Arias Maldonado: «Necesitamos expertos leales al Estado y que no se dejen corromper»
El politólogo malagueño defiende la democracia liberal ajeno a las proclamas grandilocuentes
Devoto de Alfred Hitchcock, a cuya película Vértigo ha dedicado un precioso ensayo, Ficción fatal, y del cine en general, que interpreta como un espejo con vida propia de la realidad, Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) es un brillante politólogo que incide en la realidad española de manera notable desde tres trincheras distintas. Primero, como catedrático en Ciencia Política por la Universidad de Málaga, grado que alcanzó de manera meteórica. Segundo, como protagonista del debate público español, con su blog en Letras Libres, sus columnas de opinión en El Mundo y THE OBJECTIVE y sus libros de ensayo. Y tercero, como promotor cultural de su ciudad natal, donde reside después de recorrer mundo, contribuyendo al milagro de la transformación de un viejo puerto arruinado por la desindustrialización a un vibrante polo cultural y científico del Mediterráneo. Arias Maldonado participa del debate desde una sana distancia con los partidos y en defensa de la democracia liberal, ajeno al tono y las proclamas grandilocuentes o redentoras. La publicación en Página Indómita de (Pos)verdad y democracia nos da la excusa perfecta para esta conversación.
Necesita una doble nota aclaratoria: la entrevista sucedió antes de la DANA valenciana, cuya manipulación política y cobertura mediática, más allá del inmenso dolor que provoca sus efectos, hubieran dado también para una interesante reflexión sobre la realidad y sus falsificadores, y también antes de las elecciones de Estados Unidos. Pese a que vaticinamos en la charla el triunfo de Donald Trump, no fuimos capaces de prever las dimensiones de esa victoria, lo que quizá hubiera ensombrecido la prudencia con que se abordan sus consecuencias.
PREGUNTA.- Acabas de publicar un libro que me parece muy valioso, (Pos)verdad y democracia, en Página Indómita, y en él hay una anécdota curiosa sobre la muerte de Ramsés II, con la que me gustaría empezar. Cuando se descubrió la momia de Ramsés II ya había un cierto conocimiento científico que permitía certificar con plena certidumbre que había muerto de tuberculosis, y esto le permite a Bruno Latour hacer una reflexión, que tú citas en el libro, sobre si la tuberculosis existía o no antes de que Koch la descubriera.
RESPUESTA.- Latour, que es un sociólogo de la ciencia de los últimos años que se aproxima mucho, por cierto, al tema del cambio climático, pone énfasis en los condicionamientos sociales del conocimiento científico. Para él, eso era un ejemplo de cómo una cosa es la realidad, más o menos accesible por nuestra parte, y otra son los conceptos través de los cuales designamos esa realidad una vez que hemos aprendido a conocerla. Y claro, la pregunta sería aquí de qué nos moríamos antes de tener un nombre para las enfermedades que designan, digamos, causas de muerte que ya tenemos perfectamente identificadas a través del conocimiento científico. La paradoja es que la tuberculosis no es solamente un bacilo, sino que está acompañada de, podríamos decir, una producción cultural que inicialmente estigmatizaba a los enfermos por la posibilidad de que transmitieran la enfermedad. Generó también un aire romántico para algunas de las víctimas de la misma. Pero nada de eso podría atribuirse a Ramsés II, que murió de una causa desconocida en su momento. Eso, de alguna manera, lleva a decir a Latour la frase lapidaria «Ramsés II no murió de tuberculosis». ¿Lo hizo o no? A nuestros ojos, por supuesto. Pero en la medida en que el bacilo de Koch no ha sido descubierto todavía en su momento, no lo fue. ¿Significa eso que Koch descubre la tuberculosis? No. Más bien, lo que descubre es la causa de la muerte del faraón, que por lo tanto murió de tuberculosis a nuestros ojos, pero no en su momento. Creo que es un ejemplo muy bonito de cómo la producción social de la ciencia no cambia la realidad, pero modifica nuestra percepción de ella.
P.- Eso nos sitúa en el punto neurálgico de tu libro, que no cuestiona por supuesto la realidad, sino las distintas aproximaciones que hay a la realidad, las distintas verdades que se pueden desprender de la realidad. Haces una taxonomía que me parece muy útil.
R.- La idea de clasificar distintos tipos de verdad es una forma de añadir complejidad al debate, pero también de ayudar a clarificarlo, porque nos encontramos a menudo en los medios de comunicación con apelaciones más o menos grandilocuentes a la verdad, con mayúscula o sin ella, pero la verdad sin adjetivos. Y yo creo que eso no nos sirve de mucho, porque a menudo, cuando en el debate sobre la posverdad o las fake news se lamenta la pérdida de prestigio de la verdad o la erosión de la misma, nos estamos refiriendo un tipo particular de verdad, que es la verdad factual, la verdad de los hechos. Los hechos como una selección de aspectos de la realidad que podemos considerar constatables y medibles. Luego, por supuesto, hay gente que cree que la realidad no existe, que todo es una cuestión lingüística, pero vamos a dejarlo al margen, que me parece un poco excesivo. Dentro de la verdad factual estaría también la verdad histórica, porque son los hechos del pasado a los que podemos acceder con mayor o menor facilidad, según el periodo que estudiemos, las pruebas documentales o de otro tipo que tengamos a mano. Pero hay otros tipos de verdades. Están las verdades reveladas, que son aquellas que el creyente considera propias asociadas a una religión concreta. Están las verdades judiciales, los hechos probados de una sentencia, que resultan de la concurrencia de testimonios diversos que en el juicio son sopesadas por los magistrados. Están las verdades científicas, que en realidad si uno lee toda la teoría de la ciencia desde principios del siglo XX, ni siquiera son verdades en el sentido fuerte del término: son teorías robustas que no han sido desmentidas. Y luego tenemos la que quizás es más interesante para nuestra discusión, que son las verdades morales y las políticas, que no son lo mismo, aunque a veces puedan coincidir. Una verdad moral es una interpretación prescriptiva acerca de cómo deberían ser las cosas y la verdad política creo que podemos definirla como aquella que resulta del consenso legítimo en el interior de una sociedad. Creo que si adjetivamos y distinguimos qué tipo de verdad estamos tratando, el debate se vuelve un poco más manejable.
P.- Al mismo tiempo, es cierto que las verdades factuales en nuestras sociedades están siendo cuestionadas. No sólo hay un debate moral, sobre las verdades morales o políticas, sino también sobre los hechos concretos. Pienso en aquella portavoz de Donald Trump, que tú citas en tu libro, que ante la manifestación de su toma de posesión dice que es la más grande del mundo y cuando le demuestran que la de Obama fue más numerosa, dice «estos son hechos alternativos». ¿Qué pasa ahí, cuando se cuestionan los hechos factuales, lo que realmente existe?
R.- Eso es el fenómeno distintivo de nuestra época y tiene mucho que ver con la digitalización de la esfera pública, pero también con la emergencia del populismo y la intensificación de los desacuerdos en el interior de la comunidad política. El ejemplo de Kellyanne Conway, que era su nombre, no ha cundido demasiado. Es decir, que los líderes políticos, ni siquiera los más extremistas o populistas o los más demagogos, no salen a la esfera pública diciendo voy a mentiros, seguidme, sino que todo el mundo afirma su verdad. Y el problema está cuando la afirmación de la verdad propia atañe a los hechos que son verificables. Ahí lo que nos encontramos es con la concurrencia de distintos relatos factuales, podríamos decir, o versiones de los hechos que, a la manera de un juicio, donde los testigos persiguen a lo mejor su propio interés cuando pueden, cada actor político, incluso cada movimiento social o cada medio de comunicación, presenta una versión de los hechos. Esto puede hacerse distorsionando la realidad de lo sucedido, o puede hacerse imbuyendo ese relato factual de significados e interpretaciones concretas. Y ahí, por supuesto, está el problema. Lo que pasa es que no es un problema que sea fácil de solucionar, ni estoy tan seguro de que sea un problema nuevo.
P.- Ese es uno de los aportes del libro. Relativizas el ascenso de las fake news y el drama o no que pueden implicar las redes sociales y lo llevas al origen de la democracia. Es decir, ese debate está desde el principio.
R.- Incluso diría que está desde el principio de la historia del pensamiento político, porque tanto en Platón como en Hobbes, hay una preocupación por la fractura de la comunidad política a consecuencia del disenso. El propio Sócrates, en fin, es condenado a muerte porque introduce la semilla del malestar a través de la crítica. Lo que pasa es que antes de la democracia la solución era muy sencilla. El soberano, como dice Hobbes, decide lo que es verdad. En una democracia esto no es posible. Y ya el propio Locke dijo que la religión es un asunto privado, por ejemplo, para facilitar la tarea de la construcción de legitimidad política. Y lo que nos encontramos es con un pluralismo social, que lleva implícito pluralismo moral, que a su vez desemboca en distintas propuestas políticas. Y esto digamos que es inerradicable. La cuestión es cómo se manifiesta esto en la esfera pública. Y ahí el propio Stuart Mill, campeón del liberalismo del XIX, ya decía que las personas que leen periódicos distintos perciben la realidad de manera diferente. Es decir, es algo es muy antiguo. Un obrero que leía L’Humanité no accedía a la misma visión de la realidad que el manager que leía Le Figaro. O sea, que eso de que vivimos hoy en mundos distintos y antes vivíamos en mundos unificados creo que es falso. En cuanto a las fake news y la mentira, por supuesto, siempre ha existido bulos, mentiras, distorsiones, teorías conspirativas. Lo que ocurre es que ahora tenemos dos factores diferenciales. Uno es epistemológico, es decir, tenemos un vocabulario nuevo para hablar de todo esto y además hablar de esto nos consuela como explicación del surgimiento de populismos y la erosión de la democracia liberal. Muy conveniente colocar en esa caja la causa de todo lo que nos está sucediendo. Y, por otra parte, tenemos un mercado de la opinión liberalizado por completo, que son las redes sociales y la posibilidad de que cualquier ciudadano se exprese en ellas.
P.- No hay intermediarios y por lo tanto cualquiera puede participar del debate público.
R.- Incluidos los representantes políticos y los partidos, que hacen uso también de las redes sociales para esparcir esos relatos factuales.
P.- ¿Cuáles son los anticuerpos que puede desarrollar la democracia para resistir el debate sobre dos versiones distintas sobre hechos factuales? Eso es lo que debería preocuparnos. Desde luego no es deseable un Ministerio de la Verdad, no debe tener el poder la última palabra. ¿Dónde está la línea de defensa de la democracia?
R.- La respuesta corta es: no lo sabemos.
P.- Vámonos a la larga.
R.- La larga es que resulta muy difícil hacerlo. En el libro cito una famosa frase de Richard Rorty que dice: «Cuidemos la libertad, que la verdad se cuidará sola». Y claro, no deja de ser una muestra de optimismo por su parte, porque es posible que la verdad no sepa cuidarse sola o es posible que algunas verdades terminen por imponerse cuando ya es demasiado tarde. Contra eso, ¿qué podemos hacer? Efectivamente, la posibilidad de que creemos una verdad oficial a la manera hobbesiana es absolutamente contraproducente. Porque, por una parte, tampoco es tan fácil fijar las verdades. El acceso a lo que es verdad factual necesita de un debate y necesita de la aportación de expertos de distinto tipo y de ciudadanos, etcétera. No es algo tan sencillo, porque no todos los hechos son tan simplones como «Alemania invadió Rusia y no al revés», que es el ejemplo que ponía Hannah Arendt en su famoso Informe sobre Alemania. Además, la tentación de que el poder abuse de sus capacidades es obvia. Lo que necesitamos en realidad es algo que no podemos producir o manufacturar a voluntad, que son expertos, periodistas y ciudadanos que tengan una actitud de verdad. ¿Eso cómo se hace? Porque una actitud de verdad es la búsqueda de la verdad, con independencia de la identificación política que pueda tener cada uno. Porque finalmente el factor diferencial aquí es la identificación partidista o ideológica. Y eso es muy difícil. Tenemos culturas políticas distintas: países, muchos de ellos protestantes, donde hay un mayor respeto por la verdad factual, donde hay un mayor nivel de exigencia a los políticos, donde hay mayor presencia de expertos que se precian de ser imparciales, y otras culturas, la nuestra, mediterránea, donde eso es más débil. No hay una solución evidente. La única quizá sea la esperanza que el viejo Habermas expone en su trabajo sobre este tema: «tardamos mucho en aprender a manejar bien la imprenta y los medios escritos». Quizá tardemos todavía en aprender cómo se maneja las redes sociales y que las propias comunidades políticas sepan hacerlo. Pero no hay soluciones mágicas, me temo.
P.- Si lo aterrizamos a la España contemporánea, tendría algunas preguntas relacionadas con el libro y con lo que estás diciendo. Una tiene que ver con la necesidad de toda sociedad política de tener mínimos consensos políticos. Son verdades políticas que pueden no ser factuales, pero que, al ser aceptadas colectivamente como verdades intersubjetivas, hacen que sea un acuerdo sobre el que se pueden construir cosas. Y creo que esta verdad política de la sociedad española era la Transición, la idea de superar la Guerra Civil a través de la concordia y que se podía a partir de ahí construir una sociedad plural y democrática. ¿Qué pasa con los grupos políticos que están rompiendo este consenso subjetivo de la política española? ¿Cuáles son los riesgos?
R.- En el libro diagnostico el estado de la democracia liberal tardía, que es una democracia que se enfrenta a las contradicciones derivadas de su propio desarrollo. De alguna manera ahí se inscribiría la falta de respeto hacia la tradición o ciertos relatos que sostiene la legitimidad de esos regímenes. Nos volvemos más escépticos, nos volvemos más plurales, nos volvemos más contestatarios, y eso puede acabar erosionando ese aspecto simbólico y ritual que también sirve al buen funcionamiento de la democracia. En el caso que mencionas, me parece muy interesante, porque además lo pongo como ejemplo de lo que sería una posible verdad política que no se corresponde con la verdad factual. Es decir, si la idea, defendida en España precisamente por la extrema izquierda pero también por algunos grupos nacionalistas, de que la transición política fue una estafa al servicio de la continuidad del franquismo por otros medios, se hubiera consolidado socialmente, y pongamos, no sé, que el 85% de españoles lo creyera a pies juntillas y eso se trasladara a los libros de texto, incluso al texto constitucional, etcétera, se convertiría en una verdad política por consenso, pero no se correspondería, me parece evidente, con la verdad factual o histórica, en este caso, de la transición política. Ahí nos encontramos con un problema que es más singular de lo que parece, porque no todas las verdades factuales son iguales, y en particular, los relatos de auto legitimación de los regímenes políticos suelen incluir un componente épico un poco falsario (pensemos en los problemas que ha habido en Francia con el tema de Vichy, con Argelia…) Yo creo que singularmente España no tenía ese problema demasiado agudizado. La transición política fue finalmente el cierre de la dictadura a través de un consenso que miró hacia atrás –es mentira que no se hablara de la Guerra Civil o de la dictadura durante los años setenta y ochenta– y nos propulsaba hacia una modernidad que nos había sido esquiva durante mucho tiempo. Si la idea de que la Transición fue una estafa consigue abrirse paso en el imaginario colectivo, nos encontramos con un problema evidente de legitimación, que además carece de una alternativa razonable, porque no me parece que la Segunda República lo sea. Parece evidente también como hito histórico que no es una buena alternativa. Y sí, ahí hay un problema, porque a veces estos relatos alternativos tienen éxito.
P.- Y también esa erosión puede convertirse en consenso político. Una mayoría absoluta de Podemos significaría eso. También es producto de que no ha habido buenos defensores del relato de la Transición; se da por hecha. Y también, porque no es muy heroico para un joven ampararse en ella: «a mí qué me importa que se pusieran de acuerdo unas personas hace 40 años». ¿No ves un riesgo ahí también?
R.- Es que España no tiene en ese sentido una legitimación constitucional asociada a una revolución que sea pacífica, como la de Portugal. Tampoco te han liberado los aliados, obligándote a hacer una especie de política de la memoria a la manera alemana, por ejemplo. Ni tienes tampoco ese relato tan fantasioso, por otra parte, de los estadounidenses de liberación democrática.
P.- O las repúblicas del Este en la lucha contra el comunismo.
R.- Es poco heroica. Eso, por supuesto, en personas que quizá ya no saben lo que era la España de los años setenta u ochenta, porque son más jóvenes, es complicado. Si se suma, además, un descontento acerca de sus condiciones materiales de vida o la percepción que ellos tienen sobre sus propias expectativas, puede ser ciertamente peligroso.
P.- En el libro planteas dos aceleradores de los riesgos del debate sobre la verdad. Uno es las redes sociales, aunque tienes una postura no dramática sobre ellas. Y otro es la crisis financiera de 2008 y cómo rompió la idea de que las nuevas generaciones van a estar mejor que las anteriores y metió un ruido en el sistema democrático importante.
R.- En 1989 cae el Muro de Berlín y comienza una década que podríamos llamar casi de utopismo liberal. La idea de Fukuyama del fin de la historia, que yo creo que tenía razón en lo que se refiere a que la democracia liberal es la mejor forma democrática de gobernar sociedades plurales. Creo que lo es. Se equivocó en las ganas de ir hasta allí por parte de distintas sociedades. Hemos visto que quizá no hay tantos demócratas liberales como creíamos. Pero todo eso –aunque ya hay un aviso en el 11S de que la globalización quizá no es tan pacífica como parecía– en 2008 salta por los aires. Y en 2008 coinciden realmente la digitalización en su fase smartphone, llegan las redes sociales y se produce la crisis financiera. Y poco después emergen los populismos en la Europa desarrollada bajo una forma nueva, aunque ya había precedentes, sobre todo del chauvinismo del bienestar. Y nos encontramos con tres fenómenos coetáneos acerca de cuya causalidad no resulta fácil tomar decisiones tajantes. Qué provoca qué es muy difícil de determinarlo, porque obviamente hubo populismos antes de las redes sociales. Y todo esto, efectivamente, en el contexto de una visión depauperada de lo que es el futuro en las sociedades desarrolladas, donde también hay un cambio demográfico que nos conduce hacia un cierto envejecimiento, parece que Asia emerge como nuevo foco de actividad económica. Todo esto hace que el malestar se concentre en nuestras sociedades. Pero yo con las redes sociales tengo efectivamente una visión menos dramática que la mayoría, porque pienso en cuáles eran las fuentes de verdad hace 40 o 50 años o 60 o 70. Y pienso en los norteamericanos, pendientes de lo que decía Walter Cronkite sobre la guerra de Vietnam. Y bueno, tenía un poder para determinar lo que era verdadero que me parece que no es saludable tampoco. Hoy, cualquier falsedad proferida por algún representante de un Gobierno, de un partido o una empresa puede ser desmentida en las redes sociales de manera casi inmediata. Las redes sociales traen problemas, la velocidad a la que pueden difundirse los bulos es mayor, pero creo que también tienen obvias ventajas: dificultan mucho que el poder pueda controlar el flujo de información.
P.- Hablas de cómo el ciudadano tiene una propensión a creer en las verdades que se amoldan a su ideología. Y cómo los seres humanos tenemos un instinto emocional mucho más grande de lo que se pensaba y respondemos políticamente, incluso a la hora de votar, más en función de las emociones que del escrupuloso raciocinio.
R.- Hablé de ello en La democracia sentimental, que publiqué también en Página Indómita en 2016, curiosamente también a las puertas de una elección presidencial donde podía ganar Trump. Y de alguna manera estos libros han acabado formando quizás involuntariamente un díptico, porque aquel hablaba de las emociones y aquí me centro en la verdad. Al final la actitud de verdad o su ausencia en el ciudadano tiene mucho que ver con esa tendencia a confirmar nuestros prejuicios a través de la información. Hay pensadores, como Sartori, que lo abordaban ya antes de las redes sociales. Venía a decir que obviamente uno no quiere desorganizarse psíquicamente y que lo que tiene es una identificación política, que además es una identificación que tiene una base ideológica, pero simultáneamente es una ideología muy desarticulada, porque si el partido dice que vas por otro lado, uno va por el otro lado. A menudo el ciudadano también replica aquello que le ha oído al tertuliano o al periódico que a través del cual consume la información. Y yo creo este factor de la intensidad emocional, de la identificación partidista y/o ideológica es fundamental para entender por qué el ciudadano no se complica la vida y aceptará como verdadero aquello que le dice su partido o grupo de referencia. Y es para algunos es una ignorancia, una irracionalidad, pragmática, porque el ciudadano piensa que su voto no va a cambiar nada y sencillamente tomar ese atajo. Está claro que la democracia podría funcionar mucho mejor si tuvieran un mayor número de ciudadanos no identificados de manera fuerte con un partido, y por tanto más capaces de votar pragmáticamente.
P.- También ese territorio de fidelidad ideológica a un partido y ancla emocional abona el terreno para ciertos líderes inescrupulosos, porque te permite basar toda tu acción política en esa base que tienes conquistada de mano.
R.- Proporciona impunidad. No hay rendición de cuenta. Lo interesante es, si esto lo vemos en España, como el lenguaje del buen gobierno puede enmascarar una praxis iliberal. El líder político, y, por supuesto, sus asesores y expertos en comunicación saben todo esto que estamos hablando aquí de identificación partidista de las emocione. Y lo explotan a su favor.
P.- El político bueno es el que llega al poder. Esa es la definición elemental.
R.- La perversión es ya cuando además esa praxis la enmascaras de lucha contra aquello que tú eres.
P.- Que es en lo que estamos.
R.- En la proyección hacia el otro. Y eso es fascinante, eficaz y también un poco deprimente.
P.- Volvamos un segundo a los tres factores que pueden detener la deriva iliberal. Uno son los expertos. Tienes un capítulo entero dedicado a ellos, porque son importantes. Otro son los ciudadanos, esta masa apartidista, que puede inclinarse en función de su interpretación objetiva de la realidad o más o menos objetiva.
R.- Sí, pragmático cuando menos.
P.- Y otros, los medios de comunicación. ¿Cómo ves el ecosistema de los medios de comunicación en España? ¿Puede resistir los embates que están sufriendo desde el poder? Porque además hay una crisis de modelo de negocio, lo cual hace que la dependencia hacia el poder sea más dramática. Empecemos por los medios, si quieres. Luego me interesa mucho los expertos, porque están muy cuestionados a raíz de la pandemia y después los ciudadanos.
R.- Los medios de comunicación es un tema que otras personas conocen mejor que yo. Pero lo que ha cambiado en los últimos años es precisamente que el impacto de la digitalización ha puesto en cuestión el modelo de negocio. Eso es lo principal. Y eso ha condicionado una mayor dependencia del poder político y, por tanto, una mayor, digamos, parcialidad. No obstante, también los medios de comunicación en el pasado tenían sus querencias o tenían sus inclinaciones hacia un lado u otro del espectro ideológico, y quizá lo que había era más confianza en ellos. Lo que hemos ido perdiendo paulatinamente es confianza en la capacidad de consagrarse a la búsqueda de la verdad por parte de partidos, medios, movimientos, etcétera. Y, por otra parte, la digitalización ha introducido en la esfera pública una gran cantidad de ciudadanos que antes vivían al margen de la información, de los medios de comunicación. Y ahora tienen una relación superficial con ella. Leen titulares, leen un meme, leen una noticia falsa y se la creen. Y eso complica mucho más el establecimiento de consensos acerca de qué sucede o que deja de suceder. El problema es cuando los medios de comunicación traicionan su compromiso con el sistema político liberal/constitucional y apoyan a líderes que lo ponen en peligro.
P.- Una cosa es acomodar los hechos a tu ideología, tus intereses o tu sesgo. Y otra cosa es mentir de manera abierta, ex profeso.
R.- A veces no sabemos si un periodista cree lo que dice o está mintiendo. No sabemos si es cínico o es honesto, pero es obvio que hay maneras de presentar la información que se parece sospechosamente al apoyo a tal o cual partido, tal o cual gobierno. Y esto creo que sencillamente lo que genera es desconfianza en el ciudadano a la hora de buscar fuentes de información. Lo que pasa es que, a su vez, el ciudadano interesado en informarse bien, que es escaso, lo que tiene que hacer es obvio: es informarse a través de fuentes muy plurales de información.
P.- Y sí las tiene, tiene un acceso como nunca había tenido.
R.- Pero tiene que hacer un esfuerzo, que para muchos entiendo que no es algo que les interese.
P.- Digamos que los medios tienen que resistir esa vocación ideológica o partidista y centrarse en la búsqueda lo más pura posible de la verdad.
R.- Al menos de los hechos. Luego ya la opinión es otra cosa.
P.- Y los ciudadanos tienen acceso a múltiples fuentes que les debería permitir formarse una visión propia más allá de las banderas políticas.
R.- El problema está en que, y esto lo decía Robert Dahl, el gran teórico de la democracia, para la mayor parte de los ciudadanos la política es algo así como el trasfondo de sus vidas. Claro, tienen vida muy complicadas. Hay que ganarse la vida, tienes una familia, tienes un trabajo, no quieres estar pendiente de la vida política. Entonces, por lo general, recurren a eso que llaman los expertos, las heurísticas, los atajos. Dices «yo confío en este líder, lo que diga me lo creo». O «yo compro un periódico, lo que dice este periódico me lo creo». No quieren hacer el esfuerzo. Y esto, por cierto, también se da en personas muy formadas intelectuales que a lo mejor tienen solo un periódico y votan siempre al mismo partido. No es una cuestión de nivel educativo. ¿Qué pasa? Que si esto es así, y si los ciudadanos tienen una ideología fuerte o articulada, y si lo que tienen es una creencia más o menos débiles, basados en la identificación partidista, y los partidos pueden llevarlos más o menos donde quieren en ausencia al menos de una gran crisis económica, eso significa que la responsabilidad de las élites es muy grande. Si tú puedes llevar a la gente a un Brexit, o puedes llevarlos a la colonización del Estado, a una amnistía, y la gente va a decir que sí porque confían en ti, esto es muy grave. No puedes obligar a los líderes a ser responsables.
P.- Ahí se abre otro debate sobre las élites. Pero vayamos primero a los expertos, porque la pandemia puso en la picota la idea de que había realmente expertos que podían auxiliarnos a salir de ese atolladero vital en el que estábamos todos. ¿Qué pasa cuando una sociedad no tiene los expertos que requiere? ¿Y qué pasa cuando una sociedad no cree en los expertos que sí tiene?
R.- El experto es la cara tecnocrática de la democracia liberal. En tiempos ordinarios atañe a la gestión pública de los asuntos colectivos, que es hoy, quizá, donde la verdad sea más necesaria. Porque luego hay que entender que la política, por supuesto, tiene una dimensión retórica, de persuasión, donde quizá la verdad tiene un papel un poco más débil. Pero en la gestión pública necesitamos la verdad. En tiempos de excepción, la crisis económica y una pandemia, el experto cobra un protagonismo especial, porque además el propio ciudadano busca referencias. Cuando hay momentos de mayor ansiedad –eso está muy estudiado–, el ciudadano se abre a informaciones nuevas porque quiere saber. El problema del experto es que es corruptible. Es corruptible desde un punto de vista material. Y es corruptible desde un punto de vista ideológico.
P.- Tiene su propio sesgo.
R.- Tiene, o puede tener su sesgo, tiene sus intereses. Y eso lo vemos además claramente cuando constatamos que cada partido, agencia no gubernamental, movimiento social, etcétera, tiene sus expertos que avalan sus propuestas. Con lo cual, claro, tampoco es obvio que haya una verdad del experto universalmente consensuales, sino que incluso sobre los temas más en principio sencillos, hay visiones contrapuestas acerca de cómo medir una realidad, qué factores de esa medición son relevantes, qué medidas podemos adoptar, con qué consecuencias, impactando sobre qué otros factores. Son cuestiones obviamente controvertidas. Entonces, ¿qué es lo ideal? Obviamente, tener expertos que estén al servicio del Estado y no de los Gobiernos. Los partidos pueden tener sus expertos, lógicamente. Pero cuando se trata de gobernar necesitamos expertos que sean leales al Estado y que no se dejen corromper por los intereses…
P.- De los gobiernos, que son cambiantes…
R.- Que son cambiantes y están en manos de partidos concretos. Y esto cómo se logra. Bueno, se puede lograr a través del diseño institucional. Igual que los jueces vitalicios en el Tribunal Supremo americano, aquí no sería lo mismo, pero puedes hacer que la selección de expertos para determinados comités tenga unos hearings exigentes, que tenga unos plazos que no coincidan con los electorales. Se puede hacer. Y luego, bueno, también hace falta que la propia clase académica o académica-científica abrace una ética de la imparcialidad, porque muchos expertos, al final, son más partidistas que el presidente de Gobierno.
P.- En el fondo, lo que enmascara tu libro es una agenda reformista, que es lo que estás pidiendo. Es decir, ¿qué hacemos con las instituciones y con el debate público para garantizar que con todas sus fragilidades, la democracia liberal sea lo que se mantenga en el futuro?
R.- Sí, lo cual requiere a su vez, yo creo, reabrir el debate sobre por qué la democracia liberal es superior a sus alternativas. Y por qué queremos tener democracias liberales, porque yo creo que a veces se olvida. Si le preguntas al ciudadano, y para el ciudadano la democracia es que gobiernen los míos, pues es que eso no es la democracia. Y en la medida en que las propias élites periodísticas o intelectuales puedan imbuirse de esa mentalidad, estamos erosionando gravemente la democracia liberal, que también es muchas más cosas: separación de poderes, derechos individuales, libertad de prensa.
P.- Instituciones apartidistas, mediciones apartidistas, muchas más cosas.
R.- Pero todo eso al servicio al final de qué. Al servicio de una sociedad en la que se den las condiciones para que cada cual pueda vivir ejercitando su autonomía personal de la manera que prefiera. Eso es el objetivo último del liberalismo político. Todo lo demás está al servicio de eso, incluso el crecimiento económico. Entonces todo eso hay que recordarlo para que podamos convencernos otra vez, unos más que otros, de que la democracia liberal no se erosiona sin costes.
P.- Hay un gran enemigo intelectual de esta visión, que es el que da soporte a la emergencia de los nuevos populismos, que es Laclau. Lo que dice Laclau, y tú lo citas y estudias en el libro, es: «la democracia es el triunfo de la mayoría y lo que la mayoría diga es lo que se hace». Y no hay ninguna intermediación entre la voluntad de la mayoría y lo que se puede y debe hacer. ¿Cuál sería el riesgo de esta defensa del populismo?
R.- Está en contra de lo que son las democracias liberales desde el siglo XIX en adelante. Las democracias libertades son plurales y ese pluralismo es positivo porque nos da también opciones de vida diferentes. El populismo lo que quiere es laminar el pluralismo en nombre de una agenda podemos decir monista, que basa la legitimidad del poder político en una mayoría, cuando la teoría de la democracia liberal tiene muy clara que lo que hay que hacer es proteger a los individuos y a las minorías. Decía Kelsen que quien tenga o preste apoyo a esta idea mayoritaria de la democracia solo tiene que probar a ser minoría durante unos días y se dará cuenta de que quizá no es la más correcto.
P.- Con la trampa de que esta mayoría se vuelve inmóvil, porque no es que luego pueda ser sustituida por otra, sino que crea las condiciones para perpetuarse en el poder.
R.- Una mayoría fosilizada. Es interesante porque, como bien sabes, el populismo no deja de ser una estratagema marxista. Es decir, la democracia liberal no nos gusta, el experimento comunista ha fracasado, la clase social ya no es un mecanismo, si alguna vez lo fue, de construcción de conciencia política orientada hacia la Revolución. Necesitamos algo que sustituya esto, que es el populismo del «pueblo». La idea de que perteneces a un pueblo virtuoso, perjudicado por las élites. Y con esto que dice de la cadena de equivalencias, que distintos grupos sociales que padecen malestares con causas quizá diversas, pueden unificarse en el resentimiento hacia quien ha sido hipotéticamente responsable de su caída. Ahí es interesante, y lo menciono brevemente, que en la experiencia populista española lo que falló fue que el populismo de izquierda español no podía decir «España», que tiene un problema con España, porque la concepción de España como nación de naciones limitó mucho su desarrollo en un momento álgido.
P.- Su alcance definitivo y su salto al poder.
R.- Su salto al poder nacional, digamos, el poder del Estado. Yo creo que sí, que eso fue un problema que no padece los populismos de Argentina o México.
P.- Volvemos al tema de la responsabilidad de las élites, que está atravesando toda la conversación, aunque sea de manera subterránea, porque efectivamente, si las élites no defienden el consenso, la pluralidad, el valor de la democracia liberal y se inscriben dentro de una lógica populista cuando les conviene, la sociedad está más desarmada. ¿Cuál sería tu llamado de atención a las élites y qué se podría hacer en España?
R.- El problema está en los incentivos. Es decir, cómo educar a las élites para que sean respetuosos de los principios de la democracia liberal y no abracen esa lógica populista que puede ser muy rentable desde el punto de vista de la eficacia del discurso político y a la hora de movilizar apoyos a costa de tomar malas decisiones de política pública y, desde luego, de envenenar la convivencia, porque se está haciendo una divisoria fuertemente paralizada dentro de esa sociedad. Creo que no hay manera de inculcar en las élites esa responsabilidad. Es decir, que solo los propios ciudadanos, castigando mediante el voto al líder político que se descarría o que adopta una lógica populista o una agenda iliberal, podamos disciplinarlos porque en la medida en que eso funcione, lo que sugerirá más bien es vamos a imitar a este señor que está haciendo algo que le sale bien. Y ahí lo que nos encontramos de nuevo es algo que me gusta mucho siempre subrayarlo. No caigamos en el error de pensar que la democracia liberal funciona tan deficientemente en España como el resto del mundo. Es decir, hay distinciones. Hay democracias liberales que funciona mucho mejor que la nuestra. Quizá no la norteamericana, por cierto, pero sí la holandesa, la sueca.
P.- Aunque la española ha demostrado bastante fuerza de resistencia, sobre todo por el aparato judicial, por el aparato institucional y por el aparato mediático, que han sido importantes contrapesos a la deriva populista en el poder.
R.- Sí, lo ha sido, sobre todo durante los años de la crisis y en los últimos años con los gobiernos de Pedro Sánchez. Ciertamente hay una resistencia que se ejerce, aunque todo depende del punto de comparación. Si comparas la democracia liberal en España con México o Ecuador.
P.- Es mucho más fuerte, te lo garantizo.
R.- Si la comparas con Suecia, Holanda, a lo mejor la cosa es distinta.
P.- Es interesante la responsabilidad de los empresarios, quizá que son unas élites de las que no se habla y que deberían en esta crisis de los medios, tener un compromiso más firme apoyando las conversaciones y los espacios que sí permiten la búsqueda de la verdad factual. ¿No te parece?
R.- Sí, obviamente. Lo que ocurre es que, claro, cuando el poder reparte mucho, llevarse bien con el poder también es…
P.- Es más importante, quizá…
R.- Quizá. Hay que preguntar a los empresarios. Pero, evidentemente, tener una sociedad civil vigorosa, y eso incluye a los empresarios, igual que incluye el asociacionismo, es condición de posibilidad para una sociedad abierta, exitosa. Pero, claro, insisto, los ciudadanos tienen que querer vivir en sociedades abiertas.
P.- Y entender el valor que eso entraña. Y no estoy tan seguro que eso esté pasando hoy en España.
R.- Yo estoy seguro de que no.
P.- Hay un tema importante para la audiencia de la entrevista y es que lo estamos grabando unos días previos a las elecciones de Estados Unidos, y cuando la publiquemos las elecciones ya habrán sucedido. Yo tengo la impresión, pero me arriesgo así al aire, de que va a ganar Donald Trump y que el mundo va a entrar en una deriva iliberal peligrosa, aunque al mismo tiempo Kamala Harris tenga muchas carencias de muy distinto tipo. ¿Te arriesgas a hacer un pronóstico y un análisis de qué pasaría de una victoria y de otra, sabiendo que quien nos lea ya sabe?
R.- Tiene ventaja, pero también tenemos la libertad de hablar antes del hecho. Yo también temo que pueda ganar Donald Trump, aunque realmente nadie lo sabe. Y bueno, es un poco lanzar una moneda al aire. Kamala Harris tiene ciertas debilidades, pero obviamente es una candidata más deseable del punto de vista de la estabilidad de la democracia liberal. Yo conozco bien los Estados Unidos. He vivido allí un año en San Francisco y luego en Nueva York. Es un país que no se puede comparar con el nuestro, es otro mundo. Y con un sistema político bastante deficiente desde el punto de vista de la participación democrática, etcétera, pero donde simultáneamente Washington tiene menos poder sobre su sociedad que lo que ocurre en los países europeos. El reparto del poder es muy considerable. Está la separación entre Cámara de Representantes, Senado y Presidencia. Los Estados tienen constituciones propias y parlamentos y tienen bastante poder. La sociedad civil es muy vigorosa. Los medios de comunicación son independientes. Entonces por eso, aunque Donald Trump ganase, no estoy tan seguro de que eso nos condujera hacia un escenario de alarma de liberalismo. Confío en que la democracia norteamericana tiene fuertes contrapesos, incluso en el Deep State. Yo no creo que, si Trump quisiera implantar una dictadura, el Ejército le diría que sí. Por supuesto, no lo haría de esa manera. Yo confío en esa capacidad de la nación americana. Y, claro, luego, por otra parte, no sé en qué medida la segunda presidencia Donald Trump puede tener ya componente casi de farsa. Porque ya quizá él intentó hacer todo lo que quería el primer mandato. Y eso es una cosa que casi vuelve por resentimiento. No lo sé.
P.- Es interesante lo que dices de las carencias para acceder al poder o del sistema político federal de Estados Unidos, bastante primitivo, por ser quizá el primero que se construyó y la diferencia de la democracia a nivel estatal, municipal y ciudadano. Todas las redes que existen por abajo del poder político y espacios de autonomía que son reales. Y que en Europa eso no se suele entender y se caricaturiza a Estados Unidos solo por su vertiente política.
R.- Sí, yo creo que, en la cultura política, en el imaginario norteamericano, la democracia es un valor muy potente. Otra cosa es que se malinterprete su contenido, o cómo deba funcionar, pero yo creo que ellos tienen esa idea de una excepcionalidad asociada al ideal democrático. Y idea de que además el poder del Estado no debe interferir en tu vida más de la cuenta. Eso nos gusta en Europa más o menos, lo podemos entender más o menos, pero eso existe allí. Y creo que eso son anticuerpos contra una posible deriva iliberal de Donald Trump, que deberían ayudar a moderar. Por otra parte, el peligro está en que el presidente norteamericano siempre tiene más capacidad para decidir en política exterior, salvo que tenga la mayoría del Congreso y del Senado, cosa que seguramente es improbable. Y ahí está tema de Ucrania. Eso sí puede ser muy problemático.
P.- Un tema que no tiene tanto que ver con tu libro, aunque también lo atraviesa, es qué hacemos con el ecologismo, porque sobre el ecologismo no hay una verdad científica plenamente aceptada, pese a lo que se diga, más allá de que el cambio climático tenga, ya fuera de toda discusión, un componente humano, no está claro qué políticas se deben asociar a eso, sí tiene sentido políticas parciales que no compren otros países con mucha mayor carga poblacional y demás. Y si Europa está tomando las decisiones correctas o se está dando un tiro en el pie. Sé que son muchas cosas, pero creo que es interesante una reflexión genérica sobre eso.
R.- Muy bien, con mucho gusto. Rápidamente. Sí, es un tema además que, en fin, hice mi tesis doctoral sobre esto. Empecé a estudiar la mitad en los noventa, cuando tenía quizá poca relevancia pública todavía. En España desde luego. Pero es un ejemplo muy bueno del problema de las relaciones entre distintos tipos de verdad. Porque tenemos una verdad científica que se refiere a hechos mensurables, que tiene que ver con la evolución del clima sobre el planeta y los factores que influyen sobre él. Y ahí parece demostrado que, bueno, pues las emisiones de CO2 desde el comienzo de la industrialización han contribuido al cambio climático que tendría, por tanto, al menos en parte, un componente antropogénico. Eso a su vez nos permite compararlo con la evolución del clima en el pasado a través de métodos muy sofisticados, de toda la paleoclimatología, que es muy interesante, pero donde obviamente nos encontramos con un problema epistémico, es decir, qué podemos conocer, con qué grado de certeza. No es una ciencia sencilla. Pero parece que es razonable suponer que hay un cambio climático de origen, al menos parcialmente antropogénico, que está en marcha. Y que puede ser peligroso. ¿En qué medida? Eso no podemos saberlo tan fácilmente. Y ahí nos encontramos con el problema de la mala comprensión o incluso manipulación periodística de los informes del IPCC, donde a menudo los titulares se los lleva los escenarios más extremos, que tienen una probabilidad menor que aquellos que no son tan necesariamente gravosos. Y claro, esa verdad científica, si quieres, que introduce forzosamente un elemento de prudencia cuando lo proyectamos hacia el futuro, conduce a preguntas tanto morales como políticas. La pregunta es qué hacemos con esto. Ahí es donde yo veo que a menudo el desacuerdo legítimo acerca de determinadas propuestas que se realizan por parte de un ecologismo más o menos radical, por ejemplo, el decrecimiento o alguna otra, conducen a la calificación de negacionista. No, negacionista es aquel que dice que el cambio climático no tiene origen antropogénico. Eso sería un negacionista, aunque a mí no me gusta la palabra…
P.- Que también es legítimo si hubiera buenos estudios científicos que lo sustentaran…
R.- Por supuesto. Por eso digo que no me gusta la palabra. Pero no sólo es legítimo, sino que es necesario que discutamos, porque además hay un componente de incertidumbre hacia el futuro que es considerable. Entonces, claro que vamos a decir, vamos a dejar de crecer, porque entonces el clima… vamos a ver esto qué implica y qué consecuencias tiene. Y hay un debate sobre qué tecnologías pueden ayudarnos. Yo en general soy partidario de una perspectiva más bien eco-modernista que decrecentista. Yo creo que hay que reformar ecológicamente el capitalismo liberal, porque minusvaloramos las consecuencias que tendría sobre la vida social un mundo sin crecimiento. Porque, además, tampoco podemos los europeos obligar a los demás países a hacer lo mismo, a decrecer. Y yo creo que además tenemos instrumentos para atenuar las consecuencias negativas del cambio climático. Lo que ocurre es que supone un esfuerzo enorme. Y como decía, Europa seguramente está yendo demasiado deprisa en la transición ecológica. Y además demostrando, estaba pensando en el coche eléctrico, en las consecuencias que puede tener el diktat desde arriba. Es decir, elijo esta tecnología. Y esta tecnología va a estar lista en diez años porque yo así lo dispongo. Bueno, ni siquiera tenemos enchufes en las calles para conectarnos.
P.- Se está viendo con el coche de combustión, que está prohibido para el 2035 en Europa, que es una locura. O con la negativa a la energía nuclear, por ejemplo.
R.- Sí, claro. Es una incoherencia no decir energía nuclear, no. ¿Por qué? Porque no hay prejuicio ideológico contra ella, que no es menos fuerte que el que tienen los que creen que el cambio climático no existe.
P.- Aprovechando que estás de visita desde tu Málaga natal, donde vives, ¿cómo una ciudad logra ponerse a la cabeza de innovación, de atracción turística, de cambio cultural? ¿Cómo ha sido ese proceso? ¿Qué aspectos negativos tiene? Me parece que eres testigo de una acelerada transformación de tu ciudad.
R.- Sí, yo la dejé unos años para vivir en la Costa del Sol y luego regresé a ella a principios de los noventa. Y claro, yo me encontraba una ciudad todavía en aquella época, en fin, algunas calles del centro parecían Sarajevo bombardeada. O sea que la ciudad tenía mucho por mejorar. De esos años data precisamente el primer impulso para el parque tecnológico, del que se habla poco cuando se habla de Málaga (fuera de Málaga, quiero decir). Nadie creía que eso pudiera tener el mínimo éxito, y lo ha tenido. Creo que está ya en el 25% del PIB y del empleo de la ciudad, que es una cosa muy considerable, y es clave para suplementar con trabajo de valor añadido al sector turístico, que a su vez antes pasaba de largo. Málaga no era un foco de turismo. La gente se iba a la costa, a Torremolinos, o a Granada inmediatamente, porque el aeropuerto siempre ha sido bastante potente. Málaga ha sido el reinventarse también como lugar atractivo para el turismo, a pesar de no tener la fuerza patrimonial de Córdoba, Sevilla, Granada. Yo creo que eso, fíjate, ha sido muy importante, porque al ser una ciudad portuaria, sin patrimonio histórico potente, ha tenido siempre identidad débil. O mestiza, si quieres.
P.- Y eso le abre al mundo de hoy.
R.- Y te permite reinventarte. Dices «voy a reinventarme porque no tengo nada especial que defender». No es como Sevilla, muy pendiente legítimamente de su propia conservación. Y bueno, se han tomado decisiones políticas –creo correctas en general, siempre hay errores–, una gestión más bien centrista que otra cosa. Y esto lógicamente ha creado problemas asociados, sobre todo a la vivienda. Ahí nos creamos una paradoja muy interesante, y es que puedes acabar lamentando que venga un ingeniero de Oslo a trabajar en el Parque Tecnológico porque viene con el dinero que le permite comprarse una casa que tú, malagueño, que tiene un sueldo reducido, no puedes comprar. Pero claro, simultáneamente, la alternativa convertirte quizá en una ciudad mediana, crecientemente envejecida, donde la gente solo quiere emigrar, es peor.
P.- O que vive solo del salario público, de las pensiones, funcionarios y pensionistas.
R.- Hay que encontrar un equilibrio. Y luego, como última idea, yo creo que Málaga también se ha beneficiado, en ese sentido de apertura, de que ya fue los años cincuenta en adelante una especie de zona franca moral del franquismo. Toda la Costa del Sol era un mundo aparte. Eso se ve en la novelita de Goytisolo La isla. A partir de los sesenta y la llegada de los extranjeros. Eso no hace que Málaga sea una ciudad cosmopolita. Es más internacional que cosmopolita. Pero bueno, ya es algo. Creo que lo que hay que hacer es refinar el modelo.
P.- Y además sí tiene en el origen un núcleo intelectual importante desde los años 20 del siglo pasado, yo creo que eso de alguna manera ha permeado en estas políticas, no de manera, no sé, implícita, tácita.
R.- Sí, es probable que haya quedado algo durante muchos años. Málaga fue incluso un foco industrial a finales del XIX. Eso ya desapareció. Pero, digamos que el potencial nunca realizado a alta velocidad parece que empieza a no explotarse. Esperemos que dure.
P.- A los invitados a Contrapuntos les hago una pregunta final. ¿Cuál sería el libro que le recomendarías a los que nos están escuchando, leyendo o viendo que no pueden dejar de leer?
R.- Me voy a permitir decir dos. Un ensayo y una novela, y relacionadas con el tema del que estamos hablando. Es decir, no voy a seleccionar el libro que seleccionaríamos al margen del tema de nuestra conversación. El ensayo sería Sobre la libertad, de Stuart Mill. Es un clásico muy importante acerca de la libertad de expresión, sus límites, las ventajas que tiene una sociedad abierta o libre para las personas que viven en ella. Y que no ha envejecido. Y además está disponible en buenas traducciones en nuestra lengua y donde hace la defensa de la posibilidad de disentir, que me parece importante. Y luego la novela, que habrás leído ya más de una vez, supongo, es La educación sentimental, de Flaubert, donde la vida personal se anuda con la vida pública, con la política. Y donde hay un sano escepticismo melancólico, digamos, acerca de las empresas humanas y sus posibilidades.
P.- Y un homenaje al lenguaje, que es otro de los temas de tu libro.
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