es una señora». Y recordé que a una encantadora y muy eficaz asistenta que iba a su casa a diario, Mari, mi madre le decía «es una excelente mujer». Recordemos, una «mujer» (dicho de modo muy positivo) no era una «señora» y, por igual, una señora no podía ser una mujer. Damas y caballeros, no tengo ni idea, me da cierto vértigo considerarlo. Así, viene a ser inevitable que surja el gran tema. ¿No estamos hablando, mi querida, como dos anticuados? ¿Qué relación tiene la elegancia con el dinero y la clase social? 

Se puede vestir elegante con poco dinero, si se tiene -ello sí- una calidad e idea del propio estilo. Hasta se puede ser elegante con ropa de segunda mano, un mercado absurdamente desdeñado hasta ahora, y que empieza a existir en España. Pero es verdad que haber sido educado en el «estilo» o el «chic», sin implicar clase social específica, ayuda mucho. El estilo se puede heredar y hay duquesas vulgares (pese a Proust) pero haber usado servilleta de tela desde niño o modales adecuados, sin duda marca. Mi amiga me habla de sí misma: «Mis padres no eran ricos y fui a un colegio de monjas con una beca, pero a mi madre le gustaba vestir bien (ella misma se hacía sus trajes, sacándolos de figurines) y mi padre me enseñó a saber comer en una buena mesa, a usar bien los cubiertos e incluso a tener en cuenta el moderado tono de voz, pero no es menos verdad que yo tenía amigas ricas ante las que -gracias a mis padres- quedaba como era esperable». El estilo, la distinción, el saber comportarse -aunque con notables excepciones en uno y otro lado- procede de las clases favorecidas (así habrá sido desde El Cortesano), pero si las clases no son bloques cerrados y hoy no lo son, toda esa educación o estilo cívico, pueden recorrer la entera escala social… Sin embargo, hay mucha gente tosca, ordinaria, zafia, y eso ya no es signo de clase -o no del todo-, sino de terrible falta de educación en el nivel que sea. No tiene por qué ser cierto que la comodidad mate a la elegancia. Pero acaso, por vulgaridad, lo sea.

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