'La nación doliente', arte, historia y dolor de México
El historiador Tomás Pérez Vejo analiza en su último libro la invención de la nación mexicana a través de las imágenes
De entre las varias y bonitas labores que se le suponen al historiador está la de cuestionar los muchos mitos que el nacionalismo ha ido creando. Y no es sólo una de las más importantes funciones sociales que dicha profesión tiene, sino también una de las más divertidas.
Por ejemplo, si yo les digo que episodios como la Reconquista o la Conquista de América no fueron los grandiosos actos fundacionales de una nación nuestra que ni estuvo ni está amenazada por poderes extranjerizantes o por leyendas negras que ponen en peligro su esencia y su existencia, si digo todo esto, la mitad de la concurrencia probablemente se ofenda.
Y si, por otro lado, niego que la historia de España haya sido la lucha trágica entre unas fuerzas progresistas que, tocando cada vez con los dedos su justo sueño democrático, acaban siempre por ser cercenadas por las oscuras fuerzas de la reacción, que entonces y aún ahora pugnan por sujetar a España en las tinieblas del conservadurismo, afirmando todo ello, el enfado será ya completo.
¡Qué le vamos a hacer! Es la ingrata labor de un maltrecho gremio, el de los historiadores que, habiendo sido considerados una vez arúspices de la nación, hoy se ven desplazados por politólogos o por presentadores de cualquier Late Show.
Todo esto viene al caso de la publicación en España de un libro precioso, un libro de arte y de historia al mismo tiempo, que se ocupa precisamente de todo ello, de diseccionar delicadamente el proceso de construcción de una nación, solo que no se trata de la española, sino de la nación mexicana. Su autor es el historiador Tomás Pérez Vejo y el libro lleva por nombre México, la nación doliente. Imágenes profanas para una historia sagrada (Prensas de la Universidad de Zaragoza).
Historia a través de las imágenes
Como los mitos mexicanos no nos interpelan directamente —o quizás sí— como no nos vemos en el difícil trance de poner en entredicho nuestros propios orígenes y antepasados, asistimos a todo ello como quien escucha una recopilación de alucinados y bellísimos cuentos, por donde desfilan princesas toltecas, malvados extranjeros venidos de lejos o valientes próceres capaces de dar la vida a cambio de la nación.
Tomás Pérez Vejo analiza la invención de la nación mexicana a través de una fuente especialmente evocadora: las imágenes, algo que ya había hecho en España imaginada. Historia de la invención de una nación (Galaxia Gutenberg). A través de la pintura, y específicamente la llamada «pintura de historia», el Estado decimonónico se inventó un pasado, uno lo suficientemente trágico y espectacular como para convencer a sus desatendidos habitantes de que llevaban formando parte de una misma comunidad durante milenios.
La imagen para el nacionalismo —nos dice el propio Pérez Vejo— parece jugar el mismo papel que aquellas fotografías que atesoraban los melancólicos replicantes de la película Blade Runner. Con ellas se les convencía de que tenían un bonito origen, un trágico pasado, una falsa y confortable historia común.
Así, recorremos los principales hitos del imaginario mexicano: la mítica fundación de la ciudad de México, la historia del noble señorío de Tlaxcala, las varias matanzas y mártires que dejó la Conquista o el Grito de Dolores con el que se iniciaba la Independencia mexicana. Y lo hacemos además a través de los más importantes pinceles del XIX mexicano, desconocidos para la mayor parte del público español, como las ingenuas escenas de José Obregón, los suaves paisajes de José María Velasco o los más crepusculares de Eugenio Landesio.
José Obregón, El descubrimiento del pulque, 1869, óleo sobre tela, Museo Nacional de Arte, México.
Todos estos materiales los organiza Tomás Pérez Vejo en torno a una tesis central. Durante el siglo XIX el nacionalismo toma el lugar del cristianismo, algo que parece especialmente cierto en el caso de México, un país tan extremadamente laico como devoto. El Estado sustituye así a la Iglesia. El martirologio católico es ocupado por los próceres y héroes de la nación. La catequización se amplía y diversifica a través de los más imaginativos medios: los lienzos, las estatuas, los muros o las mañanas televisivas.
No es casualidad, por tanto, que el relato nacional mexicano presente esa división tripartita, de tan clara raigambre católica. Nacimiento, muerte y resurrección. Una historia nacional que gira en torno al dolor y a la pasión de la Conquista.
Pérez Vejo divide con mucha gracia su libro en tres grandes partes. Tres grandes programas iconográficos para tres momentos históricos muy marcados. Los «misterios gozosos», es decir, la omnipresencia de imágenes idílicas del mundo prehispánico. Los «misterios dolorosos» referidos, claro, al trauma de la Conquista. Y los «misterios gloriosos», es decir, los mitos referidos a la definitiva Independencia.
El verdadero agravio
O quizás no fuera tan definitiva, al menos si atendemos a todas las propuestas salvíficas que desde entonces se han sucedido en México y en América toda. Las teologías o las pedagogías de la liberación, las teorías de la dependencia o los decolonialismos. Incluido aquí, por supuesto, el movimiento que iniciara hace seis años Andrés Manuel López Obrador, y que tan fielmente sigue hoy Claudia Sheinbaum, la Cuarta Transformación, Segundo Piso, al fondo a la izquierda. Siempre un poco más allá. Ya lo dijo el historiador neozelandés J. G. A. Pocock, «aquellos que buscan emanciparse eternamente, nunca serán libres».
Leyendo el libro de Pérez Vejo uno cae en la cuenta de lo caprichosas que son las historias que las naciones se cuentan a sí mismas para legitimarse y envanecerse un poco. Para un mexicano de hoy, declararse heredero de Cuauhtémoc, uno de los caudillos mexicas que se enfrentaron a Hernán Cortés, podrá resultar la cosa más natural, pero nosotros no podemos dejar de admirarnos ante lo fabuloso de tal asociación. Ni más ni menos fabulosa, por cierto, que declararse herederos de Pericles, de las antiguas pirámides griegas o del mismísimo Don Pelayo.
Por lo demás, el libro es una excelente ocasión para dejar de lado las soflamas, las supuestas descolonizaciones y las extemporáneas peticiones de perdón que recientemente han girado en torno al pasado de España y México. Hay un agravio —este sí verdadero e inexcusable— que la publicación de este libro puede ayudar a reparar: México conoce mucho mejor España, de lo que España conoce México.