Flannery O’Connor y la Norteamérica de la Biblia y el revólver
Lumen reúne en un volumen ‘Sangre sabia’ y ‘Los violentos lo arrebatan’, las dos novelas de la escritora estadounidense
El extraño caso de Flannery OʼConnor (1925-1964), escritora del Sur de los Estados Unidos, de cuyo nacimiento se cumplirá un siglo el próximo mes de marzo, hace que vuelva a cobrar sentido el interrogante (bizantino) de si la literatura se construye con los buenos deseos y las mejores intenciones o, por el contrario, su obligación es mostrar la realidad de las cosas y de las personas tal y como sucede. OʼConnor fue, esencialmente, una autora católica. Tenía por tanto un concepto del bien y, en consecuencia, también una idea precisa de lo que es el mal.
Al margen de que se compartan o no sus presupuestos morales, escribió dos estupendas novelas –Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan– que Lumen acaba de reunir en un único volumen, así como una colección de cuentos, compendiada también por este sello editorial, que la sitúan entre los grandes autores del gótico sureño, una etiqueta algo arbitraria que pretende identificar a los hijos (tardíos) de Edgar Allan Poe, uno de los fundadores de la letras norteamericanas, que encontraron una fecundísima veta literaria en el singular cruce entre el naturalismo, la teología y la locura, incluyendo su variante más carnal: la violencia.
OʼConnor es hija cultural de un territorio –nació en Savannah (Georgia), uno de los estados del cinturón bíblico– y de un tiempo –comienzos del pasado siglo– en el que todavía existía la segregación racial, esa inquietante constante de la historia estadounidense. Este sustrato cultural palpita de fondo en su literatura y, sin duda, la convierte en especial, aunque para la sensibilidad woke, que hace ahora cuatro años intentó cancelarla, porque la única concepción del arte que concibe es la ideológica, este adjetivo signifique también amoral. Toda una paradoja, ya que, por su simple condición femenina, OʼConnor debería –por fuerza, según el neofeminismo militante– ser una criatura angelical, sin pecado concebida, incapaz de escribir nada inconveniente u ofensivo. Sus narraciones y estas dos novelas desmienten esta teoría.
La escritora norteamericana centró sus libros en un mundo donde la religión y el pecado son una invariable. Hablamos de la América del Antiguo Testamento y del revólver a la que cantase, con su voz de catacumba, el gran Johnny Cash. No se sometió pues a la catequesis de los buenos sentimientos, que en el caso de los católicos son un ideal que no siempre termina de casar con la realidad. Los personajes de OʼConnor, como Hazel Motes, el protagonista de Sangre sabia, su primera narración, niegan la redención, consideran que Cristo es un engaño y pregonan su mensaje impío a todo aquel que se cruza en su camino. En apariencia, se trata de un perfecto hereje, pero su historia como predicador de la Iglesia sin Cristo es la manera, entre trágica y cómica, que la novelista sureña encontró para alertar de las trampas del falso proselitismo religioso y mostrar las dudas que palpitan en el interior de cualquier buen cristiano. Acostumbra a olvidarse: un creyente lo es, sobre todo, porque niega una negación previa –la inexistencia de Dios– y convierte en afirmación sus temores. Nada más que eso.
OʼConnor tenía motivos justificados para desconfiar (en la intimidad y en su correspondencia) de su catolicismo: el lupus que padecía, que le obligó a usar muletas, redujo su movilidad, le amargó la vida y acabó con su vida a una edad temprana, sin haber cumplido la cuarentena, fue una maldición de su Dios. Son las desgracias las que sacuden las creencias heredadas y, también, las que las renuevan. Antes de conocer la calamidad cualquier doctrina es una abstracción; sólo después es cuando –éste fue su caso– se convierten en una elección personal.
La escritora norteamericana eligió ser católica, antes incluso que escritora, y fue gracias a la retórica evangélica, a sus imágenes flamígeras, a los desiertos y celadas que enuncia, a la Cruz con la que se identifican sus devotos, como encontró su particular forma de literatura. Sus libros están poblados por criaturas atormentadas cuyas historias nunca se nos cuentan de una vez, sino mediante descripciones y una hábil dosificación narrativa. Ambos talentos, nada frecuentes, aparecen tanto en sus cuentos como en estas dos narraciones mayores.
Como le sucede a Francis Marion Tarwater, el protagonista de Los violentos lo arrebatan, su segundo libro, OʼConnor no es, como muchas veces se le ha dibujado, una propagandista del catolicismo más cerril –su historias carecen de moraleja y de un mensaje evangélico claro y explícito–. Más bien se nos aparece como una creyente escindida entre sus deberes y sus temores. Da la impresión de que los predicadores de sus libros proclaman sus creencias porque son ellos mismos quienes más dudan de su verosimilitud y necesitan convencerse (a través de los demás; y también en contra de los otros) de sus propias ideas.
La religión, en los personajes de OʼConnor, no es un consuelo. Es una forma de lucha interior. ¿Puede exigírsele a alguien que libra una batalla a vida o muerte que sea educado y políticamente correcto? Evidentemente no, salvo que uno haya sustituido la comprensión de la naturaleza humana, una tarea que a veces dura toda una vida, por un catecismo con piruleta. En la literatura de OʼConnor hay más Dostoievski, un autor que apreciaba la piedad como una de las grandes virtudes humanas, que Faulkner. Su obra ni está entregada a un credo ni es ciega a las circunstancias de este mundo, que no retrata como un espacio imaginario, sino como el reflejo (artístico, con derivaciones simbólicas) de la realidad de Estados Unidos.
La fidelidad al modelo realista en estas dos novelas no reside en la meticulosidad del relato o la morosidad con la que se administra la acción. Obedece a la incorporación al flujo narrativo de esos sobrentendidos, muchas veces invisibles, que acaban configurando la placenta de un infierno cuya epidermis camufla un magna mayor, igual que un iceberg únicamente muestra por encima del agua una mínima parte de su enorme tamaño. OʼConnor es realista porque es visionaria. Y viceversa. Sus freaks se parecen mucho a los santos primitivos, capaces de tomarse ciertas cosas serias demasiado en serio, algo que no entiende el relativismo interesado de la posmodernidad ni entra tampoco en la cabeza de los inquisidores woke, mucho más preocupados por la industria de la cancelación –la imposición de la sentencia y la gestión mercantil de la pena– que por la bondadosa obligación de compadecer al supuesto pecador. La literatura de OʼConnor, previa a la Norteamérica del consumo y el capitalismo popular, agraria y redentorista, está tan llena de violencia como de piedad sincera, porque de estas dos materias está hecha también la vida auténtica, contradictoria, síntesis de antónimos y summa de opuestos. Sus dos novelas nos permiten viajar a la Norteamérica de los trenes que parecían dinosaurios de acero, al país de los eternos vagabundos, a la nación de los payasos (tristes) de los minstrels y a un universo de almas descarriadas. ¿A quién puede molestar que en sus libros, escritos desde Andalusia, la granja familia de Milledgeville, cuente su verdad, aunque no sea la nuestra; llame a las cosas por su nombre y a los negros, los llame negros? “La literatura” –escribió– “trata sobre el ser humano y todos estamos hechos de polvo. Si temen mancharse de polvo, dejen de escribir. No es un trabajo lo bastante importante para ustedes”.