THE OBJECTIVE
Historia Canalla

La dictadura de Primo y el reconocimiento del voto femenino

En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta

La dictadura de Primo y el reconocimiento del voto femenino

Ilustración de Alejandra Svriz.

En la mitificación de la Segunda República se han escrito, dicho y repetido muchas falsedades. Una de ellas es el reconocimiento del voto femenino por primera vez en nuestra Historia. Falso. No fue obra de la Segunda República, sino que la primera tuvo lugar durante la dictadura de Primo de Rivera. Apareció en 1924, aunque ya había sido objeto de debate mucho antes.

Empiezo con la premisa: fue la derecha española, los conservadores, quienes primero pensaron en el voto de las mujeres en las mismas condiciones que los hombres. Pongo un ejemplo. El republicano federal izquierdista Pi y Margall pronunció en 1869 una conferencia en la Universidad Central de Madrid con el título: El papel político de la mujer. Aquello creó gran expectación porque el sufragismo femenino se había convertido en un tema importante desde el manifiesto de Seneca Falls, en Estados Unidos, en 1848, pidiendo igual, y con la defensa que se hacía también en el Reino Unido, por ejemplo, desde el liberalismo de John Stuart Mill.

En la España revolucionaria de 1869 todo era posible, así que aquel discurso de Pi y Margall creó gran expectación. La sala universitaria se llenó de mujeres. Pensad que en aquel entonces existía un nutrido grupo de mujeres intelectuales en España cuyas capacidades eran muy superiores a la de hombres con el derecho electoral reconocido. Pi y Margall tomó la palabra y dijo al auditorio que el papel político de la mujer era apoyar a su marido en la lucha por la democracia, y educar a sus hijos en el respeto a los derechos individuales. Y fin.

Tuvo que ser un grupo de diputados conservadores quienes presentaron en 1877 una enmienda para introducir el voto de mujeres mayores de edad, cabezas de familia o viudas que tuvieran la patria potestad. No prosperó, y volvió el tema en 1908: el conde de Casa-Valencia, conservador, presentó en el Senado un proyecto igual. Contó con el rechazo de la izquierda, que argumentó que el voto de las mujeres estaba sujeto a la influencia clerical. De nuevo un conservador, el diputado Manuel de Burgos, presentó otra vez el sufragio femenino, en 1919, pero, al igual que los anteriores, no salió adelante. Mientras esto sucedía, el sufragismo iba organizándose en España.

En aquel entonces el asociacionismo feminista era débil, aunque contaba con grupos laboriosos como la ‘Cruzada de Mujeres Españolas’, de Carmen de Burgos, la ‘Unión del Feminismo Español’, de Celsia Regis, la ‘Federación de Mujeres Universitarias’, de Clara Campoamor, o el ‘Lyceum Club’, de María de Maeztu. Estas asociaciones pedían el voto para la mujer y la reforma del Código Penal. Los socialistas veían en el voto femenino una ventaja para los conservadores. El catolicismo social lo defendió y El Debate inició en 1918 una campaña para que se estableciera.

Sin presión social, la dictadura de Primo de Rivera estableció el voto administrativo de las mujeres en el Estatuto Municipal de 1924 y el voto político de las solteras mayores de edad. El decreto-ley fue iniciativa de Calvo Sotelo -asesinado por socialistas en 1936-, y Gil Robles -quien fue luego líder de la CEDA-. Las casadas quedaron excluidas para «no crear disensiones en el matrimonio a causa de la política». El reconocimiento del voto tenía el objetivo de reforzar el apoyo social a un régimen que se presentaba como modernizador, y hacerse eco de las reformas sufragistas europeas. El nuevo censo electoral incorporó a 1.729.793 mujeres entre los casi siete millones de votantes.

La elección de ayuntamientos en 1925 permitió que se nombraran concejalas en Bilbao, Toledo, San Sebastián, Barcelona, Vigo y Segovia, así como en pueblos pequeños. Destacó la elección de seis concejalas -tres titulares y tres suplentes- en Madrid. La primera alcaldesa de España fue María Pérez Moya, del pueblo de Contretondeta (Alicante), y Carmen Resines la primera teniente de alcalde, en San Sebastián. Todos estos puestos fueron por designación gubernamental, ya que las elecciones municipales no llegaron a celebrarse.

La dictadura de Primo de Rivera se empeñó en la inclusión de las mujeres en la vida política, cultural y laboral. Así impulsó la primera candidatura de una mujer, Concha Espina, a la Academia de la Lengua; que fue rechazada por los académicos, quienes prefirieron a Pérez de Ayala, opositor al régimen. Otro tanto ocurrió con la Organización Nacional Corporativa, en cuyos órganos de dirección se incluyeron mujeres, entre otras a la socialista Victoria Kent.

La Unión Patriótica, el partido del régimen, animó a las mujeres a participar en el plebiscito sobre la dictadura, convocado para los días 11, 12 y 13 de septiembre de 1926, y a formar las mesas electorales. En este referéndum votaron las mujeres, de las cuales participó un 40% de las censadas. Los diarios El Sol y El Socialista culparon al sufragio femenino de la victoria del «sí», lo que era un preludio de lo que ocurrió en 1933, cuando las izquierdas culparon a las mujeres de la victoria electoral de la derecha.

La dictadura convocó en 1927 la Asamblea Nacional Consultiva, un remedo de Cortes, a la que fueron designadas trece mujeres. Allí estuvieron, entre otras, Micaela Díaz, concejala de Madrid, catedrática y jefa superior de administración civil; María de Maeztu, directora de la Residencia de Estudiantes Femenina; María de Echarri, inspectora de Trabajo; y Concepción Loring, la primera mujer en hablar en el Parlamento español, el 23 de noviembre de ese año.

El anteproyecto de Constitución presentado en mayo de 1929 establecía en su artículo 58.3 el sufragio universal masculino y femenino, y el art. 55 la capacidad de ser diputado de ambos sexos. Sin embargo, la dimisión de Primo de Rivera truncó esta equiparación. El gobierno Berenguer excluyó a las mujeres del censo electoral para las elecciones municipales del 12 de abril de 1931. Es probable que si hubieran participado el resultado no habría sido el mismo, y quizá la República no hubiera llegado.

Terminamos con la primera mujer en hablar en las Cortes, que fue Concepción Loring Heredia, marquesa de la Rambla, conservadora, nacida en Málaga en 1868 y muerta en Madrid en 1935. Fue designada asambleísta y se integró en la sección de acción social, sanidad y beneficencia, siguiendo la larga tradición femenina en esta materia inaugurada por Concepción Arenal. Habló por primera vez el 23 de noviembre de 1927. Al darle la palabra el presidente de la Asamblea la cámara rompió a aplaudir. Loring defendió que la religión fuera asignatura obligatoria en el bachillerato. Los padres decidían si dicha enseñanza la recibían sus hijos, pero el Estado, dijo, debía velar por la formación de las ‘futuras clases directoras de la nación’ e imponer la educación religiosa aun en contra de la decisión de los progenitores. También impulsó como asambleísta la creación de la Escuela de Matronas para el cuidado de las madres y el fomento de la natalidad.

Esta fue la primera intervención de una mujer, que hubiera abierto un camino si la dictadura hubiera evolucionado hacia un sistema representativo, como se planteó sin éxito. Nunca sabremos qué habría pasado. En la Segunda República ya fue otra historia.

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